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Por Miguel Martínez
Número 28
Grande y hermoso
espectáculo es ver al hombre salir en cierto modo de la nada
por sus propios esfuerzos; disipar, por las luces de su razón,
las tinieblas en que la naturaleza le había envuelto; elevarse
por encima de sí mismo; lanzarse por el espíritu hasta
las celestes regiones; recorrer a paso de gigante, como el sol,
la vasta extensión del universo; y, lo que es todavía
más colosal y más difícil, entrar en sí,
para en sí estudiar al hombre en general y conocer su naturaleza,
sus deberes y su fin
(Rousseau)
Si dentro de la ética
personal los deberes para con el cuerpo tienen por objeto asegurar
la integridad física del organismo, no menos imperiosos y
primordiales son los deberes para con el espíritu. "Señal
evidente de un espíritu torpe es consagrar un tiempo excesivo
al cuidado del cuerpo, al ejercicio, a la comida y a la bebida,
o a cualquiera otra de las necesidades corporales -escribe Epicteto
(1980, 59)-. Todos estos cuidados no deben constituir lo principal,
sino lo secundario de nuestra vida, y hay que tenerlos, por tanto,
como de paso. Porque nuestra grande y activa e incesante preocupación
debemos consagrarla al espíritu" (cf. Platón,
1979, 10). El objetivo del presente escrito es invitar al lector
a contestar seriamente las siguientes preguntas formuladas por Marco
Aurelio (1980, 105): "En cada una de tus acciones particulares
deberías preguntarte: ¿En qué empleo ahora
mi alma? Y también examinarte de este modo: ¿En qué
estado tengo presentemente mi alma? ¿Acaso en el de un niño,
de un mancebo o de una mujercilla? ¿Por ventura en el de
un tirano, de un jumento o de una fiera?".
Tradicionalmente (cf.
Tomás de Aquino, 1977, 328) se ha dicho que los movimientos
del espíritu son de dos maneras: unos del entendimiento,
y otros de la voluntad. En entendimiento se ocupa en la investigación
de la verdad y la voluntad impele a obrar. Es, pues, necesario expresar
unas cuantas palabras sobre estas dos facultades.
Si la gran norma moral
es vivir conforme a lo que somos y en un esfuerzo constante por
realizar la perfección inherente a nuestra dignidad de seres
humanos, es obvio que al entendimiento incumbe orientar la existencia
en este sentido, al imponer la luz de la razón por sobre
los movimientos instintivos y muchas veces ciegos del apetito y
la sensibilidad. Al respecto escribe Blaise Pascal (1996, 230):
"Todos los cuerpos, el firmamento, las estrellas, la tierra
y sus reinos, no valen lo que el menor de los entendimientos; porque
el entendimiento conoce todo eso en sí mismo, y los cuerpos
no conocen nada". Este es el ojo del espíritu; por lo
mismo, si no está bien dispuesto, todo se desordena.
Dentro de esta idea,
es posible reducir nuestros deberes para con el entendimiento a
estos fundamentales:
a) Educación
de la mente por el cultivo de los hábitos o virtudes
intelectuales de la reflexión, la deliberación, la
atención, el recto juicio, espíritu de observación
y de crítica, la sana curiosidad, el gusto estético,
etc. De entre ellos es primordial el buen juicio, que es la mejor
defensa del hombre contra las opiniones espontáneas y sin
fundamento, impuestas por la moda, el capricho, el interés
o los prejuicios de clase, de secta o de partido. Ya lo decía
Nietzsche (1984, 50): "Una vez tomada una decisión,
hay que cerrar los oídos a los mejores argumentos en contrario.
Éste es el indicio de un carácter fuerte. En ocasiones,
hay que hacer triunfar la propia voluntad hasta la estupidez".
b) Ciencia o instrucción.
