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2006

 

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Filosofía, Cultura y Sociedad

Recordar para Olvidar, Olvidar para Crear.
Reflexiones en torno a la ética, la educación y la memoria

 

Por Marina González
Número 53

En muchas ocasiones se piensa en la ética como en una reflexión filosófica en torno a los derechos y los deberes de las personas, y se enfoca dicha reflexión en le debate sobre lo acontecido. Sin embargo, creo que la reflexión sobre lo acontecido es sólo un primer paso en el camino de la plena vocación de la ética, que es su mirada hacia el futuro. Para apoyar mi exposición retomaré las sugerentes propuestas del pensador francés Paul Ricoeur. Hermeneuta que centró su filosofía en tres ámbitos relacionados con la memoria: la historia, la literatura y la antropología. Relacionados pero también distintos entre sí, en ellos Ricoeur encontró la entrada a la preocupación que fue ocupando el recuento de su vida como filósofo: la preocupación por la ética. En este recorrido, superando las concepciones prescriptitas y normativas de la ética, propone una concepción más constructiva en la siguiente definición:

La ética es el anhelo de vivir bien con y por los otros en instituciones justas.

El anhelo de vivir bien de Ricoeur invita a la invención de la propia vida. La ética vista como código de conducta se olvida del hecho de la libertad constitucional del ser humano. Para Ricoeur, la ética debe estar orientada prioritariamente hacia el futuro, hacia la toma de decisión en libertad de cada individuo concreto que va creando su propia vida. En esta perspectiva, cuando recuerdo mi vida y la comunico a otro, la narro. Contemplo y valoro mi vida al hacer el relato de ella y encontrar un hilo de sentido suficientemente autosatisfactorio, entonces digo que viví bien. Es decir, la comprendo y me apropio de la narración como de mí vida. Finalmente, cuando llevo a cabo el recuento de mi memoria, lo que hago es decir quién he sido, quién estoy siendo, es decir, produzco mi identidad narrativa. Entonces, la memoria es el sedimento de lo que hemos sido, de lo que somos, pero también de lo que seremos.

Podemos hablar de tres dimensiones de la memoria: la memoria de la historia que forja identidades culturales e instituciones; la memoria de la literatura que nos permite recrear el pasado histórico como presente vivido, pero también nos provee de imaginación para proyectarnos hacia el futuro; y finalmente, la memoria de la identidad narrativa que nos da la posibilidad de apropiarnos de nosotros mismos al hacer la narración de nuestra vida que es un texto abierto cuyo personaje principal (yo) a penas se está construyendo a sí mismo mediante sus acciones y reconociendo su identidad a través de apoderarse de sí en el discurso de su identidad narrativa.

Antes de iniciar el recorrido que va de la memoria histórica, pasando por la memoria literaria hasta la memoria de la identidad narrativa, es necesario retomar otra idea que nos sugiere Ricoeur en torno al auto conocimiento y que plasma en su Hermenéutica. Dice Ricoeur: debido a la serie de mecanismos que subconsciente y conscientemente se ponen en movimiento cuando hablamos o pensamos sobre nosotros mismos, parece que no podemos acceder al auto conocimiento de manera directa sino solo por el camino largo de la interpretación. Por ello, para conocerte –dice Ricoeur- no mires hacia dentro de ti como propuso Sócrates, mira hacia fuera, hacia los productos que has creado, en ellos inconscientemente proyectas más de ti que lo que crees saber conscientemente. Para explicar esto utiliza la figura de un faro como instrumento de conocimiento. Si dirigimos la luz del faro hacia nosotros para intentar vernos, ésta es tan brillante que nos ciega. Para lograr conocernos es necesario proyectarla hacia fuera, hacia los objetos que hemos producido y que están a nuestro alrededor. Al verlos podemos apreciar lo que hemos proyectado de nosotros mismos en ellos y en esa proyección, conocernos. Pero qué objetos hemos creado: entre otros hemos creado textos, textos científicos, textos históricos, textos artísticos y entre ellos, textos literarios, etcétera. Podemos decir que los textos funcionan como espejos, como entrar en una casa de espejos y poder ver simultáneamente la proyección que se crea en el espejo y que no somos nosotros, pero al mismo tiempo y a través de ella, podemos interpretar algo de nosotros mismos que sin el espejo no veríamos pero que sólo vemos de manera indirecta.

