La revolución digital está provocando importantes cambios en la cotidianidad de los individuos y de las organizaciones. Si reflexionamos, por ejemplo, en el hecho de que en tan sólo un cuarto de siglo la costumbre de adquirir alimentos en la tienda de la esquina se modificó sustancialmente, primero a la de hacerlo en los supermercados y ahora a la posibilidad de comprarlos por medio del Internet, desde cualquier computadora; podremos darnos cuenta del cambio radical que este simple hecho ha significado tanto para los consumidores como para las empresas abastecedoras de esos productos alimentarios.

Para los consumidores, dicho cambio ofrece ahora la posibilidad de comprar desde la comodidad del hogar vía telefónica o por medio de la computadora, pero significa también la desaparición de la milenaria cultura de la compra-venta por medio de la interacción personal, que inició con el trueque de mercancías. Deja atrás, también prácticas como el regateo, muy arraigadas en sociedades como la nuestra.

Para las organizaciones, la revolución tecnológica trae aparejado el imperativo de hacer importantes inversiones para implantar los sistemas necesarios en el nuevo modus operandi del comercio, o resignarse a esperar el momento de sucumbir ante el embate de las grandes corporaciones, que continúan acaparando los mercados. El pequeño empresario poseedor de una panadería, verdulería, carnicería o miscelánea, se ha convertido ahora, en el mejor de los casos, en empleado de una franquicia.

El cambio estructural que los avances tecnológicos han exigido y seguirán exigiendo a las empresas va más allá de la mera adquisición de hardware y software. Implica el desarrollo de la capacidad de adaptación de los individuos y de las organizaciones a la nueva forma de hacer las cosas, que en muchos casos ha significado el renunciar a costumbres que durante siglos han diferenciado a las comunidades.