"Después del egoísmo, la principal causa
de insatisfacción ante la vida es la falta de cultivo intelectual"
(Stuart Mill, 1974, 39). Desde éste punto de vista, puede
hablarse de la influencia moralizadora del estudio el cual, al convertirse
en verdadero amor de la ciencia, es una ocupación que dignifica
la vida al liberar la mente de pensamientos bajos y vulgares y asegurar
la primacía del intelecto sobre los movimientos y caprichos
de la sensibilidad. Al respecto vale la pena recordar algunas ideas
de Platón (1979, 719): "El que se abandona a las pasiones
y a las querellas sin preocuparse del resto no da a luz más
que opiniones mortales y se vuelve él mismo tan mortal como
es posible, y ¿cómo podría ser de otro modo
si trabaja sin cesar en el desarrollo de esta parte de su naturaleza?
Pero aquel que dedica su espíritu al estudio de la ciencia
y a la investigación de la verdad y dirige a este fin todos
sus esfuerzos, no tendrá necesariamente más que pensamientos
inmortales y divinos; y si llega al término de sus aspiraciones
participará de la inmortalidad en la medida permitida a la
naturaleza humana. Y como consagra todos sus desvelos a la parte
divina de él mismo y honra al genio que reside en su seno,
disfrutará del colmo de la felicidad" (cf. Aristóteles,
1981, 140).
c) Respeto y veneración de la verdad. Esto es, sin
lugar a dudas, el deber fundamental del hombre para con su entendimiento
y la base y condición de todos los demás. "Especialmente
es propia del hombre la averiguación de la verdad -señala
Cicerón (1993, 7)-; y así cuando nos hallamos desocupados
de los cuidados y negocios precisos, deseamos ver, oír y
aprender alguna cosa, y juzgamos que contribuye muchísimo
para vivir dichosos el conocimiento de lo más oculto y admirable;
de donde se colige que lo verdadero, simple y sincero es lo más
conforme a la naturaleza del hombre". La veracidad, o sea el
constante respeto a la verdad, ora se trate de su aceptación
tal cual es, sin prejuicios ni prevenciones, o nuestro continuo
orientar por ella la conducta, nos enaltece ante nuestra propia
conciencia y ante la estima de los demás. El calificativo
de hombre veraz es uno de los que más pueden honrar
al individuo. La mentira es, por el contrario, despreciable y degradante.
En sentir de Aristóteles (1981, 55), "la mentira es
en sí misma ruin y reprochable" (cf. Pascal, 1996, 219);
pues la mentira siembra la duda, esparce la desconfianza entre los
hombres y rodea de una atmósfera de sospecha a la misma virtud.
En resumen: "¡Dejémos estas hueras vanidades!
Dediquémonos únicamente a la búsqueda de
la verdad. La vida es miserable, la muerte incierta. Si nos
sorprendiera de repente, ¿en qué estado saldríamos
de este mundo? Y ¿dónde aprenderíamos lo que
aquí descuidamos de aprender? ¿No tendremos, más
bien, que pagar esta negligencia con castigos?" (San Agustín,
1970, 91).
No es exagerado decir
que en el terreno meramente humano, el hombre como ser racional,
vale aquello que signifique el poder de su voluntad. Razón
tiene San Agustín al decir que "los hombres son voluntades".
En el orden moral, la voluntad es la fuente principal del mérito
y el demérito, como principio que es del libre albedrío.
Escribe Vasconcelos (1950, 263): "en el sentido ético,
la voluntad es superior a la razón. Un hombre de buena voluntad
es más profundo y más de fiar que el ingenioso y el
listo. Un talento brillante gana admiración, nunca afectos.
Por eso, con justicia, todas las religiones ofrecen recompensa por
excelencias del corazón o sea de la voluntad, no por excelencias
de comprensión o de inteligencia. Todos los movimientos que
presenciamos en el exterior, son obra de la voluntad; ella sostiene
el pulso en las venas y desarrolla toda la vida de las especies.
La acción del cuerpo es un resultado de la objetivación
de la voluntad. El intelecto se fatiga, la voluntad nunca se cansa.
El intelecto necesita del sueño, la voluntad trabaja aún
en el sueño".
Si es cosa de toda
importancia adquirir una voluntad capaz de seguir sin dilación
las directivas del entendimiento o de la conciencia moral y de sobreponerse
a las exigencias y movimientos de la pasión, podemos reducir
nuestros deberes al respecto a los dos siguientes: la voluntad debe
ser educada y fortalecida por el ejercicio e ilustrada y esclarecida
por el entendimiento.
a) La voluntad debe
ser ilustrada y esclarecida por el entendimiento. La instrucción.