A partir de este marco teórico revisemos nuestras memorias, no sin antes advertir que la reflexión sobre las diversas memorias es inevitablemente basta y compleja y que aquí sólo se apuntará algunas aristas sugerentes:

La memoria de la historia
Los textos históricos son objetos que hemos creado y que no sólo hablan de nuestros actos pasados sino de cómo pensábamos y nos concebíamos en un determinado tiempo en el que los hemos producido; sin olvidar, siguiendo la metáfora de los espejos, que también hablan de nosotros en el momento en que los leemos porque cuando leemos, también nos leemos. Por tanto, hablan de nuestra auto percepción y de nuestra posibilidad de auto construirnos. En esta dimensión encontramos la memoria necesaria que nos lleva a su registro en los textos históricos. La relevancia del texto histórico es que se articula en el ámbito de lo social y es el cimiento de nuestras instituciones, por ello la necesidad de la memoria y del recuerdo histórico.

Si bien es cierto que tendríamos que distinguir entre niveles de discurso histórico y hablar por un lado de un discurso divulgativo cuyo objetivo es la construcción de identidades nacionales y en el que se evidencia más un sustrato político-ideológico; y por otro lado del discurso del profesional de la historia que pretendería una mayor objetividad en la narración; sin embargo, ambos niveles no pueden substraerse de una intencionalidad política que trastoca sus sentidos.

Sin embargo y para trascender esta influencia de la intencionalidad política, recordemos que el discurso de los textos históricos es él mismo también un producto histórico que proyecta lo que hemos sido más de lo que aparenta y quisiera. En este sentido podremos decir que la forma de hacer narración histórica ha privilegiado una concepción de la temporalidad causal y progresiva que opaca otro tipo de temporalidades o de formas de articular discursos también inherentes a la condición humana que debemos rescatar. Entendida la temporalidad como la percepción subjetiva del tiempo y por tanto de la memoria.

Para rescatar otras formas de temporalidad tendríamos que emprender el camino largo de la interpretación para el conocimiento de nosotros mismos, que propone Ricoeur, no el camino corto del conocimiento directo de lo que hemos sido. Es decir debemos reconocer la importancia y necesidad de enseñar historia pero no conformarnos con enseñar el contenido de ésta, sino hacer y enseñar a hacer historiografía, es decir, debemos ejercitar la habilidad de interpretar las formas en las que hacemos narración histórica, pues si el discurso histórico es el cimiento de nuestra identidad nacional, de la forma en como se articula éste dependerá la construcción que se va conformando de esta identidad: una construcción vinculativa, solidaria o una construcción excluyente, maniquea sólo por nombrar algunas formas del discurso.

La memoria de la literatura
Por otra parte el texto literario nos da un tipo distinto de registro de la memoria: nos permite vivenciar el pasado histórico como presente vivido en lo concreto, es decir, como personaje actante de la historia. El lector que se adentra a una novela tiene la posibilidad de duplicar su existencia, ya no es el oficinista aburrido y cansado de la rutina cotidiana, por medio de la lectura es Moctezuma en Tenochtitlan, Maximiliano en Querétaro, López Portillo en el Golfo, sólo por poner algunos ejemplos nacionales.

Pero el texto narrativo no es sólo una historia, es también la forma de narrar esa historia, de tal suerte que tenemos diversas formas de narrar un mismo hecho y por tanto de interpretarlo y de vivirlo. Por ello quizá lo más importante es que el texto narrativo nos provee de la habilidad de la imaginación para pensar otras perspectivas o formas de ser en el mundo distintas a la nuestra, así mismo nos permite formular muevas concepciones proyectadas hacia el futuro. En el texto literario se fusionan memoria e imaginación= pasado y futuro.

