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LA CONDICIÓN MEXICANA POSMODERNA: UN NUEVO CONFLICTO ¿SER MEXICANO, SER POSMODERNO Y MEXICANO, O SER POSMEXICANO?

Por Eloy Caloca
Número 62

-“México, creo en ti.”
Ricardo López Méndez

        
Decía Alfonso Reyes (1889-1959) que al hablar de México, uno siempre se queda corto (Reyes, 1955). Y es verdad, ya que formado en los albores de la imitación a los extranjeros, maleado por un devenir histórico ecléctico, inmerso en la búsqueda de sus orígenes o sumido en un intento permanente  por la supervivencia de la tradición propia ante la modernidad homogenizante, el mexicano (o bien lo mexicano) es y será un objeto de estudio amplio en el ámbito psicológico, historiográfico, sociológico o artístico.
        
Para la generación de una semiótica del mexicano, no basta con observar a los compatriotas en las calles o en leer exhaustivamente la Historia Nacional. Esto nos podría brindar una disección adecuada de la identidad nacional o de la cosmovisión social del mexicano, empero, se debe ir un paso más allá. No se puede coartar un análisis tan complejo como lo es el de la mexicanidad (considerado objeto dinámico pierciano) tomando como objeto de estudio únicamente al mexicano del ahora. Sería un corte transversal pobre, históricamente hablando, en una larga tradición de análisis previos que pretenden explicar el impacto de las circunstancias históricas en la mentalidad de los mexicanos y a su vez, la injerencia de éstos en el curso de los acontecimientos del relato histórico nacional. Por lo tanto, es tan clave el análisis de la identidad nacional a través de la historia, como lo es el análisis de la psicología del mexicano contemporáneo.

La necesidad de un análisis posmoderno de la mexicanidad
    
Los artículos mexicanistas y las crónicas citadinas han contribuido a la creación de un retrato mexicano, lo mismo que el cine nacional contemporáneo (lo que tras el boom de Fons o Ripstein llamáramos desde los noventa, nuevo cine mexicano), las telenovelas o la publicidad, han edificado la iconografía del mexicano posmoderno. No niego la seriedad de ensayos como La condición posmexicana (publicado en la selecta compilación Anatomía del Mexicano, 2001), de Roger Bartra, capaz de analizar con certeza al mexicano promedio que entra a un mundo globalizado en donde, al menos mediáticamente, debe lidiar con la destrucción parcial o total de sus valores de identidad, de La fenomenología del relajo (1942), de Jorge Portilla, primer acercamiento al ingenio social y al acto comunicativo íntermexicano, o de textos como los de José Agustín (Historia de la contracultura en México, 1997, Tragicomedia mexicana, 1994), fieles bosquejos de la vida social en México durante el trasculturizante siglo veinte, tiempo del auge clasemediero, de las trasnacionales y de un neoliberalismo salinista que culminó en desfalco económico e indignación masiva. Hay una disección general, generalizante más bien, de ese ser mexicano de fin de milenio, pero hace falta, un análisis de la transición del mexicano contemporáneo (moderno) al mexicano posmoderno. Un esquema evolutivo del homo mexicanis que se convierte en homo posmexicanis.
    
En el alba de un nuevo milenio, el análisis de la mexicanidad pareceentrar en cierta crisis. ¿Cuál es el problema que enfrenta el psicoanálisis del mexicano en nuestro país? Que a pesar de que México se ha distinguido a través de su historia por un análisis mexicanista contínuo, porque no hay que negarlo, el mexicano se goza en la autoburla y es gustoso de leer, aunque sea morbosamente y en secreto, la crítica de si mismo, no existe una disección del mexicano posmoderno a fondo.

Mexicanidad contra posmexicanidad: un conflicto
  
Si bien Samuel Ramos fue el primero en hacer una descripción sucinta y agridulce del mexicano en su Perfil del Hombre y la Cultura en México (1934), la condición posmoderna que enfrenta el país nos obliga a no quedarnos en el análisis de los arquetipos nacionales planteados por Ramos, sino en tomar su fervor por la disección de la identidad nacional, trasladando su explicativo método de argumentación a una nueva realidad sociopolítica para crear así, una nueva discusión arquetípica, funcional para la articulación de una filosofía mexicanista posmoderna. Pero ¿por qué la insistencia en un análisis de la posmodernidad mexicana? La respuesta tiene que ver con la teoría del conflicto. Si se entiende que la posmodernidad, en el sentido teórico-filosófico se construye bajo la pugna de dos discursos, el del progreso positivista de la modernidad, o bien el del marxismo crítico, y la deconstrucción de lo conocido, cimiento argumentativo de lo posmoderno, se podrá entender posteriormente, que esta disyuntiva no solamente guarda implicaciones filosóficas, sino también sociales, morales, ideológicas (de identidad), y en menor medida, políticas y económicas. Recordemos que enfrentamos un conflicto de discursos, subjetivo, no objetivo. La iconografía de México no tiene absolutas, y existen tantos iconos como mexicanos, pero bien, se construye un icono-arquetipo, que languidece ante la adopción de nuevos iconos-arquetipos, lo que en sí, genera el conflicto, entre aquellos aferrados a la primer identidad arquetípica y los promotores de la nueva.
    
Un conflicto es la tensión entre dos fuerzas antagónicas. Para Nash, matemático que articulara el dilema del prisionero, el conflicto interviene cuando una de las partes en pugna se niega a ceder (sinónimo de perder) y existen dos fuerzas que se arraigan a su propio interés. El conflicto que pretendemos analizar es el conflicto que conlleva el progreso de la identidad, la transmutación de una identidad (o de un mero discurso de identidad)en otra, que resulte difícil de adaptarse a generaciones que han salvaguardado la primera.

