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Por Gerardo Blas
Número 37
A
últimas fechas se oye hablar mucho del neoliberalismo, así
para ensalzar sus virtudes como para criticar sus excesos. Éste
sería un muy buen ejemplo para demostrar que la humanidad
suele olvidar muy pronto sus errores, y que aquello de tomar a la
historia como maestra de la vida no suele tomarse tan en serio.
Para tratar del liberalismo siempre es necesario
comenzar con algunas precisiones. Para empezar, hay que decir que
el liberalismo en sentido amplio suele dividirse en liberalismo
económico, liberalismo político e, incluso, liberalismo
filosófico. Esta división no es compartida por la
totalidad de los estudiosos; por ejemplo, sólo por citar
un caso, para Giovanni Sartori, el liberalismo es político
y no económico. Este autor propone que a esta última
acepción se le llame por su estricto nombre: librecambismo.
Esta aclaración viene al caso porque en este artículo
trato tanto sobre el liberalismo económico y algunas implicaciones
en la cuestión política, lo que algunos llaman democracia
liberal.
El liberalismo, debido a su etimología,
da una idea de libertad que, en la mayoría de las mentes
occidentales se asocia a una concepción bastante positiva
de sus propuestas y de los resultados que propone. Sin embargo,
a pesar de haber sido alguna vez una propuesta revolucionaria, es
pertinente recordar que, una vez convertida en la doctrina de las
élites gobernantes, muy pronto mostró sus límites
y sus graves implicaciones sociales.
El
liberalismo al principio fue una doctrina que buscó acabar
con el feudalismo, con la sociedad estamental y sus desigualdades
ligadas al nacimiento y origen, así como con el dominio social
y político de la nobleza, pero sus postulados de igualdad
ante la ley pronto mostraron sus limitaciones. Desde muy pronto
pudo notarse que las élites burguesas liberales trataron
de limitar la participación política del pueblo;
para ejercer los derechos políticos pusieron como requisitos
la propiedad, la riqueza o hasta la raza. Cómo olvidar que
en los muy liberales Estados Unidos de América los negros
carecieron de igualdad, a pesar de que la Constitución se
basaba expresamente en la defensa de los derechos inalienables del
hombre, o cómo dejar de lado la cuestión del género,
pues es sabido que cuando se llegó a hablar de voto universal,
esta supuesta universalidad no incluía a las mujeres.
Por otro lado, la igualdad social no fue un postulado
básico del liberalismo. Su defensa de la igualdad sólo
hace referencia a la igualdad jurídica (todos iguales ante
la ley), pero no intenta nada para paliar la desigualdad de fortunas,
o los extremos ligados a ella. Todo lo contrario: el liberalismo
está a favor de la desigualdad, pues el motor de la actividad
económica es la iniciativa individual, el interés
privado. El liberalismo clásico ni siquiera se molestó
entonces por la cuestión de la equidad, esa noción
que acepta que para competir en términos de igualdad en el
mercado, en la política, en la educación, etc., es
necesario tomar medidas compensatorias para los que han nacido en
desventaja.
Recordemos que, en el liberalismo temprano, todo
intento por dar mayores derechos y prestaciones a los obreros era
visto como una afrenta al sistema económico racional. En
este sentido, un sindicato era equiparado con los monopolios, y
el gobierno debía luchar contra cualquier intento por cerrar
o limitar el mercado, contra cualquier organización que atentara
contra las sacrosantas leyes del mercado, las cuales, por cierto,
se decía que funcionaban solas, sin apenas intervención
humana. El gobierno no debía interferir en el libre juego
de las leyes del mercado, así fuera para hacer más
soportable la suerte de los trabajadores.
A finales del siglo XIX, las crisis económicas
recurrentes, inherentes al mismo sistema económico liberal;
los sucesivos y cada vez más fuertes movimientos sociales
que pedían reformas, así como la aparición
y extensión de las ideas socialistas, empujaron a algunos
Estados a admitir reformas sociales y económicas heterodoxas
desde el punto de vista de los liberales puros, pero necesarias
en términos sociales y políticos. Tomar estas decisiones
era aceptar, de hecho, las limitaciones políticas y sociales
del liberalismo, aunque frecuentemente, más que debido a
un afán reivindicativo, estas decisiones se tomaron para
apuntalar el poder político de los gobernantes en turno.
Ya durante el siglo XX, con las crisis económicas
que seguían apareciendo de vez en vez, con el triunfo de
la revolución socialista en Rusia en 1917, la gran crisis
económica de 1929 y la aparición y ascenso del fascismo,
a los liberales no les quedó más remedio que reformarse
o morir. Las políticas económicas en las que el Estado
intervenía abiertamente se aplicaron cada vez en más
países, si bien para algunos liberales eso constituía
un error, y esto a pesar de que estas políticas demostraron
efectividad. El llamado Estado benefactor trató de cumplir
con su cometido de paliar las grandes desigualdades y brindar protección
económica y social a la mayor parte de los ciudadanos, funciones
que el liberalismo no contemplaba como parte de las obligaciones
estatales, pues con éstas se interfería en las leyes
naturales del mercado.
A partir de la segunda mitad de la década
de 1970 se fueron fortaleciendo cada vez más los defensores
del librecambio. Frente a los resultados cada vez más cuestionables
de las políticas intervencionistas del Estado benefactor,
los nuevos liberales (los neoliberales) pedían un regreso
al sistema de librecambio. Quizá habría cabido esperar
que este regreso a los principios liberales hubiera tratado de encontrar
mecanismos que no repitieran los excesos y errores de su propuesta
clásica. Pero no fue así.
Debido a estas cuestiones, no debería extrañarnos
que el nuevo liberalismo no promueva la equidad ni proponga soluciones
a los extremos de pobreza y riqueza generados con la aplicación
de sus principios. Alguna vez se creyó (algunos lo siguen
haciendo) que el liberalismo promueve la prosperidad para todos.
Pero para que haya prosperidad para algunos debe haber pobreza para
otros. Este esquema se repite tanto al interior de cada sociedad
o país, como a nivel global, en que sólo existen algunos
países ricos y necesariamente deben existir numerosos países
pobres, menos exitosos. ¿Necesariamente por las fuerzas naturales
del mercado y por las diferencias en las iniciativas individuales?
Estas
consideraciones pueden ayudarnos a realizar un mejor análisis
de los acontecimientos actuales, y para cuestionarnos los discursos
triunfalistas que suelen esgrimir los liberales de hoy. Es cierto
que, desde esta perspectiva, es preferible tratar de ubicarse en
el bando de los ganadores y no en el de los perdedores, pero se
pierde de vista la complejidad de la vida humana, la social y la
individual, así como las relaciones igualmente complejas
entre el ser humano y la naturaleza. ¿Sólo debemos
buscar ganancias económicas? ¿El planeta puede soportar
una explotación sin límites? ¿Se busca erradicar
la pobreza realmente, o sólo se pretende ocultarla o justificarla?
Referencias:
SARTORI,
Giovanni, Elementos de teoría política, Alianza
Universidad, Madrid, 1992.
SHAPIRO, J. S., Liberalism: Its meaning and History, Princeton.
N. J., 1958.
PALMADE, Guy, La época de la burguesía, Siglo
XXI, México, 1998.
BERGERON, Louis, et al., La época de las revoluciones
europeas, Siglo XXI, México, 1998.
Gerardo
Blas Segura
Profesor del Departamento de
Estudios Sociales y Relaciones Internacionales del Tecnológico
de Monterrey, Campus Estado de México, México. |