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2005

 

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Las Palabras Significan Más de lo que Dicen
 

Por Sergio Yakovlev
Número 45

En una ocasión, viniendo en carretera hacia Cuernavaca, mi hija Natalia, de cuatro años entonces, que había estado comiendo pedacitos de manzana, comentó lo siguiente: “Ay, se me quedó atorado algo en una muela. Cuando lleguemos a casa voy a necesitar un poco de hilo mental.” Su madre y yo nos miramos con la sonrisa en los ojos, tratando de contenernos para no soltar la carcajada. Pero su comentario había sido tan fresco, tan lleno de gracia y de ternura, que la risa, aunque controlada, nos ganó la partida. No queríamos que sucediera lo que sucedió. Escuchamos una vocesita muy firme y muy seria que decía: “No se aburlen.” Desde luego que no nos burlábamos; manifestábamos más bien nuestro divertimento en cuanto al significado que tuvo esa frase para nosotros. La pequeña evidentemente no sabía lo que había dicho; pero sin lugar a dudas sí sabía lo que quería decir. La diferencia entre su decir y su querer decir fue tan sólo de una letra. En vez de usar una “d” usó una “m”. Ese cambio insignificante, sin embargo, fue para nosotros de proporciones universales. Pudimos viajar de lo concreto a lo abstracto, de lo real a lo fantástico, de lo directo a lo metafórico. “Hilo mental” nos hizo pensar en un nuevo tratamiento para la locura, en la conexión telepática entre dos soñadores, en una cuerda tejedora de historias, en una caña de pescar cuyo hilo se hunde en la profundidad de las ideas, en un cerebro en forma de urdimbre. Usada como metáfora, la expresión accidental de la niña alcanzó una tensión que dio vida a imágenes casi imposibles dentro de nuestra cabeza. Si bien su intensión no fue la de sugerir imposibles, sí fue la de querer comunicar algo. Ella tenía un pedazo de cáscara atascado en el diente y se sentía incómoda. ¿Por qué usó “mental” en vez de “dental”? Lo más seguro que por error. No obstante el cambio de letra y su limitado vocabulario, ella tenía el concepto de un objeto para limpiar dientes. Recordé entonces una frase de mi curso de lingüística: “La obtención de conceptos y sonidos es una acción arbitraria.”

El hombre –nos enseña la lingüística- clasifica la naturaleza, la determina para encontrarse. A partir de la diferenciación clasifica colores, sabores, olores, formas, texturas, sentimientos, vivencias y sucesos. Distingue la palidez del blanco de la intensidad del azul y da nombre a cada uno para limitarlo a un campo de coloración. Desde aquí hasta acá corre la gama del blanco y de esta línea a ésta la del azul. Así, poco a poco, se van creando las fronteras que separan las cosas unas de otras. El lenguaje divide y clasifica la realidad. Esta acción promueve la obtención de conceptos y el uso de sonidos con los cuales se identifica a las cosas. Cuando ambos llegan a unirse, por un lado aquello que cae dentro del concepto (el significado para Saussure), por el otro la imagen acústica o sonido que se refiere al objeto (el significante), se da el signo lingüístico. Una vez unidos, el sonido que nombra un objeto se corresponde directamente con el concepto, esto es, que la palabra expresada para referirse a algo encuentra su correlativo en aquello que significa, es decir, en el concepto. Voz y pensamiento se entrelazan.

Podría pensarse que esta acción clasificadora tiene resultados idénticos en todo ser humano, en otras palabras, que todo ser humano clasifica la realidad de la misma manera. No es así. Tanto concepto como imagen acústica son diferentes en cada lengua. El concepto “árbol”, por ejemplo, abarca en español áreas de la realidad que se encuentran excluidas en el concepto “tree” del inglés y en el de “baum” en alemán. Quizás un fresno sea visto como árbol en las tres lenguas; pero palmera, por ejemplo, que en español no está incluido en el concepto “árbol”, sí está comprendido dentro del concepto “tree”. En inglés palmera es “palmtree”. Lo mismo ocurre con los colores. Para los algonquinos –pueblo indio que ocupaba una parte de América del Norte-, toda la gama de nuestro blanco es en realidad catorce colores diferentes. Cada cultura divide la realidad a su manera, de ahí que la conceptualización no es más que una forma relativa de clasificación. La lengua, aunque para el niño es un fenómeno absoluto, no es estrictamente la verdad, sino el punto de vista que su cultura tiene de esa verdad. “Arbol” y “blanco” no existen como tales; son más bien asociaciones nuestras para esquematizar la realidad. La unión entre, por un lado, la facultad humana de reproducir conceptos y sonidos y, por otro, los mismos conceptos y sonidos, es arbitraria. La verdad por eso tiene muchos lados.
Esta aportación de los estudiosos de la lingüística abre una gama muy rica a las posibilidades del escritor. Si la realidad sólo puede ser expresada a partir de una visión subjetiva, entonces es multiplicidad. La rosa es flor, ornamento, la cumbre colorida de la planta; pero también es, como dice Huidobro, la rosa que florece en el poema; es la rosa inmaterial de Xavier Villaurrutia de quien tomo este fragmento:

NOCTURNO ROSA

Yo también hablo de la rosa.
Pero mi rosa no es la rosa fría
ni la de piel de niño,
ni la rosa que gira
tan lentamente que su movimiento
es una misteriosa forma de quietud.
. . . . . . . . . . . . . . . . .
No es la rosa veleta,
ni la úlcera secreta,
ni la rosa puntual que da la hora,
ni la brújula rosa marinera.