Retomemos la propuesta de Ricoeur: para conocernos a nosotros mismos no miremos hacia dentro, miremos hacia fuera, hacia los productos que hemos creado, en ellos inconscientemente proyectamos más de nosotros que lo que creemos saber conscientemente o nos atrevemos a creer. La literatura, como producto humano nos habla de lo que somos, pero no debemos irnos por el camino corto sino por el de la interpretación hermenéutica de los símbolos y de la forma de articular esos símbolos.

En ocasiones se dice que el texto literario es un texto de ficción, por lo tanto no es verdadero e incluso hasta se le tilda de evasivo. Opinión que podemos escuchar aún entre los estudiosos de la filosofía y las ciencias sociales. Es cierto que a la literatura se le han adjudicado diversas funciones, tales como su función evasiva o también catártica, sin embargo, resaltaremos aquí su función lúdica y la validez y riqueza de ésta. La literatura es un juego y un juguete y junto con otros mecanismos similares logra varios efectos que permiten al lector abrirse hacia el futuro, hacia la imaginación necesaria para construir la propia identidad. El juego y el juguete –la literatura- poseen funciones fundamentales en la socialización de las personas: El juego 1) es un modelo de representación del mundo y por lo tanto de comprensión no lejano a los modelos que nos ofrece la filosofía, la sociología y la psicología. Como ya mencionamos el texto literario no es sólo la anécdota que éste relata sino –y a veces lo significativo- la forma en que es relatada. Conocer y manejar diversos modelos de comprensión del mundo nos permiten una mayor y más plena relación con el mismo. 2) El juego y el juguete exigen la asunción de ciertos roles jerárquicos en ocasiones simultáneos lo que nos prevé de empatía y reconocimiento del lugar de cada quién. 3) El juego y el juguete requieren turnos, no todos los jugadores pueden accionar al mismo tiempo. Estas dos funciones nos permiten reconocer la necesidad del otro incluso para el propio beneficio, es decir no hay juego sin el otro, ni sin el reconocimiento y respeto de su turno. 4) El juego o el juguete nos permiten ser otro que no somos, por unas horas ser rey, súbdito, banquero, turista, industrial, ladrón, y un sin fin de personajes más. A lo lardo de todas y cada una de estas funciones, a través de jugar el juego aprendemos a participar en el ámbito de lo social. La literatura como juego y juguete ya no es algo ajeno al mundo, a la vida pública, a la praxis sino un medio de conocimiento e interacción con ella. Y finalmente 5) el juego y el juguete retoman la experiencia vivida pero proyectada hacia el juego presente. El juego siempre se juega en el presente, podemos recordar la historia pero la jugada sólo se da en el presente e inaugura un nuevo futuro. En el texto literario el lector cuenta con un horizonte de comprensión pero la lectura sólo se da en el presente, proyectada cada vez a un nuevo abanico de interpretaciones.

Entonces, en la conjunción entre memoria histórica y memoria literaria podemos encontrar la fórmula para la construcción de ese anhelo de vivir bien con y por los otros en instituciones justas, que es el contenido de la identidad narrativa deseada y que consiste en recordar para olvidar, pero olvidar para crear; pues nadie que esté conforme con su condición hará reflexión ética. Y nadie está conforme, pues anhelar una vida mejor es parte inherente de la constitución humana.

Con todo lo dicho podemos mostrar la posibilidad de reconstruir el pasado histórico y literario, racional y catártico, para olvidarle y con ello trascenderle para crear otros futuros mejores. Pero recordar para olvidar en cualquier sentido: olvidar los agravios que obstaculizan la convivencia, pero también olvidar los triunfos que nos paralizan en glorias pasadas.

La memoria de la identidad narrativa
Pasemos ahora a la punta de lanza que orienta el sentido de la reconstrucción de las memorias anteriores: la memoria de la identidad narrativa. Después de todo, el fin de la educación es propiciar el camino para que el educando construya su propia identidad.

