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Por Marina González
Número
53
En
muchas ocasiones se piensa en la ética
como en una reflexión filosófica
en torno a los derechos y los deberes de las
personas, y se enfoca dicha reflexión
en le debate sobre lo acontecido. Sin embargo,
creo que la reflexión sobre lo acontecido
es sólo un primer paso en el camino de
la plena vocación de la ética,
que es su mirada hacia el futuro. Para apoyar
mi exposición retomaré las sugerentes
propuestas del pensador francés Paul Ricoeur.
Hermeneuta que centró su filosofía
en tres ámbitos relacionados con la memoria:
la historia, la literatura y la antropología.
Relacionados pero también distintos entre
sí, en ellos Ricoeur encontró la
entrada a la preocupación que fue ocupando
el recuento de su vida como filósofo:
la preocupación por la ética. En
este recorrido, superando las concepciones prescriptitas
y normativas de la ética, propone una
concepción más constructiva en
la siguiente definición:
La ética
es el anhelo de vivir bien con y por los otros
en instituciones justas.
El anhelo de
vivir bien de Ricoeur invita a la invención
de la propia vida. La ética vista como
código de conducta se olvida del hecho
de la libertad constitucional del ser humano.
Para Ricoeur, la ética debe estar orientada
prioritariamente hacia el futuro, hacia la toma
de decisión en libertad de cada individuo
concreto que va creando su propia vida. En esta
perspectiva, cuando recuerdo mi vida y la comunico
a otro, la narro. Contemplo y valoro mi vida
al hacer el relato de ella y encontrar un hilo
de sentido suficientemente autosatisfactorio,
entonces digo que viví bien. Es decir,
la comprendo y me apropio de la narración
como de mí vida. Finalmente, cuando llevo
a cabo el recuento de mi memoria, lo que hago
es decir quién he sido, quién estoy
siendo, es decir, produzco mi identidad narrativa.
Entonces, la memoria es el sedimento de lo que
hemos sido, de lo que somos, pero también
de lo que seremos.
Podemos hablar
de tres dimensiones de la memoria: la memoria
de la historia que forja identidades culturales
e instituciones; la memoria de la literatura
que nos permite recrear el pasado histórico
como presente vivido, pero también nos
provee de imaginación para proyectarnos
hacia el futuro; y finalmente, la memoria de
la identidad narrativa que nos da la posibilidad
de apropiarnos de nosotros mismos al hacer la
narración de nuestra vida que es un texto
abierto cuyo personaje principal (yo) a penas
se está construyendo a sí mismo
mediante sus acciones y reconociendo su identidad
a través de apoderarse de sí en
el discurso de su identidad narrativa.
Antes de iniciar
el recorrido que va de la memoria histórica,
pasando por la memoria literaria hasta la memoria
de la identidad narrativa, es necesario retomar
otra idea que nos sugiere Ricoeur en torno al
auto conocimiento y que plasma en su Hermenéutica.
Dice Ricoeur: debido a la serie de mecanismos
que subconsciente y conscientemente se ponen
en movimiento cuando hablamos o pensamos sobre
nosotros mismos, parece que no podemos acceder
al auto conocimiento de manera directa sino solo
por el camino largo de la interpretación.
Por ello, para conocerte –dice Ricoeur-
no mires hacia dentro de ti como propuso Sócrates,
mira hacia fuera, hacia los productos que has
creado, en ellos inconscientemente proyectas
más de ti que lo que crees saber conscientemente.
Para explicar esto utiliza la figura de un faro
como instrumento de conocimiento. Si dirigimos
la luz del faro hacia nosotros para intentar
vernos, ésta es tan brillante que nos
ciega. Para lograr conocernos es necesario proyectarla
hacia fuera, hacia los objetos que hemos producido
y que están a nuestro alrededor. Al verlos
podemos apreciar lo que hemos proyectado de nosotros
mismos en ellos y en esa proyección, conocernos.
Pero qué objetos hemos creado: entre otros
hemos creado textos, textos científicos,
textos históricos, textos artísticos
y entre ellos, textos literarios, etcétera.
