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QUISIERA HABLAR DE LA PELÍCULA LE SCAPHANDRE ET LE PAPILLON (THE DIVING BELL AND THE BUTTERFLY),
DE JULIAN SCHNABEL.

Por Susana Arroyo

La escafandra y la mariposa, traducción literal del filme francés: Le scaphandre et le papillon, dirigido por Julian Schnabel, no puede ser visto solamente como un filme más; es una oda, un poema a la vida y al arte.
Debo reconocer que las primeras escenas de La escafandra… me conmovieron en forma casi incontrolada, por haber sufrido personalmente una conmoción bastante similar (desde luego, sólo al inicio de la película), debido esto a un accidente automovilístico.

La sensación que se percibe al oír a los demás, a los otros, a “ellos”, hablando de uno como si uno no estuviera vivo o despierto, como si la persona de la que se habla estuviera sorda o se le hablara en otro idioma; la voz en la lejanía, el casi eco de los susurros, las miradas de compasión o de observación como la que se hace a la rana del laboratorio, la rata, el conejo: un simple objeto de estudio; el hecho de mirar a los otros y advertir en la semi-conciencia que la realidad que vive el que está ahí, en ese momento y en ese preciso tiempo virtual, real, es distinto. Entre ellos, entre los otros, entre todos los que no son “yo”, se cocinan expresiones, ideas, movimientos, miradas, gestos, los cuales son percibidos por la persona que ha sufrido el trauma como la comprensión de que se está hablando de uno; y de que las cosas no van bien. Se refieren, así, de forma directa o indirecta a la persona que se encuentra casi inerte, pero el casi, en estos casos, marca la diferencia entre la vida –aunque leve– y la muerte. 

No pude menos que reconocer mi entendimiento y aceptar lo que veía en la  pantalla como lugar conocido por mí hace ya 20 años. Y entonces, no pude menos que llorar. Pude advertir que lo que ahí se veía, lo que sucedía en la película, era exactamente lo que me había sucedido a mí. Por primera vez en 20 años pude reconocer en otro (en este caso, en un personaje ficticio), lo que yo había vivido. El dolor fue semejante a un fuerte sacudimiento. Ken, mi esposo, notó mi estado ciertamente alterado y me invitó a dejar la sala, a lo que yo me rehusé, pues (como buena cinéfila) deseaba saber el curso de los acontecimientos.

Las escenas subsecuentes, dolorosas y martirizantes, me obligaron a centrarme en el filme más que en mi propia persona dado que, por fortuna, la crisis que viví       –aunque no de inmediato, claro– logré superarla. Sin embargo, no puedo dejar de hacer notar que me sentí decididamente identificada con el personaje.  

A los 43 años de edad, el periodista francés Jean-Dominique Bauby, editor de la famosa revista Elle, sufrió un ataque masivo. Cuando despertó habían pasado 20 días, había perdido 30 kilos y además la capacidad de mover cualquier parte del cuerpo y de hablar. Lo único que podía hacer era ver con el ojo izquierdo.

Este resumen es lo que grosso modo se nos presenta al inicio de la película de Schnabel. Es decir, hasta estos momentos estamos frente a un problema físico como tantos otros que pueden verse en los hospitales. Sin embargo, la cinta ofrece mucho más.

La magistral dirección de Schnabel y el excelente elenco encabezado por Mathieu Amalric, como Bauby, permite que la dolorosa situación del enfermo se desencadene en un drama aún mayor: la necesidad de escribir. Sin embargo el dramático evento no ocurre de manera doliente sino –y he aquí la magia de una buena, excelente película– con dignidad, y con la consecuente cotidianidad que hace del cine francés un baluarte y paradigma de la llamada “industria” fílmica. Es aquí, en estos momentos de lucidez, cuando el cine europeo (en este caso: francés) se deslinda del término “industria” para convertirse en pieza única y auténtica, artesanal, artística: nos encontramos frente a una joya cinematográfica.
El trabajo de Ronald Harwood, escritor del filme, ha sido una gran proeza pues había que llevar a la pantalla una tragedia sin hacerla parecer demasiado trágica.

El personaje Bauby/Amalric, héroe problemático (en términos de Lucien Goldmann), habiendo sido una celebridad, tiene ciertas prerrogativas que le permiten llevar a cabo una empresa casi inconcebible. En el hospital le presentan a dos terapeutas del lenguaje, bellísimas por cierto, quienes le enseñan a expresarse por medio de parpadeos.

La situación de Bauby/Amalric es por demás deprimente -mas no depresiva- pues de manera vivaz, mediante bromas que el propio Bauby hace en monólogo interior sobre su penosa situación, con evocaciones a la bella modelo Marina Hands/Joséphine (quien era su amante), al mundo fastuoso y mágico que le rodeaba antes de que ocurriera el desastre, hacen que la cinta transcurra en tono ligero y vivaz, una antonimia de la tragedia que se vive y se ve. Todo esto aunado a una impecable dirección con el juego de personajes incidentales, como los hombres que instalan el teléfono y se preguntan para qué lo puede usar un hombre que es prácticamente un vegetal, entre otras situaciones, la cinta sucede con tal ritmo y armonía que el espectador reconoce que ha sido muy pequeño el precio pagado por la entrada al teatro para presenciar semejante obra de arte.

