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Por David Sarquís
Número
44
Dada
la enorme diversidad de gente que puede uno observar
con toda facilidad en nuestro planeta, prácticamente
desde siempre, a veces no resulta fácil
asimilar la idea de que, en términos genéticos
constituimos una sola y única especie,
la cual comparte, obviamente un origen común;
mucho más difícil es, en consecuencia,
pensar en términos de un destino común.
De hecho, la evidencia contundente para demostrar
nuestra íntima conexión genética
fue aportada por la biología molecular
en fecha relativamente reciente. Todavía
a mediados del siglo XVIII y prácticamente
hasta mediados del siglo XX, las teorías
sobre las razas se empleaban con un pretendido
valor científico para justificar el trato
desigual entre grupos humanos e incluso, los
procesos de subordinación de algunos sobre
otros. El problema, no obstante, tenía
poco de novedoso, a mediados del siglo XVI, algunos
europeos se preguntaban, aparentemente con toda
seriedad si los nativos del recién descubierto
continente eran “realmente” hombres
con alma, tales que pudieran ser evangelizados.
Del mismo modo y prácticamente
desde el inicio del los procesos civilizadores
en diversos puntos geográficos, la diversidad
en prácticas culturales, costumbres sociales
o creencias religiosas se han empleado como justificante
del énfasis en las diferencias entre los
hombres (y las mujeres), no sólo para
distinguirnos del “otro”, sino más
bien para permitirnos contemplarlos desde un
cierto desnivel moral (generalmente con aire
de superioridad). Y es que, a pesar de nuestro
origen común, es un hecho que, durante
el proceso de dispersión para el poblamiento
del planeta, hace cientos de miles de años,
los hombres fueron adquiriendo apariencias externas
muy variadas y adoptaron prácticas y costumbres
acordes con los lugares donde se fueron estableciendo,
de tal suerte que, durante mucho tiempo efectivamente,
parecíamos tener mucho menos en común
de lo que genéticamente nos vincula como
miembros de la misma especie.
Las enormes distancias que
por siglos separaron a muchos grupos humanos
y las escasas posibilidades de comunicación
e interacción entre ellos, contribuyeron
a que cada una de estas comunidades se fueran
desarrollando a su propio ritmo y con características
distintivas, lo cual les fue alejando progresivamente
de los “otros” en más de un
sentido, como si no nos uniera a todos en forma
alguna un destino común. Resulta notable
observar por ejemplo que, entre muchas tribus
primitivas, el nombre local que los miembros
se asignaban a sí mismos significaba algo
así como “los verdaderos hombres”,
“los auténticos seres humanos”,
“los elegidos” y cosas por el estilo.
La creciente separación y distanciamiento,
tanto físico como cultural se fue convirtiendo
muy a menudo motivo de un incremento en la desconfianza
y la hostilidad entre los hombres, cosa que,
por supuesto, normalmente ha tenido resultados
funestos para su trato recíproco.
El proceso contemporáneo
de globalización, sobre todo en su fase
actual, ha contribuido sensiblemente a cambiar
esta situación. No sólo se ha hecho
“más chico” el planeta gracias
a las revoluciones en los medios de transporte
y comunicaciones, sino claramente está
mucho más interconectado a raíz
de la creciente expansión de un mercado
“libre” que, al mismo tiempo ha propiciado
la difusión mundial de ideales políticos,
económicos y sociales, acordes con esa
idea del mercado, contribuyendo así al
desarrollo, aunque ciertamente de manera gradual
y en ocasiones dolorosa, de una especie de conciencia
colectiva mundial en torno a nuestra identidad
y nuestros retos comunes como seres humanos.
Este asunto no es enteramente
nuevo, ya en la Grecia clásica el extravagante
Sócrates y el cínico Diógenes
se habían proclamado kosmopolitês
o ciudadanos del mundo y después de ellos,
notablemente los estoicos y los cristianos desarrollaron
una filosofía de corte universalista que
fustigaba el apego excesivo a las tradiciones
y la cultura local, por considerarlos como uno
de los principales impedimentos al progreso humano
en la construcción de una comunidad universal.
Fue sobre la base de esas filosofías que
se plantaron los cimientos ideológicos,
primero del imperio romano y después de
la cristiandad. El mismo espíritu universalista
se puede encontrar en la idea musulmana de la
Uma o colectividad de los creyentes, así
como en el hinduismo de la India y el confucianismo
chino. Sin embargo, estas tendencias cosmopolitas
se han enfrentado históricamente y de
manera recurrente a una visión que sugiere
la idea de una mayor importancia para la comunidad
inmediata a la que uno pertenece; es decir, una
visión tribal.
El tribalismo, como lo denomina
Karl Popper es importante por varias razones:
es la primera fuente de identidad y certidumbre
para el ser humano, reafirma nuestro sentido
de pertenencia y permite nuestra realización
individual; en otras palabras, otorga sentido
al mundo desde una perspectiva de alcance inmediato.
El cosmopolitanismo, en cambio puede fácilmente
parecer un ideal más lejano, abstracto
y en alguna medida inalcanzable. De hecho, bajo
cualquiera de sus formas, el riesgo de la denuncia
por imperialismo cultural está siempre
latente, ya que muchos grupos humanos se sienten
amenazados por el avance de las prácticas,
costumbres e ideales de las culturas llamadas
dominante, las cuales inevitablemente tienden
a difundirse, aunque en forma dispareja por el
mundo, desequilibrando y en casos extremos eliminando
muchos órdenes sociales establecidos que
encuentran a su paso, muchas veces incluso propiciando
la desaparición física o extinción
de las comunidades locales que los practican.
En el contexto de las relaciones
internacionales contemporáneas, la cuestión
del tribalismo frente al cosmopolitanismo parece
estar dejando de ser mera cuestión de
preferencia o elección. Las condiciones
materiales generadas por la expansión
y consolidación creciente de las fuerzas
del mercado internacional dificultan, en la misma
medida, el que los pueblos y las naciones puedan
encontrar refugio seguro en sus propias costumbres
y tradiciones o que pretendan aislarse de las
corrientes culturales dominantes en el mundo.
Independientemente de que ésta vaya a
ser o no una condición definitiva, lo
cierto es que el mundo hoy es una unidad orgánica
y estructural mucho más visible y definida
de lo que haya sido en cualquier otro momento
de la historia.
Esta situación nos plantea,
entre muchos otros, un reto fundamental: el de
la convivencia entre seres humanos diferenciados
por la cultura, las tradiciones y, en consecuencia,
la ideología; lo cual tiende a propiciar
severos problemas de tolerancia. Ciertamente
no es fácil simplemente aceptar al “otro”
tal cual es. Mientras más cercana es la
convivencia, más probable la confrontación,
a menos que se cuente con las bases mínimas
indispensables para volver aceptable la presencia
del “otro”.
Esto requiere, inevitablemente
alguna forma de homogenización de prácticas,
costumbres y creencias a nivel mundial: el cosmopolitanismo
es una perspectiva antigua desde la cual se pueden
considerar las relaciones humanas; es a la vez
un modelo de construcción social que ha
aportado interesantes resultados históricos
que definitivamente nos conviene repensar, sobre
todo a la luz del tribalismo miope que guía
la práctica de muchos estados nacionales
contemporáneos y que tiende a ser particularmente
peligrosa cuando éstos tienen el estatus
de potencia mundial.
David
J. Sarquís Ramírez
Profesor
del Departamento de Estudios Sociales y Relaciones
Internacionales del Tecnológico
de Monterrey, Campus Estado de México,
México. |