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Por Gerardo Blas
Número 40
Para muchas personas en nuestras
sociedades hablar de política constituye una acción
de mal gusto, un apego perverso a discusiones sobre el poder o,
en el mejor de los casos, una simple y llana pérdida de tiempo.
Lo que esto demuestra es que la política no se ve ya como
un instrumento para encontrar soluciones a nuestros problemas comunes,
sino únicamente como el pretexto para entrar al campo de
batalla de los muy desprestigiados políticos. Sin embargo,
si nos parece que la política no es lo que debiera ser, tengo
la impresión que algo debiéramos hacer para acercarla,
un poco al menos, al ideal que quisiéramos se pareciera.
Ayer apenas, en una perspectiva
histórica del tiempo, simplemente no existía democracia
en nuestro país. La presidencia imperial y el PRI, partido
de estado, monopolizaban los espacios de decisión y participación
política. A nadie hay que recordarle que lo que hoy llamamos
democracia, aun con sus muy visibles insuficiencias, parecía
un ideal bastante lejano. Era, en efecto, una broma de mal gusto
mencionarla en las esferas del poder, y cuando se hacía alusión
a ella en espacios alternativos, no parecía sino uno más
de los sueños guajiros de personas que parecían llevarse
mal con la realidad.
Hoy, sin embargo y pese a todo,
existe la posibilidad de elegir. Es comprensible, no obstante, que
una gran cantidad de ciudadanos (y ciudadanas, para estar a tono
con el leguaje políticamente correcto) se sientan decepcionados
ante las opciones reales. ¿Por quién habría
que votar... por el menos peor? Pero esta falta de estatura política
de los personajes públicos no debería constituir el
pretexto para alejarse de la política, o para abstenerse
de votar o para dejar que otros, muy pocos, decidan hacia dónde
deben ir las cosas en un país entero. Es verdad que existen
ciertas decisiones que nos sobrepasan, pero el número sigue
siendo importante en algunos casos, y la presión popular
sigue teniendo algunos efectos, igual que los votos emitidos en
una jornada electoral. Quizá lo que haga falta para darle
mayor altura a la política sea que la participación
masiva de los ciudadanos convenza a los políticos de la necesidad
de elevar su mirada y su espíritu.
Probablemente, parafraseando una
frase famosa, los mexicanos tengamos la clase política que
nos merecemos.
Y hoy, que tenemos la posibilidad real de dar un paso más
para consolidar la democracia mexicana, las circunstancias parecen
ponerse en contra. Costó demasiado trabajo, mucha sangre,
sudor y lágrimas, literalmente, para llegar a donde estamos,
para lograr que el voto se contara y se respetara, un principio
tan pero tan simple, pero frecuentemente escamoteado.
Si la democracia no arregla todos
nuestros males debe ser por lo menos un conjunto de reglas para
discutir sobre ellos y llegar a soluciones pactadas. Pero hay que
darle oportunidad. En México parece existir una maldición
(una constante histórica inquietante) que mata a las instituciones
democráticas antes de llegar a su madurez, incluso ha acabado
con ella antes de que salga de su más temprana niñez.
Ya desde las primeras elecciones en la primera república
federal mexicana, en 1824, se protestaba por la manipulación
cínica de la llamada voluntad popular, por la compra descarada
del voto (para lo cual se necesitaba la existencia de una clases
popular miserable dispuesta a intercambiar su sufragio por un poco
de pan, o tortilla). Costó demasiado arrancarle el poder
al emperador Iturbide y sus secuaces, costó demasiado darle
el poder a un ciudadano convertido en presidente por la fuerza del
voto popular... y sin embargo, esa primera república federal
mexicana no resistió la prueba de la alternancia apegada
a la ley. El estado de derecho se quebrantó para negar la
fuerza de los votos como el camino verdadero para transmitir el
poder político. El
segundo periodo presidencial de esa república fue el producto
de la ilegalidad y las componendas en lo oscurito.
Y si seguimos rascando en nuestra
historia notaremos cómo se ha repetido ese mecanismo: antes
que la alternancia legalmente sustentada en el voto se hacía
uso de la fuerza de las bayonetas, o se utilizaba todo el poder
del Estado para imponer al sucesor o para continuar en el cargo.