Discurso de identidad nacional: una brevísima historia
      
A través de la Historia de México, el discurso de la mexicanidad ha cambiado. Como el discurso del loco, el principio de exclusión y el tabú de la sexualidad planteados por Foucault (1972), la pretensión de la respuesta a qué es la mexicanidad ha evolucionado según el ground histórico o sociopolítico. El análisis del mexicano resulta el eje fundamental de los discursos que hemos colectado. Todos los ensayos considerados tienen en común que su tesis temática principal es una posible definición de la mexicanidad, sin embargo, para definir al mexicano se valen de una visión sociológica. No ven a una clase social mexicana específica sino al personaje colectivo que es el mexicano como tal. Aunque surjan análisis particularizados a personajes cotidianos de la vida mexicana, verbigracia, el peladito o el macho mexicano, no deja de considerarse al objeto de estudio –como dijera Sartori (2000)- un pueblo masa cuya participación política y actividad en la modificación del panorama histórico nacional e internacional pueden bien analizarse en conjunto. Esta visión de análisis contrapone dos clases de homo mexicanis  distintas: el yo mexicano individual y el yo mexicano colectivo. El primero es más fluctuante que el segundo. Mientras todo mexicano comparte rasgos de mexicanidad (yo mexicano colectivo) por su formación cultural a manera de espejo de Lacan (refleja lo que ha aprendido en su círculo social contiguo) y por la existencia geográfica en el espacio mexicano (según T. Hall (1973), este aspecto afecta la cultura individual), no todo mexicano, en contraparte, posee la misma postura política, grado de escolaridad o inclinaciones simpáticas discursivas. No todo mexicano es igual (yo mexicano individual).
     
Aunque se aclara que el presente análisis no comprende la facción de la individualidad mexicana, sí se debe abordar el yo mexicano individual para el análisis de los posibles lectores del análisis. Existe un lector ideal, que es aquel que cuenta con los conocimientos suficientes (un ground educacional previo) en materia de análisis de la mexicanidad y en la semiosis discursiva, capaz de entender por completo la articulación del estudio presente. Si el lector como homo mexicanis es capaz de comprender al cien por ciento que los discursos de Usigli, Ramos y Paz siguen la tradición del discurso fundante del complejo de inferioridad de Antonio Caso o Emilio Guerrero y que a su vez son el pilar formativo del nuevo discurso de la mexicanidad de José Revueltas, Bartra, Stavenhagen o Monsiváis, serán capaces de ser mejores intérpretes del análisis presente y a su vez, exponerlo sin tergiversarlo, a través de una postura crítica.
      
La identidad nacional tiene dos puntos históricos culminantes: el primero en el Movimiento de Independencia de 1810-1821 y el segundo, en la lucha revolucionaria de 1910. El siglo diecinueve corresponderá al interregnum de la no-mexicanidad, un periodo difuso en el que no se distingue un homo mexicanis uniforme, sino que hay tantos Méxicos como pensamientos políticos y realidades sociales, algo parecido a lo que pasa a partir de 1950, según Enrique Gómez Pedrero (1988): “Nos toca vivir un México donde hay muchos Méxicos”.
      
La primera identidad, que corresponderá al primer discurso formativo de la mexicanidad, será aquella que forma el homo mexicanis posterior al movimiento de Independencia de México de 1810-1821 altamente influenciado por el criollismo, por el progresismo latinoamericano, por la visión idílica del indígena de nobles sentimientos y por la esperanza de una nueva “identidad” capaz de hermanar al mestizo con el indígena. Tras la discriminación del indígena por parte de los mestizos, el auge del discurso conservador que pretendía la protección de los privilegios de las altas clases, el abuso del poder de una naciente clase política mexicana y los conflictos ideológicos entre el discurso liberal (libertades fundamentales, diversidad de cultos y separación Iglesia-Estado) y el monarquista (México como imperio consagrado a la religión católica), se diluye esta primera mexicanidad.
    
El Siglo XIX, de hecho, constituye una etapa oscura para la concepción del yo mexicano, pues no hay una “identidad” como tal capaz de remitir a una visión folklórica. El mexicano es un luchador pro o anti liberal, el discurso oficial del gobierno se preocupa más por ganar adeptos para el régimen del progreso juarista y para la lucha por las Leyes de Reforma, que por formar un nuevo homo mexicanis del México del diecinueve. Para los conservadores, resulta una vergüenza la imagen del yo mexicano-indígena, ya que la moda y la literatura deben remitir a la tradición francesa de la sombrilla a media tarde, a los vestidos hampones de amplias enaguas y a los jackets ingleses. No existe, a decir verdad, un mexicano de bronce como el independentista, por el contrario, los conservadores ven con admiración el perfil griego y blanca tez de los monarcas protagonistas del Segundo Imperio. Podríamos aquí afirmar, abriendo un paréntesis, que ya desde entonces se observan claros rasgos del complejo de inferioridad mexicano tradicional: el nativo mexicano ve con admiración al visitante europeo, que se muestra engalanado por la belleza física (que, como dijera Umberto Eco, proviene de la concepción de los dioses griegos de perfectas facciones y cuerpos) y cultural (al provenir de las naciones que engendraron a Mozart y a Boticceli, y no a los chichimecas de prácticas caníbales). Ese desdén de los conservadores a lo que llamarían un pasado pseudobarbárico indígena, caracteriza el discurso de la clase alta mexicana del diecinueve. Para sorpresa nuestra, el discurso de las clases populares y del intelectualismo liberal, no dignifica la imagen indígena, sino que constituye un segundo malinchismo, no proeuropeo, sino esta vez, proestadounidense.
     
La vestimenta y pensamiento de Benito Juárez resulta ser una paráfrasis del pensamiento de Abraham Lincoln y de las luchas liberales estadounidenses, del protestantismo de los teólogos norteamericanos (Diego Thompson, quien hiciera llegar su versión de la Biblia a las costas veracruzanas) y de la masonería yorkina. Por mucho que en su correspondencia Juárez alabara su nación zapoteca oaxaqueña, como él la llamaba, en la práctica política y social se congraciaba más con la apertura comercial (ideas del mercantilismo de Adam Smith) de México a los azucareros de Nueva Orleáns que con la defensa indigenista. La separación del yo mexicano-indígena y el yo mexicano-urbano conservador/liberal reflejan la carencia de una identidad nacional uniforme capaz de abrazar a todas las clases sociales. La injerencia del positivismo francés o las ideas utilitaristas de Bentham y Mill, erosionan la teorización de una política o economía netamente mexicanas. Existe una continua piratería de pensamiento, como señala Antonio Caso (1926) en su Unidad e imitación:

Una de las leyes fundamentales de la actividad social es la imitación. No sólo de la vida social, sino de la vida psicológica. Se imita mucho más de lo que se inventa. El más grande de los ingenios que ha visto la humanidad, debe más a sus precursores que a su propio ingenio. (Caso, en Bartra, 2006: 58).
    