El espectador se encuentra en el perfecto estado de participante, juez, recipiente, destinatario, enunciatario1 de los pensamientos de Bauby, de quien de manera directa sólo nos será dado a conocer eso a lo largo del filme: sus pensamientos.

El padre de Bauby, espléndidamente representado por el monstruo sueco Max Von Sydow, nos hace estremecer en sus declaraciones de amor al hijo inválido, su incapacidad por destruir su enfermiza seguridad y ver al hombre/hijo, a quien siempre ha admirado, convertido ahora en un ser inmóvil, enfermo.

La cinta La escafandra… tiene, entre muchos grandes aciertos, el impecable montaje de Juliette Welfing. El espectador de una escena grotesca entre el paraplégico Bauby, que trasunta sueños imaginarios hacia la hermosa terapeuta Marie-Josée Croze; el vegetativo Bauby que viaja por la piscina en la que se le intenta enseñar a mover los músculos ya muertos, se entreteje de manera magistral con su pasado frenético entre la bella modelo y su aún hermosa exesposa; así como las caricias de sus pequeños hijos, quienes miran a lo que ahora deben llamar “papá”, montado en una silla de ruedas observando a los pequeños en la playa, jugueteando, retozando.

Emmanuelle Seigner (Céline Desmoulin), la ex-esposa, impecable, delirante, sacudida por la tremenda catástrofe, vive sin vivir, es mártir, esposa-viuda-casi-inmaculada, es la antítesis de la malvada ¡ex!, de la que siempre se habla mal. En el caso de la formidable Emmanuelle/Céline, el espectador suele ponerse de su lado y le ayuda a recuperar el lugar que le corresponde en la vida de Bauby, aún cuando ella lo cede a la bella Marina/Joséphine, quien se comunica con Bauby por primera vez por teléfono, tras el drama del ahora pobre enfermo. Emmanuelle/ Céline, está ahí –aquí y ahora– se encuentra siempre al lado de Bauby para mostrar su amor a su aún marido, pues ella sufre el dolor de su grave, gravísimo problema, en tanto que observa muy de cerca al Bauby/ Amalric/vegetal, quien no da muestras de alguna posible recuperación.

El libro –cuyo nombre es el mismo de la película, o mejor dicho, la película lleva el mismo nombre del libro: Le scaphandre et le papillon (La escafandra y la mariposa)- tomó más de 200,000 parpadeos de Bauby y cada palabra se llevó en promedio dos minutos.

El espectador está presente en “casi” todo este recuento doloroso.
En términos de Peirce, nos encontramos frente al fenómeno llamado semiosis. De acuerdo con la definición del profesor Robert Marty, la semiosis es un proceso que se desarrolla en la mente del intérprete; se inicia con la percepción del signo y finaliza con la presencia en su mente del objeto del signo. Es un proceso inferencial.

Es decir, nosotros como espectadores sabemos que Mathieu Amalric no es Bauby. No sabemos al menos si Bauby existió. No tenemos por qué conocer la historia del libro que este hombre escribiera y que (y esto se nos dice al final del filme) dos días después de haberse publicado el libro Le scaphandre et le papillon, Jean-Dominique Bauby, murió de neumonía. No sabemos eso y no tenemos por qué saberlo. Lo único que sabemos como espectadores es que hay un actor que representa el papel de un enfermo, el enfermo Bauby. Sin embargo, todo lo que sucede en la película nos hace pensar en un hombre verdadera y trágicamente enfermo, un hombre/vegetal, babeante, casi sin vida, que parpadea para que alguien tome notas y con la mayor dificultad concebible, escribe un libro.

El inmóvil Bauby, ubicado en un hospital de Berk-Sur-Mer, aprende un código usando las letras más comunes del alfabeto utilizando el parpadeo de su ojo izquierdo y, mediante este parpadeo, es capaz de deletrear letra por letra palabras, frases y luego párrafos. Por medio de este método es capaz de dictar coherentemente todo un libro: Le scaphandre et le papillon. Gracias al método desarrollado por las terapeutas Henriette Durand/Marie-Josée Croze y Anne Consigny/Claude, es capaz de liberarse de la escafandra par dar paso a la luz que se encuentra fuera de él mismo y que se recrea en la libertad de la mariposa.

Bauby se encuentra durante más de 95 minutos lo más cercano a estar muerto en vida, en francés se conoce como "maladie de l'emmuré vivant". Su estado es un estado vegetativo. El resto de los 112 minutos de la cinta, es decir escasos 10 minutos son lo que este proceso inferencial, llamado semiosis, nos permite imaginar, esperar, recrear, representar, descubrir, comprender y sentir del personaje re-creado por la triada: Jean-Dominique Bauby-Julian Schnabel-Ronald Harwood. De esta manera, el autor del libro Jean-Dominique Bauby se ha puesto de acuerdo (metafóricamente) con el director del filme Julian Schnabel para que, por medio del escritor de la cinta Ronald Harwood, nos hagan creer, los tres, presenciar y sufrir una espléndida muestra de amor a la vida y al arte.


Notas

1 En términos de C. Kerbrat-Orecchionni. 1987. La enunciación. Buenos Aires, Hachette.

Dra. Susana Arroyo-Furphy
Investigadora, The University of Queensland, Australia.


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