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la invención de hugo: cariño por el cine

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Por Walter Islas Barajas

 

 

Fecha de publicación: 6 de marzo de 2012

Comienza el tercer mes de 2012. A estas alturas del año, ya se han realizado algunas entregas de reconocimientos a lo mejor del cine, de acuerdo con los criterios de integrantes de academias dedicadas a las artes y ciencias cinematográficas de países como España, Reino Unido y Estados Unidos de América.

Aunque ha habido un denominador casi común en los gustos y preferencias de quienes se encargan de otorgar los premios Goya, BAFTA y Academy (mejor conocidos como Oscars), respectivamente, de modo que han galardonado a la película francesa/muda/en-blanco-y-negro El artista, la cual habrá que revisar para entender las razones por las que ha encantado a expertos en varias zonas del mundo, en este Contenedor quiero comentar otro filme que vale la pena ver, en mi opinión, por las razones que procuraré registrar. Se trata de La invención de Hugo, del cineasta estadounidense de origen italiano Martin Scorsese.

Ganadora de dos BAFTA, por Mejor diseño de producción y por Mejor sonido; de cinco premios Oscar, por Mejor dirección de arte, Mejor cinematografía, Mejor edición de sonido, Mejor mezcla de sonido y Mejores efectos visuales, Hugo –su título original– es un relato audiovisual sumamente rico en matices, en composición de imágenes, en magia para los ojos, y no creo exagerar.

La labor destacada del cincuentón Robert Richardson detrás de la cámara, es sin duda cercana, cálida, dinámica, plena de movimientos con grúa, con dolly; una actividad que incluye planos secuencia seguramente conseguidos no solo gracias a la steady-cam sino también a estupendos trabajos con fotografía virtual que en verdad asombran por su excelente ejecución.

Si a ese logrado recurso técnico se agrega la destacada actividad del área de efectos visuales de La invención de Hugo (a cargo de Robert Legato, Joss Williams, Ben Grossmann y Alex Henning), los resultados son notables: poder admirar diversos ángulos de una estación de tren en la capital francesa de los años 1930 –pasillos, taquillas, relojes, restaurantes, tiendas--, diferentes zonas de París –calles, paisajes, entrañas de edificios, cementerios, casas—es algo realmente disfrutable.

Por su parte, la dirección de arte que han creado Francesca Lo Schiavo y Dante Ferreti –usual colaborador de Scorsese, en cintas como La edad de la inocencia, Kundun, Pandillas de Nueva York, El aviador y La isla siniestra– complementa de un modo apropiado lo que como espectadores podemos ver en pantalla: decorados sumamente cuidados, y que se aprecian mejor gracias a la tecnología en 3D en la que el director ha incursionado por primera vez (hasta donde sé).

Hugo Cabret es un niño fascinado por la tecnología, lo mismo de mecanismos de relojería que de un autómata mecánico con el que trabajaba junto a su fallecido padre. Hugo cuida a toda costa dicho autómata y atesora una libreta con esquemas que le servirían para repararlo. Sin embargo, roba algunas cosas de una tienda de la estación de tren en la que vive y trabaja (suplantando al ebrio tío, encargado de ajustar los relojes). Georges, el anciano que es dueño de esa tienda, lo sorprende y lo castiga, quitándole su preciada libreta.

El referido anciano es Georges Méliès, un pionero en la creación cinematográfica que se ha desilusionado de su arte y su obra, pues tras la gran guerra, la Primera guerra mundial, su estudio quebró y sus cintas fueron vendidas para ser quemadas y luego aprovechar los químicos para fabricar tacones de zapatos. Pero es precisamente el encuentro del anciano con el chavito relojero el que les cambiará la vida a los dos. En suma: esta obra de Scorsese deja un grato sabor en los ojos y en la emoción de quien la admira, por su declaración de cariño al viejo cineasta francés, por su cuidado audiovisual, por su capacidad de encantar al espectador con un relato azul, luminoso, emocionante, por la recreación del Viaje a la luna de Méliès, por recordar que los sueños pueden armarse en un ingenioso estudio de cristal y captarse en película flamable y frágil.

 

Walter Islas Barajas

Comunicólogo egresado del Tecnológico de Monterrey (ITESM), Campus Estado de México. Editor en el despacho Colofón, diseño y comunicación -especializado en diseño editorial y comunicación organizacional-. Ha colaborado como reseñista de álbumes de rock en El Financiero y como reseñista de álbumes de jazz en el suplemento El Ángel (de Reforma). Ha publicado el poemario Lloran los ríos (Ed. Praxis), y publicado un cuento en la antología Entre gozos y rebozos. Nostalgias del campo (Palabras y Plumas Editores).


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