Es obvio que todo cuanto contribuye a ejercitarnos en el juicio
discursivo y en la reflexión, beneficia de idéntica
manera los procesos volitivos de la determinación y el querer.
Al respecto dice Jaime Balmes (1981, 123): "¡Cuántas
veces una escena, una lectura, una palabra, una indicación,
remueve el fondo del alma, y hace brotar de ella inspiraciones misteriosas!
El espíritu se desenvuelve con el trato, con la lectura,
con los viajes, con la presencia de grandes espectáculos:
no tanto por lo que recibe de fuera como por lo que descubre dentro
de sí". Parece acertado afirmar que la educación
de la voluntad es, ante todo, una disciplina intelectual.
b) La voluntad debe
ser educada y fortalecida por el ejercicio. La práctica y
el ejercicio. Como toda capacidad humana, el hábito de
querer y de ejecutar no se adquiere y desarrolla sino a fuerza de
ejercicio. Algunos moralistas hablan con entusiasmo de la gimnasia
de la voluntad, que aparte de los esfuerzos exigidos por el cumplimiento
de nuestras diarias obligaciones, nos lleva a la práctica
de ciertos ejercicios, destinados a fortalecer la voluntad, como
la gimnasia o ejercicio físico da vigor y poder de resistencia
al organismo. Sobre el asunto escribe W. James (1948, 38): "Mantened
viva en vosotros la facultad del esfuerzo mediante un pequeño
ejercicio diario. Esto quiere decir: sed sistemáticamente
heroicos todos los días en las pequeñas cosas no necesarias,
haced uno o dos días alguna cosa por la sola razón
de que es difícil y de que preferiríais no hacerla,
y así cuando suene la hora del peligro o de la necesidad
os encontrará animosos y dispuestos".
De lo anterior se desprende
ser la formación de la voluntad la meta o finalidad suprema
de la educación moral. Si dicha educación es, en efecto,
la que da la forma definitiva a la personalidad del hombre, ésta
será equivalente al desarrollo y perfeccionamiento de la
voluntad. "Resumiendo: sólo por el perfeccionamiento
radical de mi voluntad, una nueva luz iluminará mi destino
y mi existencia; sin esto, por mucho que reflexione y por muchas
dotes que en la investigación pueda desplegar, sólo
encontraré en mí y alrededor de mí vanas tinieblas"
(Fichte).
Bibliografía:
JAristóteles (1981), Ética Nicomaquea. Política,
9a. ed., colección "Sepan cuantos
", México,
Porrúa.
Balmes, J. L. (1981), El criterio, 6a. ed., colección
"Sepan cuantos
", México, Porrúa.
Cicerón (1993), Los oficios o los deberes. De la vejez.
De la amistad, 8a. ed., colección "Sepan cuantos
",
México, Porrúa.
Epicteto (1980), Manual y máximas, 2a. ed., colección
"Sepan cuantos
", México, Porrúa.
Fichte, J. G. (1976), El destino del hombre, colección
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James, W. (1948), Discursos a los maestros, México,
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Mill, J. S. (1974), El utilitarismo, 5a. ed., Buenos Aires,
Aguilar.
Nietzsche, F. (1984), Más allá del bien y del mal.
Genealogía de la moral, colección "Sepan
cuantos
", México, Porrúa.
Pascal, B. (1996), Pensamientos, Madrid, Planeta-DeAgostini.
Platón (1979), Diálogos, 18a. ed., colección
"Sepan cuantos
", México, Porrúa.
Rousseau, J. J. (1993), El contrato social, Bogotá,
La Oveja Negra.
San Agustín (1970), Confesiones, colección
"Sepan cuantos
", México, Porrúa.
Tomás de Aquino (1977), Suma contra los gentiles,
colección "Sepan cuantos
", México,
Porrúa.
Vasconcelos, J. (1950), Manual de filosofía, 2a. ed.,
México, Ediciones Botas.
Mtro.
Miguel Martínez
Catedrático de la Universidada
Anáhuac, México |