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JUEGO DE OJOS
¡Ay, quÉ tiempos aquellos…!
Por Miguel Ángel Sánchez de Armas
En
México, la utilización de medios audiovisuales de comunicación masiva para la movilización
social tiene sus raíces en la Colonia, cuando la entonces novísima tecnología
de la imprenta de tipos móviles, el no tan nuevo teatro y la música, fueron
aplicados a la evangelización de los territorios conquistados. Durante la
Independencia y la Reforma hay un uso estratégico de la propaganda con fines
proselitistas. Las facciones en lucha echaron mano de los impresos
–periódicos, folletos, hojas volanderas- para propalar sus ideas,
convocar a sus adeptos y denunciar a sus enemigos: el 20 de diciembre de 1810
–tres meses después de su levantamiento-, Miguel Hidalgo funda El
despertador americano como vehículo de las proclamas, exhortos, denuncias y
llamados a las armas del movimiento. Los realistas responden en especie y en
1811 establecen El telégrafo de Guadalajara como órgano de contra propaganda.
Abundan las publicaciones lanzadas por
ambos bandos para legitimar su propia posición y denostar la del contrario. El
fenómeno va a ser constante a lo largo del convulsionado siglo XIX mexicano,
con vehículos de propagada como el Diario político militar mejicano de
Fernández de Lizardi o el Monitor constitucional de Vicente García Torres. Durante el Porfiriato el Estado
recurre a medidas legales y políticas tanto para favorecer y alinear a la
prensa amiga, como para perseguir y neutralizar a las publicaciones de
oposición.
Durante el Segundo
Imperio y la Reforma, Porfirio Díaz alentó y financió a diversos periódicos de
oposición. Pero una vez en el poder se encontró con un periodismo adverso tan vigilante
y combativo, que en palabras de don Daniel Cosío Villegas, “el gobierno estaba
sujeto a un escrutinio inverosímil por su pertinencia y penetración. Su
autoridad fue, en el mejor de los casos, una autoridad discutida. [El régimen]
debía gastar mucha de su energía y de su tiempo, y algo de sus recursos, en
defenderse y en atacar. Su acción y pensamiento se concentraban en la riña
política del día, descuidando la acción administrativa. Esa fue la fuente del
desprecio profundo de Porfirio Díaz por la palabra y por la pluma”.
Naturalmente, Díaz
no escatimó esfuerzos para domesticar a la prensa, a la que asignó como función
colaborar con el gobierno en su labor de regeneración y alejar del pueblo las ideas
revolucionarias. Durante el Porfiriato, poco a poco se crea una prensa
burocratizada, alimentada por toda suerte de canonjías, que apoya sin ambages la
política oficial, proclama la paz y reprueba las tendencias oposicionistas, en
tanto que la prensa de combate, “jacobina” o “metafísica”, es repudiada como
regresiva y obstruccionista: prebendas y dinero para los periodistas afines, cárcel,
persecución o “muerte en caliente” para los contestatarios.
Desde la ideología
oficial, la palabra escrita debía insertar en las masas la idea de que la paz y
el progreso eran valores supremos alcanzables sólo bajo la tutela del gobierno.
Para ello el régimen se ocupó en seducir y adular a periodistas y editores
simpatizantes, mientras que además de la fuerza, creó instrumentos jurídicos
que le permitieran silenciar a los opositores. Desde el inicio de la dictadura se
reforman los artículos 6º y 7º de la Constitución para que fueran los
tribunales del orden común los que juzgaran los delitos de prensa. Además de
sanciones con multas y cárcel, se recupera la disposición de que la imprenta
pueda ser declarada como instrumento de delito y cómplices los operarios de los
talleres. Este rigorismo tuvo efectos inmediatos. En 1883 la república contaba
con cerca de 300 periódicos. En 1891 se habían reducido a 200. Sólo en el D.F.,
Veracruz, Tamaulipas, Yucatán, San Luis Potosí, Jalisco, Puebla, Sinaloa y
Chihuahua, había periódicos diarios.
Una política
semejante se aplicó al sector ilustrado, el más proclive a la crítica. Francisco
Bulnes notó que “al restaurarse la República, sólo el 12% de los intelectuales
dependía del gobierno. Diez años más tarde aumentó al 16%. Antes de la caída de
Díaz, un 70% vive del presupuesto”. Javier Garcíadiego recuerda que “Díaz había logrado la despolitización de la
sociedad mexicana. Sin embargo, la aparición de un grupo que a principios de
siglo exigió la aplicación de los preceptos liberales, los efectos divisivos de
la restauración de la vicepresidencia, las represiones a los obreros de Cananea
y Río Blanco, la crisis económica de 1907, la entrevista al periodista
Creelman, las ríspidas contiendas electorales de 1909 y el propio
envejecimiento de Díaz, que hacía indefectible la competencia sucesoria,
provocaron la repolitización de buena parte de los mexicanos, condición que
facilitó la labor animadora de Madero”.
Los actores de la
Revolución de 1910 comprendieron el valor estratégico del uso de los medios con
fines de propaganda. Francisco I. Madero recurrió a la letra impresa para
agitar a favor de la causa anti reeleccionista, y una vez en la Presidencia fue
blanco de feroces campañas orquestadas a través de la prensa porfirista a la
que el Apóstol se había negado a censurar. Francisco Villa dio facilidades para
el uso del recién descubierto cinematógrafo en sus campañas y además cobró por
ello. Venustiano Carranza operaba un aparato de propaganda extendido y complejo.
Obregón gustaba de mantener una relación personal con los periodistas y
escribía en los diarios de la época. Lázaro Cárdenas echó los cimientos para el
sutil control oficial de los medios que sigue vigente en nuestros días…
En las películas de Joaquín Pardavé los
personajes frecuentemente suspiran por “aquellos tiempos mejores”. Hoy tal vez
sean los políticos, los asesores, los ingenieros sociales y los jefes de los
grandes consorcios de comunicación, quienes se duelan: “¡Ay, qué tiempos
aquellos, señor don Simón!”
Miguel Ángel Sanchez de Armas
Profesor - investigador en el Departamento de Ciencias de la Comunicación de la UPAEP Puebla.
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