Podemos decir que los textos funcionan como espejos,
como entrar en una casa de espejos y poder ver
simultáneamente la proyección que
se crea en el espejo y que no somos nosotros,
pero al mismo tiempo y a través de ella,
podemos interpretar algo de nosotros mismos que
sin el espejo no veríamos pero que sólo
vemos de manera indirecta.
A partir de
este marco teórico revisemos nuestras
memorias, no sin antes advertir que la reflexión
sobre las diversas memorias es inevitablemente
basta y compleja y que aquí sólo
se apuntará algunas aristas sugerentes:
La
memoria de la historia
Los textos
históricos son objetos que hemos creado
y que no sólo hablan de nuestros actos
pasados sino de cómo pensábamos
y nos concebíamos en un determinado tiempo
en el que los hemos producido; sin olvidar, siguiendo
la metáfora de los espejos, que también
hablan de nosotros en el momento en que los leemos
porque cuando leemos, también nos leemos.
Por tanto, hablan de nuestra auto percepción
y de nuestra posibilidad de auto construirnos.
En esta dimensión encontramos la memoria
necesaria que nos lleva a su registro en los
textos históricos. La relevancia del texto
histórico es que se articula en el ámbito
de lo social y es el cimiento de nuestras instituciones,
por ello la necesidad de la memoria y del recuerdo
histórico.
Si bien es cierto
que tendríamos que distinguir entre niveles
de discurso histórico y hablar por un
lado de un discurso divulgativo cuyo objetivo
es la construcción de identidades nacionales
y en el que se evidencia más un sustrato
político-ideológico; y por otro
lado del discurso del profesional de la historia
que pretendería una mayor objetividad
en la narración; sin embargo, ambos niveles
no pueden substraerse de una intencionalidad
política que trastoca sus sentidos.
Sin embargo
y para trascender esta influencia de la intencionalidad
política, recordemos que el discurso de
los textos históricos es él mismo
también un producto histórico que
proyecta lo que hemos sido más de lo que
aparenta y quisiera. En este sentido podremos
decir que la forma de hacer narración
histórica ha privilegiado una concepción
de la temporalidad causal y progresiva que opaca
otro tipo de temporalidades o de formas de articular
discursos también inherentes a la condición
humana que debemos rescatar. Entendida la temporalidad
como la percepción subjetiva del tiempo
y por tanto de la memoria.
Para rescatar
otras formas de temporalidad tendríamos
que emprender el camino largo de la interpretación
para el conocimiento de nosotros mismos, que
propone Ricoeur, no el camino corto del conocimiento
directo de lo que hemos sido. Es decir debemos
reconocer la importancia y necesidad de enseñar
historia pero no conformarnos con enseñar
el contenido de ésta, sino hacer y enseñar
a hacer historiografía, es decir, debemos
ejercitar la habilidad de interpretar las formas
en las que hacemos narración histórica,
pues si el discurso histórico es el cimiento
de nuestra identidad nacional, de la forma en
como se articula éste dependerá
la construcción que se va conformando
de esta identidad: una construcción vinculativa,
solidaria o una construcción excluyente,
maniquea sólo por nombrar algunas formas
del discurso.
La
memoria de la literatura
Por
otra parte el texto literario nos da un tipo
distinto de registro de la memoria: nos permite
vivenciar el pasado histórico como presente
vivido en lo concreto, es decir, como personaje
actante de la historia. El lector que se adentra
a una novela tiene la posibilidad de duplicar
su existencia, ya no es el oficinista aburrido
y cansado de la rutina cotidiana, por medio de
la lectura es Moctezuma en Tenochtitlan, Maximiliano
en Querétaro, López Portillo en
el Golfo, sólo por poner algunos ejemplos
nacionales.
Pero el texto
narrativo no es sólo una historia, es
también la forma de narrar esa historia,
de tal suerte que tenemos diversas formas de
narrar un mismo hecho y por tanto de interpretarlo
y de vivirlo. Por ello quizá lo más
importante es que el texto narrativo nos provee
de la habilidad de la imaginación para
pensar otras perspectivas o formas de ser en
el mundo distintas a la nuestra, así mismo
nos permite formular muevas concepciones proyectadas
hacia el futuro. En el texto literario se fusionan
memoria e imaginación= pasado y futuro.
