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Por Javier Vilchis
Número
45
El
escritor Albert Camus en su ensayo El mito
de Sísifo decía que: “No
hay más que un problema filosófico
verdaderamente serio: el suicidio. Juzgar que
la vida vale o no vale la pena de que se viva
es responder a la pregunta fundamental de la
filosofía”1.
Detrás de Camus estaba Kierkegaard para
quien la categoría central de la existencia
humana que es la libertad estaba en función
no tanto de elegir entre una cosa y otra, sino
entre ser y no ser sí mismo, en otras
palabras: encontrar un sentido de existencia,
es decir, descubrir un motivo lo suficientemente
valioso como para esforzarse y realizarse como
persona. Para ambos pensadores, lo verdaderamente
importante no es demostrar una verdad objetiva
de simple curiosidad científica o matemática,
sino buscar una verdad subjetiva, es decir, buscar
una verdad que logre trascender mi subjetividad,
esto es, descubrir lo valioso que es dedicar
la vida a aquello por lo cuál vale la
pena vivir o morir, porque paradójicamente
aquello que puede ser un buen motivo para vivir
puede también convertirse en un buen motivo
para morir. En efecto, para Kierkegaard la muerte
no era el peligro más grave al que puede
enfrentarse el ser humano, o por lo menos no
se refería a la muerte física,
pues es verdad que para algunas personas la muerte
puede llegar a ser una forma de liberación.
Pero
no, el verdadero terror es lo que este pensador
nacido en Copenhague llamó la enfermedad
mortal, que consiste en la desesperación
de querer ser alguien2.
La desesperación es una enfermedad del
espíritu que consiste en la pérdida
de la esperanza, cuando el individuo cree que
ya no pueden generarse posibilidades de realización
en el futuro, en ese momento se produce en el
sujeto un estado de ánimo tan insoportable
que lo lleva a querer huir de sí mismo;
(pues no hay que olvidar que el estado de ánimo
no es algo que tenemos, sino que es la manera
como nos abrimos o cerramos al mundo, es decir,
es algo que somos) es entonces cuando la persona
se refugia en las diversiones, en las drogas
o, cuando no encuentra un refugio en donde distraer
la conciencia, simplemente cae en depresión
y entonces puede recurrir al suicidio. Este estado
de ánimo también puede producir
una actitud de envidia o resentimiento que se
traduce en actitudes de violencia y agresividad:
asaltos, secuestros, fraudes, etcétera,
son formas de desesperación. En el sistema
neoliberal el llegar a ser sí mismo se
ha confundido con el tener, por ello las desesperación
por el consumo es infinita y la ambición
por el dinero o cualquier otra forma de poder,
es insaciable.
Lo
terrible de esta alienación es que produce
un ambiente que hace surgir criminales que son
mucho más peligrosos, precisamente porque
no matan el cuerpo, sino el espíritu,
es decir, matan en las personas la voluntad de
sentido y con ello la posibilidad del desarrollo
del carácter que es lo que le da a la
persona la fuerza y el estado de ánimo
para realizarse a sí misma en función
de su vocación.
En
efecto hay muchas formas de matar el espíritu
y todas ellas traen consecuencias impredecibles.
Una de ellas es por medio del lenguaje, algunas
personas (padres de familia, educadores, patrones,
entre otros) saben perfectamente bien cómo
utilizar el lenguaje como “arma”
para humillar y despreciar al prójimo
de tal manera que son muy certeros al mostrarle
sus debilidades y su falta de talento; por esa
razón al ofendido no le queda ya ningún
anhelo de vivir. Esto sucede cuando al joven
se le ofende o degrada diciendo que es un “bueno
para nada” y que es un verdadero tonto
que nunca va a llegar a ser alguien en la vida3.
Otra
forma de matar el espíritu es cuando algún
joven profesionista con gran esperanza y entusiasmo
se ha pasado esforzándose y preparándose
durante mucho tiempo en la universidad para obtener
una excelente preparación, pero cuando
sale a buscar trabajo no lo encuentra y, en el
mejor de los casos, consigue un “McJob”
(“trabajo mal pagado, sin prestigio, sin
dignidad, sin futuro, en el sector de los servicios”4).