El rescate del arquetipo mexicano, visto a través de la mexicanidad indigenista, llega con la lucha de Revolución de 1910. Durante el porfiriato (1875-1910), México es el sinónimo directo de un proceso de urbanización, vanguardia arquitectónica y auge diplomático, en las ideas sostenidas por el discurso institucional, sin embargo, existe un segundo México marcado por la miseria, formado por la clase obrera, campesina e indígena. Es en este contexto en donde se articula el discurso institucional que verá nacer los ensayos que analizaremos. La creación de una Historia Oficial a partir del gobierno de Plutarco Elías Calles (1924-1928), que verá su escritura formal posteriormente durante los años treinta, pretende rescatar la imagen del caudillo revolucionario como imagen acústica asociativa de la palabra mexicano. Se crea el arquetipo del “charro mexicano” y de la “Adelita” (la mujer subyugada que no por eso vive en la infelicidad) y se forma el arquetipo clásico de la mexicanidad.
    
Los años treinta ven surgir movimientos intelectuales caracterizados por la decepción de la etapa revolucionaria. Esta generación de pensadores habían sido parte de la gestación intelectual de la lucha de prensa revolucionara antiporfirista que atacaba el positivismo en la educación que tanto enarbolaba Gabino Barreda; impulsores del racionalismo educativo como José Vasconcelos, Vicente Lombardo Toledano y Antonio Caso, que en un constante esfuerzo por la propagación del libre pensamiento y de la defensa de las ideas de los desaparecidos Flores Magón, se dan a la tarea de publicar los Cuadernos Americanos, set de gacetas con ensayos reflexivos y de divulgación científica . Samuel Ramos es perfecto token de este movimiento, caracterizando la desilusión de un caudillismo revolucionario que en medio de los treinta resulta una imagen pálida e inexistente, pero lleno por otra parte, de la ilusión de cambiar a México por medio de la educación, sacándolo de su complejo de inferioridad.
    
Los años cincuenta (específicamente el sexenio de Miguel Alemán Valdés, 1946-1952) representan la entrada del neoliberalismo (aunque de forma muy somera) a la política estatal mexicana. Con esto, se gesta una nueva clase intelectual mexicana. Abundan nuevas vanguardias en la literatura y se colocan en el apogeo autores como Rosario Castellanos, Juan Rulfo, Emilio Carballido y Juan José Arreola; por otra parte, existen escritores que, al viajar por el mundo, amplían sus horizontes culturales, forjando una nueva visión del mexicano. Octavio Paz y Rodolfo Usigli son ejemplos de la apertura artística de México en los años cincuenta. Ambos, al haber estado en los Estados Unidos, cambian su objeto dinámico de la mexicanidad y emprenden un nuevo discurso sobre el yo mexicano colectivo. Mientras Ramos y los teóricos de los años treinta magnificaban al mexicano (como es el caso de Vasconcelos) como ser todo poderoso proveniente de una raza cósmica, los años cincuenta contribuyen con un juicio al mexicano por su ingenuidad; para Usigli, el mexicano se ha dejado ultrajar por la conquista extranjera adquiriendo una postura pasiva. Paz justifica un poco más la pasividad del mexicano. No juzga que no haya pretendido luchar ante tal infamia ya que el mexicano es producto de una violación a la madre patria por un padre que se fue por siempre a España.
    
Los años sesenta y setenta están subyugados al discurso pacista. Ante el boom del Laberinto de la Soledad (1950) como obra editorial y ante su cita permanente en todos los ensayos posteriores sobre mexicanidad, el nuevo discurso institucional de la clase intelectual obedece a las ideas de Paz. Sin embargo, surgen nuevos contradiscursos en materia literaria que se oponen a esta nueva pseudoreligión de la mexicanidad (la de Paz), las cuales conforman nuevas contraculturas de la literatura mexicana de las que hablaremos más adelante al analizar Hijos de la Malinche y su contexto.
    
Los años ochenta, por su parte, llevan el discurso de la mexicanidad a otros medios comunicativos más allá de la literatura: el cine y la televisión. Si bien no hay discursos ochentenos sobre la definición de la mexicanidad, o si los hay, son por la vía del cómic o de la música (léase La Familia Burrón de Gabriel Vargas o escúchense El Tri o Botellita de Jerez). De estas muestras culturales, así como las que llegaron con el cine, como es el caso de películas como Mecánica Nacional (1979) o México, México Ra, Ra Rá (1983), se comenzó a mostrar una facción urbana del yo mexicano colectivo. El hacinamiento en grandes complejos departamentales, la llegada de la cultura estadounidense por medio de la música o las modas (conviene leer el Rey Criollo, 1974, de Parménides García Saldaña), la extrema pobreza y los problemas urbanos diarios del Distrito Federal –tráfico e inseguridad- conforman el nuevo perfil del mexicano del último tercio del Siglo XX, un ente que, sin perder su complejo de inferioridad, debe enfrentar los estragos de la metrópolis. Los años noventa siguen esta tendencia y con la llegada de autores que abordan el problema de la favela urbana como Emiliano Pérez Cruz (leer Todos tienen premio, todos, 1996) se observa por primera vez al mexicano de los tugurios; el hiperrealismo construye la mexicanidad de las cloacas, caracterizada por el argot de las clases populares, la promiscuidad y la condición de desigualdad (que genera, por tanto, un doble complejo de inferioridad, no bastando el que viene implícito con la mexicanidad, agregando la inferioridad social que viene con la marginación generada por la pobreza). El cine contribuye en este punto con De la Calle (1997) o Amores Perros (1999) de González Iñarritú, película que aborda los distintos perfiles del yo mexicano individual  mediante tres clases sociales distintas: media, baja y un lumpen conformado por los “pepenadores” de basureros.
     