Retomemos la
propuesta de Ricoeur: para conocernos a nosotros
mismos no miremos hacia dentro, miremos hacia
fuera, hacia los productos que hemos creado,
en ellos inconscientemente proyectamos más
de nosotros que lo que creemos saber conscientemente
o nos atrevemos a creer. La literatura, como
producto humano nos habla de lo que somos, pero
no debemos irnos por el camino corto sino por
el de la interpretación hermenéutica
de los símbolos y de la forma de articular
esos símbolos.
En ocasiones
se dice que el texto literario es un texto de
ficción, por lo tanto no es verdadero
e incluso hasta se le tilda de evasivo. Opinión
que podemos escuchar aún entre los estudiosos
de la filosofía y las ciencias sociales.
Es cierto que a la literatura se le han adjudicado
diversas funciones, tales como su función
evasiva o también catártica, sin
embargo, resaltaremos aquí su función
lúdica y la validez y riqueza de ésta.
La literatura es un juego y un juguete y junto
con otros mecanismos similares logra varios efectos
que permiten al lector abrirse hacia el futuro,
hacia la imaginación necesaria para construir
la propia identidad. El juego y el juguete –la
literatura- poseen funciones fundamentales en
la socialización de las personas: El juego
1) es un modelo de representación del
mundo y por lo tanto de comprensión no
lejano a los modelos que nos ofrece la filosofía,
la sociología y la psicología.
Como ya mencionamos el texto literario no es
sólo la anécdota que éste
relata sino –y a veces lo significativo-
la forma en que es relatada. Conocer y manejar
diversos modelos de comprensión del mundo
nos permiten una mayor y más plena relación
con el mismo. 2) El juego y el juguete exigen
la asunción de ciertos roles jerárquicos
en ocasiones simultáneos lo que nos prevé
de empatía y reconocimiento del lugar
de cada quién. 3) El juego y el juguete
requieren turnos, no todos los jugadores pueden
accionar al mismo tiempo. Estas dos funciones
nos permiten reconocer la necesidad del otro
incluso para el propio beneficio, es decir no
hay juego sin el otro, ni sin el reconocimiento
y respeto de su turno. 4) El juego o el juguete
nos permiten ser otro que no somos, por unas
horas ser rey, súbdito, banquero, turista,
industrial, ladrón, y un sin fin de personajes
más. A lo lardo de todas y cada una de
estas funciones, a través de jugar el
juego aprendemos a participar en el ámbito
de lo social. La literatura como juego y juguete
ya no es algo ajeno al mundo, a la vida pública,
a la praxis sino un medio de conocimiento e interacción
con ella. Y finalmente 5) el juego y el juguete
retoman la experiencia vivida pero proyectada
hacia el juego presente. El juego siempre se
juega en el presente, podemos recordar la historia
pero la jugada sólo se da en el presente
e inaugura un nuevo futuro. En el texto literario
el lector cuenta con un horizonte de comprensión
pero la lectura sólo se da en el presente,
proyectada cada vez a un nuevo abanico de interpretaciones.
Entonces, en
la conjunción entre memoria histórica
y memoria literaria podemos encontrar la fórmula
para la construcción de ese anhelo de
vivir bien con y por los otros en instituciones
justas, que es el contenido de la identidad narrativa
deseada y que consiste en recordar para olvidar,
pero olvidar para crear; pues nadie que esté
conforme con su condición hará
reflexión ética. Y nadie está
conforme, pues anhelar una vida mejor es parte
inherente de la constitución humana.
Con todo lo
dicho podemos mostrar la posibilidad de reconstruir
el pasado histórico y literario, racional
y catártico, para olvidarle y con ello
trascenderle para crear otros futuros mejores.
Pero recordar para olvidar en cualquier sentido:
olvidar los agravios que obstaculizan la convivencia,
pero también olvidar los triunfos que
nos paralizan en glorias pasadas.