No, no es la rosa rosa
sino la rosa increada,
la sumergida rosa,
la nocturna,
la rosa inmaterial,
la rosa hueca.
. . . . . . . . . . . . . . . . .
Es la rosa del humo,
la rosa de ceniza,
la negra rosa de carbón diamante
que silenciosa horada las tinieblas
y no ocupa lugar en el espacio1.

Somos capaces de hablar poéticamente; de hablar como si escribiéramos. Igualmente podemos escribir como si habláramos. Literatura y lingüística se unen. La realidad se hace arte, el sonido letra, el concepto imagen, el habla metáfora. La multiplicidad de la realidad da pie a la polisemia. Entonces la visión del escritor, al entrar en contacto con el lector, se amplifica. Uno dice en la escritura, otro escucha en la lectura, y el mensaje fluye por el canal de la literatura hacia caminos insospechados. El mundo del escritor se potencializa en los mundos de sus lectores. Y esto es así porque las palabras significan más de lo que dicen. Especialmente cuando la función poética de lo expresado es elevada. ¿Cuántas maneras hay de saborear estos versos de Pellicer?

“Y pude seguir a un ángel
escondido en la flor de una palabra.” (Reincidencias)

“Oí ventanas
que cerraban los ojos, tan humanas,
tan flores, como flor que se desflora.” (Reincidencias)

La creación literaria, a la luz del saber lingüístico, hace, como diría Huidobro “que el verso sea como una llave /que abre mil puertas.” El poeta reinventa el mundo, lo transforma, lo crea una y otra vez en el poema y éste, como ávida semilla, florece en el lector. “El poeta –dice Huidibro- es un pequeño Dios.”

Si la literatura es por sí misma vida, realidad, sentimiento, sueño, mundo, a la luz de la lingüística se transforma en universo. Las palabras, celosas de sus secretos, cuando reciben la iluminación lingüística, igual que el cuerpo expuesto al rayo de la radiografía, quedan desembozadas.

Ullman afirma, al respecto, que existen palabras transparentes y palabras opacas. Como su nombre lo indica, la transparencia tiene que ver con aquellas palabras que nos dejan ver a través de ellas, y la opacidad con las que no permiten ver más allá. Recuerdo un ejemplo muy usado por Raúl del Moral. La palabra “nada”. ¿Qué vemos a través de ella? Nada. Su opacidad es tal que de “nada” nada obtenemos. Ahora comparémosla con su traducción al inglés: “nothing”. Esta palabra, por el contrario, presenta una transparencia: “no-thing”, “no-cosa”. “Nada” en inglés no significa nada, significa no-cosa. Hay algo detrás de “no-thing” que se niega y nada detrás de “nada”. En otro ejemplo, no es lo mismo decir “estoy triste” que “estoy desanimado”. En la palabra “triste” uno se topa inmediatamente con la concretud de un estado de ánimo determinado, sin embargo, en “desanimado” uno encuentra una profundidad de connotaciones existenciales. Des-animado habla de no-animado, no-vivo, de un ser que no tiene ánima, que no tiene vida. Triste es una palabra opaca, mientras que desanimado es transparente.

Así mismo, la lingüística nos enseña que la lengua es un fenómeno en continuo movimiento. Constantemente se incluyen nuevos términos en el vocabulario, ya por la influencia de otras lenguas, ya por los avances tecnológicos, ya porque se pierde la conexión entre el significado original de la palabra y el usado posteriormente. La palabra “Banco”, por ejemplo, tiene su origen en la Italia renacentista en donde los prestamistas judíos, con el fin de hacerse de recursos, literalmente salían a la calle, instalaban una gran banca, es decir, una mesa en donde se ponían los dineros, y esperaban a que llegara el primer necesitado. Casi siempre se cuidaban estos negociantes de no prestar sin una garantía de por medio; pero cuando, por alguna razón, el acreedor no podía devolver el préstamo y el prestamista quedaba arruinado, éste sacaba un gran mazo y rompía la banca. Entonces se decía que estaba en bancarrota. Hoy en día la palabra “Banco” ha perdido su relación directa con la gran mesa de los dineros. Las cosas han cambiado, las instituciones de crédito ya no salen a instalarse en la calle, por eso nadie recuerda el origen de la palabra. Algo similar ocurre con la palabra “medias”, es decir, con aquella prenda de vestir que se usa para cubrir las piernas. Hace mucho tiempo, los romanos usaban una especie de botín llamado calcea. Cuando las expediciones en Germania los obligaron a usar ropa más abrigada, sobretodo en las partes inferiores del cuerpo, subieron en nivel de la calcea hasta la cintura. Poco a poco esta prenda comenzó a dividirse. La parte inferior tomó el nombre de “calzado”, la inmediata superior se llamó “calcetín”, la que cubre los genitales se quedó como “calzón” y la intermedia entre el “calcetín” y el “calzón” fue llamada “medias calzas”. Con el paso del tiempo sólo se conservó la palabra “medias”.

La lengua cambia con el tiempo. Se puede ver en el cambio semántico el reflejo del devenir humano. Cada época tiene su lenguaje; pero también cada hombre expresa en su lenguaje la cuna de donde proviene, la esencia de sus creencias y el sentido de su vida. La lingüística es por ello una disciplina eminentemente humanista que en manos del escritor se convierte en una fuente de riqueza inagotable.

Quizás no sepamos muchas veces lo que decimos; pero nos debe quedar como aliciente que las palabras significan más de lo que dicen.


Notas:

1 Xavier Villaurrutia, Obras, FCE, México D.F., 1996, p 57 – 58.


Sergio Yakovlev Giorgana