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Por Gerardo Blas
Número
49
Hablar
de Juárez y el laicismo en México
no puede ser visto como un lejano tema histórico
que tiene que ver poco o nada con el presente.
La defensa del laicismo mexicano no es sólo
una cuestión del grupo de liberales de
la segunda mitad del siglo XIX o de sus continuadores
históricos en la revolución mexicana
iniciada en 1910 y sus secuelas, entre ellas
la elaboración de la Constitución
de 1917.
Si bien puede
afirmarse que esa Constitución más
que laica resultó anticlerical, también
es cierto que su vigencia en asuntos de relación
Iglesias-Estado1
no fue más allá de su presencia
retórica y de su existencia amenazante.
Como ha sucedido en múltiples ocasiones
en la vida política mexicana, estas leyes
constitucionales “se acataban pero no se
cumplían”.
Es sabido que
las imágenes de los “héroes
patrios” salen siempre a relucir cuando
se discuten proyectos políticos, económicos
o sociales. En México no podía
ser de otro modo. La derrota del PRI en las elecciones
presidenciales del 2000 es de un alto contenido
histórico por varios motivos. Además
de haber sacado al “Partido de la Revolución”
de la presidencia, puso nuevamente a discusión
el proyecto de país al que queremos acceder;
además, con la derrota del partido hegemónico,
la Revolución y sus antecedentes fueron
también puestos a discusión.
De acuerdo a
la interpretación de la corriente hegemónica
del grupo gobernante en México hasta el
2000, existía un lazo evidente entre las
luchas liberales del siglo XIX (especialmente
en su vertiente reformista de Juárez y
su grupo) y las causas defendidas en la Revolución
Mexicana, y de ahí se desprendía
que el “Partido surgido de la revolución”
representaba la continuación de las luchas
por estas causas. La historia que se contaba
en las escuelas primarias mexicanas pretendía
dar esa imagen del grupo en el poder.
Sólo
que la llegada a la presidencia de un partido
opositor (PAN), identificado con lo que se da
en llamar la derecha mexicana, rompió
con este esquema simplista de la historia. Y
la discusión en torno a los grandes personajes
históricos y a lo que se consideraba como
grandes logros históricos comenzó
nuevamente a tomar forma, y para esto bien vale
recordar que uno de los primeros actos del recién
electo presidente Vicente Fox fue retirar un
retrato de Benito Juárez de la residencia
oficial de Los Pinos. Algunos analistas críticos
y políticos opositores al PAN percibieron
este hecho como una insinuación o de plano
como un ataque en contra de las ideas representadas
por Juárez, principalmente el laicismo
del Estado mexicano. No parecía descabellada
la idea de que con la llegada del PAN a la presidencia
el cuestionamiento del Estado laico retomara
fuerza; al fin y al cabo, este partido es de
los que más cerca había estado
de la Iglesia católica mexicana.
Quizá
sea exagerado afirmar que el Estado laico peligra
con el PAN en la presidencia de la república.
Pero lo que sí se puede afirmar es que
se está cuestionando una forma de entender
y practicar este laicismo. Para muchos de los
funcionarios panistas ha sido normal hacer gala
de su catolicismo, y no sólo en actos
que pueden ser considerados como estrictamente
personales, sino como funcionarios del Estado
mexicano.
Para los funcionarios
panistas, nada más normal y común
que asumirse completos y dejarse de hipocresías
respecto al credo que se profesa. Para los críticos,
el recelo radica en el hecho de que al adscribirse
a un credo en particular, y como representantes
y funcionarios del Estado, vayan a dar cabida
a viejos privilegios para la Iglesia católica
de la cual se muestran fieles seguidores.
¿Dónde
comienza y termina el Estado laico? Es una pregunta
que no debiera ser difícil de responder.
No obstante, en nuestro país se presta
a profundas polémicas y suspicacias. Si
entendemos el laicismo como la doctrina que defiende
la independencia del hombre o de la sociedad,
y especialmente la del Estado, de toda influencia
religiosa, su significado es claro. Pero cómo
debe entenderse y aplicarse en la vida concreta,
en la política concreta, es más
difícil de precisar.
Si analizamos
la Constitución de 1917 en su texto original,
es claro que los constituyentes se lanzaron con
todo contra la Iglesia católica; por eso
afirmábamos al principio de este texto
que más que el laicismo, el texto aprobado
en 1917 defendía el anticlericalismo2.
No se olvide que, para empezar, las iglesias
no fueron reconocidas en términos legales,
no tenían personalidad jurídica,
y de ahí se desprendían serias
implicaciones, como la de no poder ser propietarias
de ningún bien raíz, ni administrarlos,
ni participar en educación ni en instituciones
de beneficencia, no se diga ya de su participación
política, que se prohibió tajantemente;
se podría entender el hecho de que los
ministros religiosos no pudieran ser electos
para cargos políticos pero no que se les
negara el derecho de votar en las elecciones.