El nuevo milenio trae consigo la condición posmexicana. Este término es el que usa Bartra (2006) para definir al mexicano del nuevo milenio, que tras la entrada de México al Tratado de Libre Comercio (TLC) con Canadá y los Estados Unidos en el sexenio de Carlos Salinas de Gortari (1994), debe buscar su mexicanidad entre la invasión de la aculturización estadounidense:

(…) la era del TLC nos sumerge en la llamada “globalización” porque la crisis del sistema político  ha puesto fin a las formas específicamente “mexicanas” de la legitimación e identidad. Este proceso se comprende mejor si lo equipamos con la caída de la cortina de hierro y el derrumbe del bloque socialista soviético. La “occidentalización” y en el caso mexicano, la “norteamericanización” son un efecto importante incluido desde el exterior pero derivado de una gran quiebra interior de un complejo sistema de investigación y consenso. (Bartra, 2006: 306)
  
No se puede estudiar más al mexicano como producto único de la mexicanidad, sino como el resultante de la supercultura instalada sobre sus raíces mexicanas. Se observan nuevos éxitos como la capacidad de comunicarse con el mundo globalizado y la profesionalización constante de la clase media mexicana, empero, se muestra un mayor rezago y pobreza en la comunidad campesina y marginal del territorio mexicano.

 

De peladito a emo
    
Analicemos un ejemplo concreto. El peladito, de Samuel Ramos, se convertiría en la posmodernidad, en el profesante de alguna de las tantas contraculturas nacionales. Durante la Nueva España o los primeros años de vida independiente de México, los pelados son indios aferrados a la barbarie de sus tradiciones de antaño, o son mestizos y castas iletradas cuyos oficios favoritos son el bandidaje (saltear caminos, saquear haciendas, robo de mercados), la promiscuidad, o bien, la  simple pérdida de tiempo. Para un pelado, el ocio es de carácter fundamental. Será el factor que lo distinguirá de lo que Ángel Rama llama la ciudad letrada: profesionistas ocupados y casados con el discurso de progreso nacional, la “gente decente” (Ver La Ciudad Letrada, 1980). Ante los ojos de esta gente bien, el arte de no hacer nada es lo que le abre al pelado las puertas del vicio. Pero ya en el Siglo XX, no todo pelado es un delincuente. Esta percepción cambia abruptamente cuando el pelado deja de ser ocioso; cuando integra las masas de la fuerza laboral, cuando realiza el trabajo duro que alguien tiene que hacer.
    
La clase trabajadora, corresponde a los pelados redimidos, los estratos raciales no favorecidos que, en lugar de otorgarse a las malas costumbres, eligen dedicarse a un oficio. En sus rudimentos, el pelado no se somete a un juicio moral, sino más bien, a las dicotomías civilización y barbarie, vicio-ocio y trabajo-progreso. 
   
 En los años cuarenta, el peladito se define iconográficamente por las películas de Mario Moreno Cantinflas. Los sesenta y setenta, harán del peladito un mexicano promedio de clase lumpen proletaria, proletaria o incluso, media,  que se da a sí mismo al vicio. Es entonces, que ser pelado es más una cuestión moral que laboral (de oficio). El cine de ficheras, con la presencia de nuevos arquetipos como el mujeriego, el compadre inseparable, el teporocho o “el feo”, transmutan al peladito simpático de los cuarenta en un pelado morboso y erógeno, una oda al albur y al pulque. Lo curioso, es que esto también muta las nociones de lo hilarante o lo gracioso. Marca la pauta para la formación subjetiva de la tradicional picardía mexicana. La comedia nacional, rica en juegos de palabras, es llevada al burdel. Lo erótico, pero caracterizado por el “mal gusto”alcanza su cumbre en piltrafas humanas. Figuras, tanto masculinas como femeninas, que no obstante su calidad de vida marginal, demuestran mediante la fiesta constante y la proclividad al desorden, que son felices.
   
Cuando se avecina la posmodernidad rompe brutalmente la noción tradicional del peladito. Los nuevos pelados, tras la matanza estudiantil de 1968, son jóvenes desordenados, amantes del sexo libre, de las drogas psicotrópicas y de la música estridente. Sin embargo, muchos desean desetiquetarse de este aglomerante de juventud y eligen casarse con una contracultura.     
     
Las voces contraculturales provienen del extranjero y, al sincretizarse con los valores nacionales, hallan en México, manifestaciones particulares jamás vistas anteriormente. El hippiteca, por ejemplo, constituye en sí mismo una mezcla entre el hippie norteamericano de las calles de San Francisco, antibeligerante y “alivianado”, y la causa indigenista nacional, albergada por los comunistas mexicanos emanados del refugio de Trostsky de 1936. Es, por sí mismo, un sincretismo, una figura que, como la propia iconografía nacional, resulta ser un híbrido de varias formas culturales. El joven hippiteca puede entonces, tararear a The Doors, ytocar la guitarra eléctrica, pero en contraparte, consumir hongos de valor ritual para culturas autóctonas y vestir un tradicional atuendo mixteco.
     
Veamos qué pasa con otras contraculturas. El punker mexicano, como segundo ejemplo, no es un neonazi antisemita, se adueña del skinhead europeo, la exaltación a la cultura del trabajo y la desconfianza gubernamental, así como la cultura DIY (Do it yourself). El emo, como punta de lanza del posmodernismo, se vislumbra como la fusión contracultural más grande jamás vista: hairstyle de punker, calzado a la happy punk, colores ácidos sacados de la Generación X (juventudes de los años noventa) en su más puro gusto electrónico (“Sonic Youth”, “Yo la tengo”) y una supuesta actitud pasiva, mezcla del el hippismo de protesta improductiva y el nihilismo de la beat generation, oscurantista expresión norteamericana de los años veinte. Ahora que, si esto es tan sólo el emo en su estado puro, en el caso europeo o estadounidense, imaginemos por solo especular, las variantes de un emo mexicano.
   