La
memoria de la identidad narrativa
Pasemos
ahora a la punta de lanza que orienta el sentido
de la reconstrucción de las memorias anteriores:
la memoria de la identidad narrativa. Después
de todo, el fin de la educación es propiciar
el camino para que el educando construya su propia
identidad.
La propuesta
de identidad de Ricoeur tiene una triple articulación:
identidad como idéntico a sí mismo
(lo que permanece de mí en el tiempo),
identidad como similar a sí mismo (lo
que se modifica de mí en el tiempo) e
identidad como resultado del enfrentamiento de
sí con lo otro. En esta triple articulación
la identidad se da como algo en constante construcción,
en movimiento. Asimismo, como se mencionó,
apoderarse de la identidad de uno es tener la
posibilidad de hacer la narración de la
propia vida en relaciones articuladas a través
de un hilo de sentido. Pero en este caso la identidad
narrativa se diferencia de la narración
de la memoria literaria pues un texto literario,
una novela por ejemplo, presenta un mundo ya
dado, acabado, cerrado en cierto sentido aunque
sea actualizado por el lector. En cambio la narración
de nuestra identidad mientras estemos vivos es
un texto abierto cuyo personaje principal a penas
se está construyendo a sí mismo
a través de sus acciones y reconociéndose
en su identidad a través de apoderarse
de sí en el discurso que hace de su vida.
Hay un dinamismo que no existe en el texto literario.
Y aquí vuelvo a conectar con la propuesta
constructiva de Ricoeur sobre lo que es la ética:
El anhelo de vivir bien con y por los otros
en instituciones justas.
El sustantivo
anhelo no se refiere al juicio sobre lo dado
sino a la esperanza por lo que aún no
es construido. Esperanza de un modo de vida en
el que yo soy personaje principal, pero en el
que para alcanzar la valoración de vivir
bien, requiero de la participación de
otros personajes secundarios, a través
de ellos y por ellos valdrá la pena vivir
en sociedades justas, es decir, en las construcciones
sociales de las que me provee la memoria histórica
y que puedo refundar gracias al uso de la imaginación
del que me ha habilitado la literatura. Pero
además, gracias a las formas más
vanguardistas de la literatura puedo darme cuenta
de que no hay una sola manera de narrar mi vida
y que incluso junto con la forma en como yo la
voy actuando y narrando hay otras narraciones
paralelas con personajes asimismo paralelos a
mí, que quizá fueron personajes
secundarios adyuvantes u oponentes en mí
novela pero para los que yo soy personaje adyuvante
u oponente de su propia novela.
Por último
es necesario aclarar que Ricoeur hace uso de
un concepto basal de instituciones justas. Entiende
por instituciones todas las relaciones que hemos
creado, instituido y pactado entre los individuos
para vivir en convivencia y que sin su cumplimiento
acordado, sería imposible la convivencia
humana. Precisamente en ello radica su justicia,
en ser cumplidas como se ha pactado. Hablemos
por ejemplo de la institución del lenguaje
como relación pactada en la que las palabras
nos vinculan entre sí y tienen un referente
o sentido convenido. Usar con justicia, es decir,
como fue pactado el lenguaje es vivir bajo el
abrigo de su razón de ser, pues de lo
contrario sería imposible la convivencia
y la vida misma. Y así podríamos
hablar de las instituciones económicas,
educativas, políticas, etc.
Concebir la
identidad como narrativa me permite hacerme cargo
de ella, reconocerme, aceptarme, moldearme y
con ello reconocer al otro en su mismidad y en
el papel que ejerce como adyuvante de mi propio
anhelo de vivir bien gracias a él, con
él, y por él en un mundo relacional
de instituciones justas en el que haya cabida
para ello. Y así, recordar para olvidar,
olvidar para crear.
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___________ . Finitud y Culpabilidad.
Editorial Taurus. Madrid, 1982.
___________.
Amor y justicia. Caparrós editores.
Con la colaboración del Instituto Emmanuel
Mounier. Colección Esprit. 5. Traducción
de Tomás Domingo Moratalla. Madrid, 1993.
Dra.
Marina González Martínez
Profesora del Departamento de Estudios Sociales
y Relaciones Internacionales, Tec
de Monterrey Campus Estado de México,
México. |