De haberse aplicado al pie de la letra, de haberse
cumplido simplemente la ley, en México
hubieran estado prohibidas hasta las posadas,
los curas y monjas no hubieran podido andar por
la calle con sus hábitos, ni las procesiones
religiosas realizarse sin permiso de las autoridades.
El liberalismo que propugnaba libertades individuales
no las otorgó a los ministros de los cultos
ni a los miembros de las iglesias como tales.
Por esto es muy comprensible la oposición
de amplios sectores de la sociedad mexicana a
estos principios constitucionales.
Podríamos
conceder que estas medidas extremas se consideraron
necesarias para contrarrestar el gran poder de
las iglesias, en especial la católica,
y para limitar su influencia en las instancias
del poder. Sin embargo, la posición de
la Iglesia católica estaba ya muy mermada
para entonces, y de ese tiempo acá, han
pasado ya casi noventa años. Por eso eran
necesarias las reformas a la Constitución.
Era indispensable reconocer el papel de las iglesias
y, por supuesto, ratificar el carácter
laico del Estado mexicano. Las reformas de 1992
en este sentido fueron un avance dentro del ordenamiento
jurídico del Estado.
Pero la cuestión
acerca de cómo deben actuar los funcionarios
públicos y los representantes populares
en su vida concreta no se ha resuelto aún.
¿Qué implicaciones tiene que el
Presidente de México sea un católico
practicante? ¿Es suficientemente claro
en qué momento actúa como presidente
de todos los mexicanos, católicos y no,
religiosos y no, y en qué momento actúa
a título individual como un practicante
fiel de su credo? Es entendible el temor de algunos
sectores respecto al peligro potencial de que
el titular del poder ejecutivo sea un fiel practicante
de un credo en particular (sea el catolicismo
o algún otro) y se pudiera ver tentado
a favorecer o privilegiar los puntos de vista
e intereses de los representantes de ese credo.
¿Podría alguna vez atentar contra
el laicismo del Estado al promover políticas
“dictadas por Dios”, que en el terreno
práctico equivaldrían a “dictadas
por sus jerarcas religiosos”?
Por esto no es exagerado analizar ciertas acciones
y prácticas, como la de invocar a Dios
reiteradamente en actos públicos, la asistencia
a actos religiosos por parte de funcionarios
y representantes públicos, retirar un
retrato de un personaje histórico simbólico.
Todo ello nos llevará a replantear qué
es y cómo debe concretarse el Estado laico
mexicano. Lo que no debe cuestionarse es, sin
duda, el laicismo como piedra angular del arreglo
político y jurídico de nuestro
país.
Y Benito Juárez
es, a este respecto, una figura clave, un personaje
que no ha perdido vigencia y que debe ser, más
que simplemente recordado, discutido y analizado
con la perspectiva que nos da el hecho de estar
a doscientos años de su nacimiento. En
términos de una Nación, doscientos
años no es mucho, y no olvidemos que cuando
Juárez nació México aún
no existía como entidad política,
como Estado nacional. Benito Juárez nació
en un pueblito de Oaxaca, parte integrante en
aquel tiempo de la monarquía española,
más concretamente, de la Nueva España.
En tiempos del
presidente Juárez se estaban enfrentando
dos maneras de entender a la nación y
al Estado mexicanos. Una de ellas ganó.
Naturalmente la otra perdió, pero no murió,
para dejar constancia de que la complejidad y
la pluralidad de nuestro país no se perdieron.
Y prueba de ello son las discusiones actuales
acerca de su legado, que no deben hacerse a un
lado, sino retomarse en toda su complejidad.
En este texto abordamos el laicismo, pero no
olvidemos que evocar a Benito Juárez es
evocar otras cuestiones igual de complejas y
polémicas: el papel de los indígenas
en México, la igualdad ante la ley, el
estado de derecho, la soberanía nacional,
la honestidad de los gobernantes, etc. Pero eso
será material para otro texto.
Notas:
1
Anotamos aquí “relación Iglesias-Estado”
con la intención de dejar constancia de
que la Constitución de 1917 hace referencia
no sólo a la relación del Estado
con la Iglesia Católica, sino a todas
las agrupaciones religiosas.
2 Entendido
el anticlericalismo como la animosidad contra
todo lo que se relaciona con el clero, más
allá de una separación llana y
saludable entre el Estado y las iglesias.
Mtro.Gerardo
Blas Segura
Profesor del Departamento de Estudios Sociales
y Relaciones Internacionales del Tecnológico
de Monterrey Campus Estado de México,
México. |