Volvemos al sincretismo cultural. En México el emo no sabe por qué protestar atentando contra su propia vida, sin embargo, la necesidad juvenil de matrimoniarse con un estilo de pensamiento lo obliga a hacerlo. Vivimos en un país sin posguerra, sin pugnas por la legalización de las drogas y sin una industrialización deshumanizante. ¿Qué fundamenta la depresión del emo mexicano? La respuesta es sencilla: lo que sea. En México, el emo es un joven confundido en búsqueda de su propia justificación contracultural. En cuanto a su vestimenta, el emo en México se ve obligado a acudir al reciclaje. El llamado “coladera” (despectivamente usado en la comunidad emo, y sin ánimos de ofender, en este espacio), es el emo moreno carente de un outfit de las marcas más famosas; un joven que no le tocó vivir en algún país de primer mundo. Se ve forzado a ajuararse con camisetas teñidas y piercings self-made.
   
Cada movimiento contracultural, al llegar a México, no puede manifestarse en estado puro, debe mutarse para su adaptación en las mentes juveniles. La transmutación de los caracteres de vestimenta y de las ideologías en nuevos casos contraculturales “orgullosamente mexicanos”, es lo que genera en sí, una nueva identidad nacional. Los análisis de Octavio Paz en su laureado Laberinto de la Soledad (1950) y de Usigli (Las máscaras de la hipocresía, de 1951), delinearon factores cruciales en el análisis de la mexicanidad: el complejo de inferioridad, el gusto por la fiesta, el machismo. Pero en lo que se refiere a la “iconografía nacional”, parecen ser cada día más obsoletos, conforme se avecina el torrente de usos y costumbres extranjeros a México, que comienza estridentemente a partir de los años noventa, con la apertura mediática y comercial de las fronteras nacionales.

La entrada a la era posmoderna
    
El posmodernismo es, lo que la Escuela de Frankfurt (Fromm, Benjamín, Adorno, Horkhaimer, Habermas, Derrida, Marcuse, entre otros) denomina, la era de la deconstrucción. Los arquetipos clásicos y los discursos de la modernidad, comienzan a verse modificados por el boom mediático, la supercultura generada por los pasos agigantados con los que camina la tecnología y el languidecer de los radicalismos. Para Giddens, la era posmoderna es una fusión de filosofías, ideologías y teorías políticas, para los seguidores de Luhman (hijo ideológico de los sistemas de Bertalanfi), si el sistema posmoderno se encuentra en constante cambio, es porque se compone de miles de sistemas menores (familiar, legislativo, político, mediático, educativo) que también cambian a cada instante y para Horkheimer y Adorno, el entendimiento del mercado posmoderno (lo que Braudel en su Dinámica del capitalismo conoce como economía-mundo) debe basarse en el bombardeo de los medios de comunicación con fines publicitarios (industria cultural) y en la creación de necesidades innecesarias (el híperconsumo, de Lipovetsky, planteado en).
    
Lo curioso y desconcertante es, que en México la cultura  posmoderna se vuelve aún más difusa de lo que, teóricamente, ya es de por sí. Si el acerbo analítico del posmodernismo –con sede en Alemania- nos ha vaticinado que los valores culturales del mundo contemporáneo integrarán al fragmentarse, nuevas formas culturales ¿Qué se puede esperar del caso mexicano, que ya desde su fundación cultural, remite a la transubstanciación de varias civilizaciones en choque? Recordemos que Lyotard no vivía en la Ciudad de México.
   
Cuando en su Condición Posmoderna, nos habla del nihilismo activo y del criticismo teórico, habla desde un ground europeo en donde la cultura desaparece mientras la contracultura aparece. Ya desde los noventa, y desde mucho antes, con el boom beat, el junkie o los droogs de los sueños de Burgess se apoderaron de Londres, los comis rojos eran sinónimo de excomunión franquista en España y en Alemania, había tantas manifestaciones culturales como comunidades ideológicamente individuales. México no es precisamente, un caldo de cultivo para la visión eurocéntrica de la posmodernidad.
    
El posmexicanismo, que bien podríamos definir como una identidad mexicana de lo posmoderno, es solamente una de las facciones culturales (y de identidad) del país.
     
La primera era del posmexicanismo
la trajeron los primeros ecos de Estados Unidos en México durante los años sesenta y setenta. La clase alta comenzó a usar productos anglosajones para facilitar su vida cotidiana y fomentar una nueva estética: electrodomésticos, cortes de moda europea, automóviles extranjeros. Llegaron tiendas departamentales, Liverpool o Sears, se mexicanizó el sueño americano y se generó el mágico sincretismo antes referido. El ama de casa tradicionalmente sumisa y marginada, ahora podía comprar medias de seda y tener hairstyles exuberantes, el charro mexicano se vistió de traje sastre y los niños que jugaban con el trompo y el valero, comenzaron a coleccionar figurines de acción. El problema fue que, aún adoptando patrones culturales extranjeros, el mexicano no dejó su arraigada identidad. Esto, claro está, no solamente en la clase media. Las clases populares (o proletarias) tuvieron su propio ente trasculturizador en el pachuco, hijo fenomenológico de los tratados de braceros (1951-1953) bajo los que mano de obra mexicana podía aspirar a trabajar en los Estados Unidos. Dirían entonces, en los pequeños pueblos, se van al otro lado y nomás se traen los vicios. Los trabajadores mexicanos en Estados Unidos, a veces regresan, a veces no, se consolida la cultura chicana, los pochos y los fronterizos. Ciudades como Tijuana o Reynosa adquieren sus propias manifestaciones culturales: el charro tradicional se funde con el cowboy extranjero y los corridos revolucionarios, órgano difusor de las hazañas norteñas de la División del Norte, pasan a elogiar el narcotráfico, actividad que se convierte en un signo asociativo directo de la frontera norte.
    