Los movimientos democratizadores llegaban a poner fin a los abusos...
para recomenzar después de un breve lapso democrático:
el demócrata Francisco I. Madero, presidente surgido de las
urnas, fue asesinado por representantes de las fuerzas más
conservadoras de México, la democracia mexicana del siglo
XX no aguantó ni un solo periodo presidencial; y lo que siguió
al asesinato de Madero fue la etapa más sangrienta de la
llamada revolución mexicana: lucha fratricida que no tuvo
un final feliz, pues la revolución institucionalizada no
se materializó en un régimen democrático. El
Partido Nacional Revolucionario, antecesor del PRI, inició
su vida electoral orquestando un fraude en contra del candidato
opositor José Vasconcelos. Y ya sabemos la continuación
de la historia: setenta años de partido único, conviviendo
con otros partidos que nunca fueron opciones reales de gobierno.
El Partido Oficial, surgido de la Revolución Mexicana (así,
con mayúsculas) se convirtió en guardián de
nuestra pureza revolucionaria. Nos cuidaba y nos guiaba. No fuera
a ser que si nuestro voto realmente se tomara en cuenta votáramos
por la reacción, por la derecha contrarrevolucionaria que
atentara contra las conquistas más preciadas de la Revolución
Mexicana. Y así nos fue.
En el siglo XX la democracia mexicana
fue prácticamente inexistente. ¿Y qué hay de
la democracia mexicana en el siglo XXI? Además del desprestigio
que arrastra se ha convertido también en fuente de frustraciones.
Y quizá esto sea inevitable, pues la democracia no es la
varita mágica que arregla todos los entuertos. Pero, como
decía, hay que darle oportunidad. Y, al menos en parte, esa
oportunidad consiste en no cerrar la puerta de la alternancia.
Se hace inevitable hacer mención
a la gran popularidad que actualmente tiene el jefe de gobierno
de la ciudad de México, y a la gran cantidad de ataques que
ha tenido de parte de sus enemigos políticos que lo quieren
sacar de la carrera presidencial de 2006. Nos guste o no, Andrés
Manuel López Obrador se ha convertido en el portaestandarte
de la izquierda mexicana, y como tal, no deberían elaborarse
artimañas para eliminarlo de la jugada electoral. Precisamente
lo que está en juego es la credibilidad de las normas democráticas
en nuestro país. Si se le regatea la participación
a un personaje que representa una alternativa y que está
dispuesto a respetar las reglas electorales para intentar llegar
al poder, en realidad lo que se está poniendo en duda es
si la democracia mexicana es viable. Nadie debe considerarse a sí
mismo como el guardián de la salud política de los
mexicanos.
Los ciudadanos mexicanos debemos
tener opciones reales. Ante la polarización de nuestra sociedad
lo menos que se debe hacer es eliminar a una de las opciones posibles.
No se puede saber a ciencia cierta si López Obrador ganará
o no las próximas elecciones presidenciales. Lo que sí
podemos dar como un hecho es que sacándolo de la jugada se
acrecentará el descontento de los sectores, numerosos, que
lo apoyan. Estamos, en estos años iniciales del siglo XXI,
a punto de poner a prueba a la recién nacida democracia mexicana.
¿Seremos capaces de consolidarla y respetar la voluntad de
la mayoría? ¿O utilizaremos alguna artimaña,
sea novedosa o rescatada de nuestra añeja experiencia, para
escamotear el resultado del sufragio? ¿Seremos capaces de
aceptar un resultado electoral que no nos guste?
Ahí está uno de los
retos que tenemos que afrontar en estos meses y estos años.
Pero bien pensado, si la democracia funciona y la alternancia sigue
siendo posible, tendremos entonces la capacidad de corregir el rumbo
en el siguiente sexenio. De las equivocaciones es de donde se sacan
frecuentemente las mejores enseñanzas. Pero no habrá
que tropezar con la misma piedra. ¿Cuánto durará
la experiencia democrática de México en este siglo
XXI? ¿Infancia es destino?
Mtro.
Gerardo Blas Segura
Profesor del departamento de Estudios Sociales y Relaciones Internacionales,
ITESM Campus Estado de México,
México. |