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Por Gerardo Blas
Número 35
Podría parecer raro
que en un medio como éste (una revista electrónica)
realice una crítica al uso de las tecnologías de la
información, pero, como bien dice el título, se trata
de llamar la atención acerca de los excesos que se cometen
en su uso.
En aras de la modernidad muchos
de nuestros políticos, tecnócratas y educadores, defienden
la utilización acrítica de estos recursos, como si
por el simple hecho de ser utilizados se diera "valor agregado"
al conocimiento.
Uno de los principales problemas
de nuestra educación reside en la carencia o escasez de ciertas
habilidades básicas, relativas sobre todo al razonamiento
matemático, a la lectura y análisis de información
y, un poco más elevado, al pensamiento crítico1.
Estas habilidades pueden desarrollarse, y de hecho así ha
sido durante la mayor parte de la historia humana, sin necesidad
de recurrir a la más avanzada tecnología.
No quiero defender tampoco el punto
de vista que niega la importancia de los avances tecnológicos
y de las grandes ventajas que nos aportan. Pero cuando uno mira
que los seres humanos, las personas, se ven amenazados con convertirse
en meros apéndices de las computadoras, de las máquinas,
dispositivos o pantallas, o en meros proveedores o usuarios de información,
es fácil darse cuenta de que se están confundiendo
los medios con los fines. La persona debe constituir un fin en sí
mismo, y no ser supeditada a la tecnología, así sea
con el pretexto de la modernización o el progreso.
¿Para qué organizar
foros de discusión virtuales a través de Internet
en los que los invitados únicos son el profesor y los estudiantes
de un curso impartido durante varias horas a la semana? ¿Y
qué hay de sustancial en el proceso de enseñanza-aprendizaje
en el hecho de dar instrucciones por la internet para un trabajo
escolar que debe entregarse al día siguiente? Es obvio que
así no se fomentan necesariamente aspectos como la tolerancia,
la argumentación lógica, la expresión clara
y la convivencia interpersonal, valores todos ligados a la democracia,
los cuales deben, por cierto, manifestarse en primer lugar en las
aulas, lugares donde debe procurarse dar marcha atrás a los
procesos de despersonalización de nuestras sociedades modernas,
intentando en lo posible promover la comunicación interpersonal
sin poner como intermediarios necesarios una pantalla y un teclado.
Sin duda que algunos elementos ligados
al espacio virtual son de gran utilidad y trascendencia: la posibilidad
de dotar de imágenes a los discursos escritos, las enormes
posibilidades que brinda el hipertexto o la comunicación
global instantánea con individuos o grupos de discusión
que se encuentran distantes, potencialmente dispersos por todo el
planeta. Para eso sí que habría que utilizar esos
avances tecnológicos. Pero tendrá que seguir siendo
una responsabilidad de las personas (profesores, estudiantes, investigadores,
políticos, escritores) educar a los demás en aquellas
habilidades básicas que nos hacen mejores seres humanos,
más capaces de entender al mundo, de tratar de explicarlo
y comprenderlo, de participar solidariamente en la sociedad, de
dar sustento ético a nuestras actividades diarias, de vivir
plenamente como personas, como ciudadanos y como individuos.
Ya muchos teóricos de nuestro
tiempo han alertado sobre el alto contenido alienador de los inventos
ligados a la difusión de información. Pero también
es cierto que muchos de ellos han defendido el buen uso de ellos.
Es decir, que la simple utilización de estas tecnologías
de información no brinda automáticamente mejor calidad
a los procesos educativos o civilizatorios, antes bien deberíamos
tener cuidado con su uso o, dicho de otra forma, hacer un uso crítico
y constructivo de esa tecnología.
¿Es posible aportar mejor
ejemplo de alineación que una persona viendo televisión
varias horas a la semana mientras la vida y su intensidad pasan
a su lado (y se van de lado)? ¿O alguien que mata su tiempo
frente a un soso, absorbente y poco formativo juego de video mirando
su computadora portátil? ¿O la imagen de aquel ser
humano que busca amistad, comprensión o pasión a través
de la internet mientras a su alrededor van y vienen las personas?
En el siglo pasado, José
Ortega y Gasset, criticando al hombre masa decía de él,
entre otras cosas, que es aquel que utiliza las grandes creaciones
de la civilización pero despojándolas de su espíritu2.
No es imposible que detrás de un diestro usuario de la más
avanzada tecnología encontremos a un nuevo portador de la
barbarie, o bien a alguien que sólo utiliza estos avances
para adormecer su conciencia. El peligro radica pues en caer en
el engaño de creer que la mayor tecnologización va
a dar como resultado necesario una mayor calidad en la formación
de las personas y en la creación de un mundo más habitable.
La tecnología, y dentro de
ella la ligada a la información y a la comunicación,
debe ser un medio y no un fin en sí misma. ¿Debe sacrificarse
por ejemplo la agudeza visual de un ser humano a cambio de estar
horas y horas pendiente de una pantalla? ¿O sacrificar el
bienestar físico general de un alumno, un profesor o un funcionario
debido al hecho de tomar como una unidad de medida de buen desempeño
el estar sentado frente a una computadora o un monitor? Muchas de
la tareas así realizadas, y así medidas, pueden realizarse
utilizando con mayor racionalidad estos medios, lo que llevaría
no necesariamente a prescindir de ellos sino a disminuir su uso
desmedido y acrítico. La tendencia que habrá de revertir
es la expresada metafóricamente en la idea de que el ser
humano sea utilizado como una pila que da vida a las máquinas.
Al mismo tiempo, estas tecnologías
deben constituirse en un medio para construir una sociedad democrática,
con personas física y mentalmente sanas y equilibradas, con
un pensamiento crítico, tolerante, dispuestas a intercambiar
puntos de vista; una sociedad en que las personas sean lo más
importante. Una sociedad en donde los estándares a cumplir
sean los relativos al bienestar, al conocimiento y al mejoramiento
integral de las personas, y no aquellos que miden el simple uso
de los aparatos o el tiempo que uno se mantiene atento a una pantalla.
Esto último sin duda puede convertirse en un control totalitario,
posible gracias al discurso de la calidad, la productividad y la
eficiencia.
Tecnológicamente es posible
medir el uso de los aparatos, pero lo que no se puede medir es la
finalidad y la calidad de este uso. Y puede comenzarse por medir
la cantidad (de horas frente al monitor, de consultas, de entradas,
de mensajes intercambiados) para terminar por tratar de medir la
naturaleza de estos mensajes, las intenciones y los pensamientos.
La imagen orwelliana de "la policía del pensamiento"
ya no resultaría tan remota en estos casos.
Por mi parte, doy la bienvenida
al uso civilizado, razonado y apasionado de estos inventos y nuevas
tecnologías, sin las cuales este texto que escribo aquí
con la esperanza de que sea leído no podría ser descifrado
por alguna de esas mentes humanas que se dan cita en este espacio.
Claro que preferiría mirar los ojos de ese lector atento
y estar ahí para apreciar sus acuerdos y desacuerdos, poder
intercambiar puntos de vista y buscar argumentos que pudiera enfrentar
a los suyos; terminar incluso en el reconocimiento de sus ideas
y en la corrección de las mías. Poder mirar a un potencial
buen amigo o a un enemigo: una persona, en fin, que no se dé
por supuesta o a la cual se postergue en el nombre del progreso,
de la modernidad o de la búsqueda simple de un mayor rendimiento
económico.
Gerardo
Blas Segura
Profesor del Departamento de
Estudios Sociales y Relaciones Internacionales del Tecnológico
de Monterrey, Campus Estado de México, México. |