México tiende a convertirse, a partir de la segunda mitad del siglo pasado, en un juego trasmutante de arquetipos e identidades: el macho tradicional se convirtió en un posmacho, la mujer sumisa pasó a un poscautiverio y el niño se convirtió en una caricatura mexicanizada de la niñez norteamericana. En acepciones saussurianas, cambia la forma, la vestimenta, los artículos, el argot, pero no la sustancia, la identidad mexicana permanece intacta o se va modificando, muy gradualmente.

De generación en degeneración
      
Hay mexicanos que desean desligarse de su mexicanidad y de todo atributo arquetípico del mexicano; jóvenes posmodernos: emo-punkers, skinheads, indies o niños vintage. La vestimenta, la música, el idioma y los esquemas de pensamiento son extranjeros –importados de Europa y los Estados Unidos- pero no sólo eso, sino que nisiquiera son manifestaciones culturales de otro país en sí, sino híbridos universales generados por la posmodernidad. Si bien hay cargas culturales hegemónicas, como el caso del idioma inglés, hay cierta libertad para el ingenio, la mezcla de colores, sonidos e ideas.
       
Pero existen corrientes, sin embargo, que no se alejan tanto que digamos, de los arquetipos nacionales. Éstas, surgieron en México como muestra de los primeros sincretismos culturales, cuando el bombardeo mediático no era tal, que fuera capaz de dejar a la juventud la opción de dejar a un lado lo mexicano para congraciarse con las contraculturas extranjeras completamente. Podemos catalogar aquí a los posmexicanos voluntarios, que a diferencia de sus padres, que eran posmexicanos por el mero hecho de ser una mezcla cultural del lifestyle norteamericano y de la identidad mexicana, son individuos que deciden qué adoptar del torrente cultural extranjero y qué conservar de la identidad nacional –a veces, solamente a manera de guasa-. Surgen entonces, experiencias musicales sincréticas que tienen en Avándaro, Festival de Rock y Ruedas, su centro de difusión. Three Souls in my mind, padre del Tri, con un Alex Lora, más joven, sin Chela acompañándolo, muestra a través de sus letras, esta nueva identidad juvenil.

Los estándares morales, económicos, políticos e incluso, culturales, caen ante la búsqueda de la libertad, bandera prácticamente robada de la causa hippie estadounidense. En canciones como la Chava de Avándaro  o Mente Rockera, se podía entrever la relajación de la estricta moral mexicana tradicional y la aceptación de la libertad que vendía la causa estadounidense. En los años ochenta,  con el guacarrock como su máximo exponente, Botellita de Jerez fungía como un juego trasculturizador en donde los caracteres mexicanos tradicionales por antonomasia, el charro como imagen favorita de la estampa de los cuarenta, se vislumbran traslúcidos ante la llegada de la contracultura, pero se resisten a desvanecerse; de ahí nace el guacarrock en sí, con un charrocker, joven de espuelas y chaparreras, zapatos tenis y copete engominado al más puro estilo del hardcore  sesentero que inmortalizó “Vaselina”. Como diría José Agustín, los mexicanos comenzamos a hacer caricaturas de los arquetipos extranjeros: Julissa se convirtió en una Doris Day mexicana, César Costa pasó a ser el Paul Anka del nopal y ya en la cumbre de la posmodernidad, vemos en la televisión nacional versiones mexicanizadas  de los más famosos reality shows europeos o telenovelas adolescentes que pretenden imitar las series televisivas con mayor rating en Estados Unidos o en el cono sur.
   
México vive un aletargado proceso de aculturización y, si es lento, es por la resistencia de ciertos patrones culturales hegemónicos. Los discursos históricos, políticos y folklóricos son tan fuertes que resultan muy difíciles de mitigar. Todo México puede plagarse de contraculturas, pero aún así, es difícil olvidar el tricolor dieciséis de septiembre o qué decir de aquellos partidos de futbol en donde el patriotismo guardado tiende a salir. El hombre posmoderno en México no puede olvidarse de su propia mexicanidad, si bien crea un posmexicanismo como vía de adaptación al mundo globalizado, se conforma con el sincretismo y no con la sustitución de sus patrones culturales. Sin embargo, vemos que aún este posmexicanismo recae en ser arcaísmo para las últimas generaciones de la clase media y alta (centros del bombardeo mediático de la supercultura, vía Internet y televisión, principalmente).
    
Analicemos dos rupturas discursivas, entonces. La primera, está determinada por la estratificación económica. La segunda, se encuentra definida por las generaciones.       
     
Afirmaremos, sin ahondar demasiado, motivando sí en cambio a una investigación particularizada en el rubro, que la clase media y alta, por su mayor nivel de aproximación a la vida mediática de México, adquieren un mayor número de patrones culturales extranjeros y se muestran, más remotos a la iconografía nacional, mientras que las clases bajas, al encontrarse en cierta medida aisladas de la aldea global (Mc Luhan lo definiría como una ideología unificadora creada por los alcances mediáticos), tienden a conservar patrones mexicanos de una forma más arraigada. Vemos así, una ruptura entre el México clásico de las clases desfavorecidas y el México globalizado de las clases sociales colocadas.
   
El mexicano clásico tiende a establecer roles sociales impuestos por los caracteres culturales que trajo la Revolución –se influencia seriamente por el caudillismo y por la iconografía de los cuarentas, que brinda la imagen del charro conocida hasta hoy- e incluso, obliga a sus entes sociales próximos (familia, subordinados, amigos) a la práctica de estos roles sociales. Se define lo que debe ser el hombre, o debe ser la mujer, lo que debería hacer el presidente, e incluso, una moral estrictamente mexicana. El asesinato o el suicidio, tienden a ser adecuados si son en aras de la protección de la soberanía nacional, la mujer debe subyugarse porque se exalta la figura de la fuerza masculina ante todo, y el joven siempre será inexperto, pues no ha vivido lo suficiente como para tener opinión en política o economía. Por lo general, se sitúa, al menos icónicamente hablando, a este mexicano tradicional en un ambiente rural. Y es que, al ser parte de esa ciudad ignara que denominaría Ángel Rama como el conjunto de centros sociales alejados del progreso urbanita, el México “del pueblo” es un México que no ha recibido la carga cultural posmoderna que puede ya haber adaptado con naturalidad el México “de ciudad”.
    