Quizá, si tiene suerte para encontrar
un buen trabajo en un ámbito con oportunidad
de desarrollo profesional, se enfrenta entonces
con jefes inmediatos que se encargan de “devaluarlo”
ante sus superiores, disminuyendo así
cualquier acierto importante que tenga ante los
altos directivos.
Estos
jefes inmediatos, sienten terror de ser desplazados
de la protección que le proporciona su
puesto administrativo, más que perder
su trabajo, su principal temor es que quede expuesta
su mediocridad ante los demás. Con su
actitud, estos jefes no solamente reprimen el
desarrollo personal de sus subordinados sino
también hacen un daño a la comunidad.
En efecto, estos jefes despóticos y envidiosos
al no promover el talento juvenil para ocupar
puestos directivos estratégicos, hacen
perder a la empresa la posibilidad de cumplir
su misión con mejores resultados.
Pero
los criminales más aterradores son algunos
políticos, o los directivos de altos niveles
ya que son los responsables de crear las condiciones
necesarias para que cada individuo, o cada ciudadano
pueda por su esfuerzo lograr su desarrollo profesional
y personal. Estos sujetos, cuando llegan al poder,
en lugar de tener una actitud de servicio a la
comunidad o a su país, les interesa únicamente
su comodidad y el privilegio que les confiere
su posición. Son siempre, demagogos, que
se la pasan criticando, quejándose y combatiendo
a sus rivales políticos en lugar de dialogar
con la oposición para llegar a un acuerdo
de un plan común de desarrollo del país,
políticos prepotentes que solamente admiten
en los puestos claves a sus familiares, compadres
y amigos lambiscones, gente inculta que no tiene
ningún tipo de preparación para
el puesto que desempeña, pero que les
son incondicionales, estos políticos son
indudablemente en gran medida responsables de
nuestro subdesarrollo.
Sin
embargo, el más grave peligro para el
mundo es cuando llega al máximo poder
político en un país desarrollado
y primera potencia en el escenario mundial, un
sujeto con una “conciencia histórica”
distorsionada por el resentimiento. Un desesperado
por el poder que oculta en su autocracia una
infinita angustia de inseguridad en sí
mismo y en sus creencias, angustia que enmascara
con un fanatismo y una resolución dictatorial
para demostrar que no solamente se es alguien,
sino que históricamente es el “elegido”
para realizar el destino grandioso de su nación.
En estos sujetos el poder enorme los enloquece:
el narcisismo, la prepotencia o la megalomanía
son los síntomas de su enfermedad. Son
mandatarios maniqueístas que imponen el
orden y el control por medio del terror y la
manipulación. Resuelven los conflictos
nacionales e internacionales por medio de la
violencia y las primeras víctimas son
siempre los países débiles ¿Por
qué temen tanto a la debilidad? ¿Por
qué recurren siempre al poder de la violencia
para resolver los conflictos? El resentimiento,
dice Nietzsche, es la incapacidad de dejar que
el pasado sea pasado, pues la memoria está
grabada por el fuego del dolor y el resentido
considera que la venganza es la forma de hacer
justicia: “hacer sufrir una auténtica
fiesta”5.
Notas:
1
Albert
Camus. El Mito de Sísifo. Buenos
Aires, Losada, 1999, p. 13
2
Sören Kierkegaard.
La enfermedad Mortal. Madrid, Sarpe,
1984, p.36
3
Dice Victor Frankl:
“Si le decimos a una persona simplemente
cómo es, lo hacemos peor, pero si lo tomamos
como debe ser, entonces lo convertimos en lo
que puede llegar a ser”. Victor Frankl.
Ante el vacío existencial, Herder
1990, p.14.
4
Douglas Coupland. Generación X.
Madrid, Grafo 1998 P.20
5 Frederich
Nietzsche. La Genealogía de la moral.
Madrid, Alianza, p.75
Dr.
Javier Vilchis Peñalosa
Profesor-investigador del departamento de Estudios
Sociales y Relaciones Internacionales del
ITESM Campus Estado de México, México |