La propuesta de identidad de Ricoeur tiene una triple articulación: identidad como idéntico a sí mismo (lo que permanece de mí en el tiempo), identidad como similar a sí mismo (lo que se modifica de mí en el tiempo) e identidad como resultado del enfrentamiento de sí con lo otro. En esta triple articulación la identidad se da como algo en constante construcción, en movimiento. Asimismo, como se mencionó, apoderarse de la identidad de uno es tener la posibilidad de hacer la narración de la propia vida en relaciones articuladas a través de un hilo de sentido. Pero en este caso la identidad narrativa se diferencia de la narración de la memoria literaria pues un texto literario, una novela por ejemplo, presenta un mundo ya dado, acabado, cerrado en cierto sentido aunque sea actualizado por el lector. En cambio la narración de nuestra identidad mientras estemos vivos es un texto abierto cuyo personaje principal a penas se está construyendo a sí mismo a través de sus acciones y reconociéndose en su identidad a través de apoderarse de sí en el discurso que hace de su vida. Hay un dinamismo que no existe en el texto literario. Y aquí vuelvo a conectar con la propuesta constructiva de Ricoeur sobre lo que es la ética: El anhelo de vivir bien con y por los otros en instituciones justas.

El sustantivo anhelo no se refiere al juicio sobre lo dado sino a la esperanza por lo que aún no es construido. Esperanza de un modo de vida en el que yo soy personaje principal, pero en el que para alcanzar la valoración de vivir bien, requiero de la participación de otros personajes secundarios, a través de ellos y por ellos valdrá la pena vivir en sociedades justas, es decir, en las construcciones sociales de las que me provee la memoria histórica y que puedo refundar gracias al uso de la imaginación del que me ha habilitado la literatura. Pero además, gracias a las formas más vanguardistas de la literatura puedo darme cuenta de que no hay una sola manera de narrar mi vida y que incluso junto con la forma en como yo la voy actuando y narrando hay otras narraciones paralelas con personajes asimismo paralelos a mí, que quizá fueron personajes secundarios adyuvantes u oponentes en mí novela pero para los que yo soy personaje adyuvante u oponente de su propia novela.

Por último es necesario aclarar que Ricoeur hace uso de un concepto basal de instituciones justas. Entiende por instituciones todas las relaciones que hemos creado, instituido y pactado entre los individuos para vivir en convivencia y que sin su cumplimiento acordado, sería imposible la convivencia humana. Precisamente en ello radica su justicia, en ser cumplidas como se ha pactado. Hablemos por ejemplo de la institución del lenguaje como relación pactada en la que las palabras nos vinculan entre sí y tienen un referente o sentido convenido. Usar con justicia, es decir, como fue pactado el lenguaje es vivir bajo el abrigo de su razón de ser, pues de lo contrario sería imposible la convivencia y la vida misma. Y así podríamos hablar de las instituciones económicas, educativas, políticas, etc.

Concebir la identidad como narrativa me permite hacerme cargo de ella, reconocerme, aceptarme, moldearme y con ello reconocer al otro en su mismidad y en el papel que ejerce como adyuvante de mi propio anhelo de vivir bien gracias a él, con él, y por él en un mundo relacional de instituciones justas en el que haya cabida para ello. Y así, recordar para olvidar, olvidar para crear.


Bibliografía:

Ricoeur, Paul. “Autocomprensión e historia”, en T Calvo, R. Ávila (eds.), Paul Ricoeur: Los caminos de la interpretación. Barcelona. Antropos, 1991.
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___________ . Finitud y Culpabilidad. Editorial Taurus. Madrid, 1982.
___________. Amor y justicia. Caparrós editores. Con la colaboración del Instituto Emmanuel Mounier. Colección Esprit. 5. Traducción de Tomás Domingo Moratalla. Madrid, 1993.


Dra. Marina González Martínez
Profesora del Departamento de Estudios Sociales y Relaciones Internacionales, Tec de Monterrey Campus Estado de México, México.

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