Claro que, aún en el México rural podemos ver claros fenómenos de trasculturización. No se salvan estos mexicanos, pese a sus arraigados patrones ideológicos tradicionales e incluso en algunos casos, como en las comunidades indígenas, lingüísticos y de vestimenta, de vivir en una posmodernidad, aunque la manifiesten, muy a su manera.
   
Vemos al chiapaneco –por mencionar la entidad mexicana con mayor arraigo, a mi parecer, en patrones culturales tradicionales, indigenistas, prerrevolucionarios e incluso, caudillistas-revolucionarios- como el primer consumidor de Coca-Cola del país entero. Este es uno de los más curiosos, macabramente me atrevería a decir, maravillosos, sincretismos posmodernos. El charro tradicional o bien, el campesino con ese complejo de inferioridad tradicional que caracteriza al mexicano de Samuel Ramos, beben el elixir oscuro por el simple hecho de que es barato, están bombardeados de su publicidad y, a su juicio, es sabroso. Si bien hay comunidades indígenas completamente fuera de la aldea global, lugares donde, nisiquiera se habla el español como lengua hegemónica, donde cada pueblo ha instituido patrones culturales propios (otomíes, lacandones, pero no mexicanos), que me atrevo a decir, cada vez son las menos, en cada cabecera rural se ven muestras de trasculturización, como la maquinaria extranjera o los mecanismo de comercio urbanos: las “tienditas”, plagadas de productos empaquetados brindados por la industrialización.

Ahora que, si los pueblos enfrentan fenómenos migratorios, se acelera la trasculturización y se ven nuevos sincretismos que rebasan los del tipo rural-urbano y saltan directamente al intercambio cultural mexicano-estadounidense. Los trabajadores rurales, tras conocer suelo norteamericano, adquieren nuevos patrones culturales, vestimenta e incluso, pueden modificar su código de habla. Si no es un caso que se pueda generalizar, es porque algunos trabajadores emigrantes conservan sus rasgos culturales y luchan contra la aculturación, pero otros no lo hacen así, sino que se ven identificados con la cultura extranjera, e incluso, se esfuerzan por adoptarla. Sin completa seguridad en la afirmación, podría establecer que los emigrantes se adaptan culturalmente al medio extranjero de acuerdo a su edad: los mayores se resisten a la aculturización, pero los jóvenes se ven atraídos por los parámetros extranjeros de vida, pensamiento y consumo.
    
Salvemos de esta dialéctica de la aculturización al caso chicano. Los jóvenes mexicano-americanos, me he preciado de conocer a unos cuantos, se gozan en el rescate de patrones culturales mexicanos. Hipotéticamente, podría decir que esto se debe a un fenómeno de autobúsuqeda, lo que podría ser el rasgo de un posible posmodernismo tardío. Algunas teorías creen que, tras la ruptura de códigos de identidad de la posmodernidad, el ser humano buscará “algo en que creer” y se aferrará a una ideología determinada, radicalizándose. El joven chicano, ni mexicano ni plenamente estadounidense, harto del sincretismo al que se le ha forzado vivir, tiende a buscar la autodefinición. Pero ¿por qué el chicano, ese pachuco de Octavio Paz, es un caso aparte? Porque desde su propia formación de identidad, ya desde los cincuenta con los tratados migratorios de Miguel Alemán Valdés, posee rasgos posmodernos sincréticos que rebasan por mucho, los sincretismos y mutaciones culturales que vive el mexicano promedio. Concentrémonos entonces, en la creación de una dialéctica de la aculturación para lo que Roberto Bolaño, poéticamente hablando, le llamara los mexicanos perdidos en México.
    
Llevando esta lógica a los parajes urbanos y a las clases media y alta, podemos ver un fenómeno similar al que se enfrenta entre las generaciones de los poblados rurales. Los padres de familia tienden, en ocasiones, conservar más patrones mexicanistas que los habitantes más jóvenes que ansían, en muchos casos, la adopción de patrones extranjeros. El problema es que, nos enfrentamos con una verdadera maraña de casos de aculturación, porque el joven rural se identificará con los patrones extranjeros que más guste y el urbano a su vez, tomará lo suyo de sus homónimos clasemedieros extranjeros. Un joven mexicano emigrante de una región rural de Michoacán, gustará de adoptar el outfit de la juventud norteamericana del Bronx (el rave, el hip-hopero) o bien, de los cholos fronterizos. Un joven de clase media de una gran ciudad, en cambio, buscará identificarse con el vintage, el indie o el nerd-rock estadounidense, si gusta de alojar cierta rebeldía, no dudará en retar a sus padres haciéndose darkie. ¿Depresivo? Emo. Si gusta de meterse en problemas, puede ser skinhead o punk. Los “chicos buenos”, aquellos que aparentemente no nos importa ser etiquetados contraculturalmente, nos vemos también, seriamente aculturizados: playeras y pantalones extranjeros, peinados provenientes de los medios de comunicación y aditamentos (lentes, gorras, cinturones) también adoptados. La supercultura es ya uniforme en los centros urbanos. La iconografía mexicanista parece ser víctima de la nostalgia. El charro se ha dejado para la fiesta y la “adelita”, se relaciona más con una sirvienta (con el respeto debido a la profesión), o bien, el campesino o el indígena deben ser ignorantes. Y esto es lamentable, porque el desarrollo de la metrópoli en México, o de las capitales de provincia como micrópolis,  ha albergado en demasía la idea del “pinche indio, ignorante”, que no es más que otra transculturación, la de la dicotomía barbarie-civilización que proviene desde el Siglo XIX, con textos como el Facundo, de Domingo Faustino Sarmiento, promotores del centro urbano como la meca positivista del progreso.
   
En la ciudad, todos los habitantes han dejado la mexicanidad tradicional para hacerse posmexicanos a su manera. A distinto grado, desde la “María” que aún conservando rasgos tradicionales, sorteando automóviles vende chicles de una gran compañía, hasta el ama de casa que llena un refrigerador de manufactura extranjera de productos emanados de conglomerados, ningún mexicano urbanita puede escapar del capitalismo o del mercado. Ni así, siguiendo esta lógica braudeliana de las economías-mundo, podemos escapar de un mercadeo cultural, en donde hay una cultura hegemónica (la de Estados Unidos, que a su vez ha recogido muchos patrones europeos) y pinceladas de la cultura tradicional.

Pero, ¿es que acaso ya nos acostumbramos a vivir así?
   
Benedict Anderson, Gellner o Hobsbawn nos hablarían de la conformación de la nación a través de narrativas tradicionales, una serie de signos que definen el nacionalismo, que crean la noción de patria y que sirven de cohesión cultural a los habitantes de la nación-territorio. En el caso mexicano, digamos que esta narrativa tradicional está cambiando.
    
Sin ahondar en el discurso formativo de México, esta alabanza continua de la Historia oficial a  los héroes que nos dieron patria, se conserva como mero elemento alegórico. El pueblo mexicano puede compararse a esos niños que, aún sabiendo que Santa Claus (otro genial ejemplo de aculturización urbana) no existe, tienden a observarlo sin fastidio en tiendas departamentales y en cuadros publicitarios ¿por qué? Constituye un icono de la nostalgia, de los signos interpretantes de la niñez y de la Navidad y además, de alguna forma u otra, es la costumbre de que Santa siempre ha estado ahí. Pasa con los héroes nacionales, con el Himno y con los símbolos patrios (lábaro e icono de águila y serpiente); son motivos de orgullo y alegría, pero ya no remiten a una actitud beligerante ni mucho menos, al discurso de soberanía para el que fueron generados. El patriota, respetuoso de sus símbolos patrios, y vigilante de las fiestas creadas por el discurso instrumentalista de la nación, suele verse como un ser en peligro de extinción.

Sin embargo, los símbolos patrios, como la narrativa tradicional arcaica o primigenia, no nos incomodan, es decir, no modifican el status quo de vida del mexicano promedio. No hay razón para abalanzarse en contra de estos discursos, se puede coexistir con ellos. Pero ¿qué pasa con los discursos tradicionales que alejan a México de la vanguardia internacional? Deben ser erradicados. Volviendo a la idea de civilización y a la barbarie, la imagen del mexicano “de sombrero y huarache” pobre, marginado por la corrupción de Estado y hundido en un complejo de inferioridad que, según Los hijos de la Malinche de Octavio Paz, proviene del trasfondo histórico de la conquista de México, debe ser reformulada, hipócritamente, para “no quedar tan mal” ante la avasalladora revisión cultural que trae consigo la globalización.
   
El mexicano debe ser un ente civilizado. Debe fungir como un individuo cuyo trabajo sirve para el progreso nacional. En nociones posmodernas, el campesino debe parecer vigoroso y aventurero, el emigrante es, no un indocumentado que viaja lejos por buscar un poco de bienestar, sino más bien, un mexicano con aspiraciones. Sin embargo, la realidad supera la ficción y tarde o temprano, México es víctima de sus propios discursos culturales.

El monstruo que, articulado por la cultura nacional, más ha afectado la estabilidad social y familiar, ha sido tal vez, el machismo. El macho mexicano, envidia de bravura de los países industrializados y efigie de valentía para los pobres campesinos que, apenas empuñando un rifle, defendían en el sur la causa zapatista, creación iconográfica del avilacamachismo y del orgullo posrevolucionario, ha sido un cáncer social y un detrimento cultural notable.

Y es que, ¿de dónde surge el macho? Verlo como producto de la industria cultural mexicana del cine de oro de los años cuarenta sería un análisis pobre. Tal vez Octavio Paz, robando ciertos esquemas freudianos, es el que más se ha aproximado al trauma que genera el machismo en México y que genera su real contraparte que el pueblo gusta callar, el complejo de inferioridad. Para Paz, el machismo no es más que la máscara que esconde la marginación subjetiva (a veces automarginación del mexicano y otras, co-marginación de otros mexicanos). Es la voz estridente que dice al mundo que en México “nadie se raja”, que el macho es “el chingón” (en la extensión de lo que chingar se refiere en su acepción erótica de dominación sexual) para ocultar la patética forma de una identidad escuálida, temerosa de mostrar sus emociones e incapaz de retar su narrativa tradicional patógena con el fin de forjar una nueva realidad cultural. Gran parte de la pobreza, de la migración y de la ruptura de la familia iconoclasta en México, se le debe agradecer al macho, es cierto. Sin embargo, así como  el fundamentalismo tradicionalista no ha traído benéficas consecuencias para México ¿las ha traído el bombardeo trasculturizador, en especial, del vecino país del norte? Tal vez las modas inmorales (o amorales) y la exaltación del no pensar, lo que Doufour le denomina el arte de reducir cabezas, han sido también, grandes agravantes de la calidad de vida en México. ¿Qué hacer, entonces? Una reflexión de doble vía: un revisionismo del patriotismo clásico y de los galanos discursos de identidad nacional del pasado, y una delicada selección de lo que estamos adoptando (y adaptando), como discurso de mexicanidad futuro.

En la entrada de un posmodernismo tardío, es hora de analizar al mexicano posmoderno, e incapaces de poder ahondar el complejo psicológico que comprende el posmexicano o el hombre posmoderno en México o de México, debemos concentrarnos en, apenas, algunos de los filamentos que componen el mexicano posmoderno promedio. Ahondar en una filosofía del mexicano posmoderno, no solamente nos brindará una radiografía arquetípica adecuada de la siempre cambiante iconografía nacional, sino que también, abrirá una brecha notable en materia de reflexión e investigación en ciencias sociales.


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Eloy Caloca Lafont

Alumno de la Licenciatura en Relaciones Internacionales del Tecnológico de Monterrey, Campus Querétaro, estudiante de la Licenciatura en Ciencias de la Comunicación en la Universidad Nacional Autónoma de México, y Dibujante Humorístico por el Centro de Estudios de Enseñanza a Distancia, de Barcelona, España.

 

 

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