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Propuesta Teórica para Pensar al Cuerpo Femenino: Autopercepción y Autorrepresentación como Ambitos de la Subjetividad

 

Por Cynthia Pech y Vivian Romeu
Número 53

Introducción
La línea de investigación en Género y Subjetividad Femenina se articula como parte del Programa de Investigación en Comunicación y Cultura adscrito a la Academia de Comunicación y Cultura de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México y tiene por objetivo elaborar y recrear los ámbitos de significación de la subjetividad femenina en un grupo de mujeres de la Ciudad de México, a través de tres conceptos básicos: identidad, autopercepción y autorrepresentación.

La elección se basa en el entendido de que la identidad concierne a todo lo interviniente en la noción de mujer ya que tratamos con una identidad que es al mismo tiempo sexual y genérica; en la autopercepción, en cambio, intervienen (además de los dos factores anteriores), la formas sutiles en las que el discurso (ya sea hegemónico o alternativo) la produce y re-produce para sí misma en relación con el Otro. De la misma manera, el concepto de autorrepresentación pretende dar cuenta de la manera en que esta autopercepción de la sujeto se manifiesta de forma pública, es decir, para los Otros.

La categoría a analizar será el cuerpo, porque la relación de la mujer con su cuerpo se revela como propiedades casi ontológicas del Ser Femenino. A través del cuerpo la mujer vive tanto su sexualidad como su erotismo, que traducido a términos concretos implica vivir la maternidad y el placer, respectivamente. Por ello, la categoría cuerpo, será analizada desde los dos ejes anteriormente mencionados: sexualidad / maternidad y erotismo / placer.

Estos ejes consideramos conforman el plano más identitario de la subjetividad, pues los primeros pares de cada eje se corresponden con la identidad propiamente dicha, mientras que los segundos pares se construyen sobre el género mismo y por lo tanto forman parte de la subjetividad.

La investigación cuyo marco teórico presentamos, se realizará a mujeres residentes en la Ciudad de México, entre los 15 y 40 años de edad, y dará respuesta a las interrogantes siguientes: ¿qué significa para ellas, en términos de posesión de un cuerpo femenino, ser mujer?, ¿cómo se autoperciben las mujeres a partir de su cuerpo y de la experiencia con él?, y ¿cómo revelan y/o traducen la autopercepción de sí mismas a través de sus cuerpos a los ámbitos de la autorrepresentación del mismo, y la relación pública que establece, a partir de él, con los otros?

Lo anterior nos hace situarnos epistemológicamente en el campo del pensamiento feminista y, específicamente, en la reflexión que desde esta perspectiva se ha desarrollado, a partir de la década de los setenta del siglo pasado, del feminismo “de la diferencia”, que posibilitó la interpretación de la diferencia entre los cuerpos de los hombres y las mujeres para desde ahí plantear la conceptualización de la construcción social de los cuerpos, a partir de la categoría “género”. Asimismo, el feminismo que resurgió en esos años, hizo posible que, desde entonces, se produjeran las primeras reflexiones teóricas y sucesivas investigaciones empíricas sobre el cuerpo como locus de los procesos sociales y de las influencias culturales: desde las representaciones sociales hasta la definición de las políticas específicas sobre la reglamentación del uso sexual y reproductivo del cuerpo, así como la delimitación de nuevas formas de los usos del cuerpo (Lamas, 1994: 4).

Desde esta perspectiva, el género no sólo moldea y desarrolla la percepción de la vida en general, sino que a partir de él, se construyen valores, usos y atribuciones diferenciadas en los cuerpos de mujeres y hombres. El feminismo, al cuestionar la definición social de las personas a partir de su cuerpo, reflexiona sobre un problema intelectual de fondo: la construcción del sujeto, de las subjetividades.

Género y Subjetividades femeninas
En esta investigación entendemos el género como una construcción cultural que, al decir de Julia Tuñón:

Permite devolver al sujeto femenino las mediaciones que lo han convertido en una específica construcción social, permite trocar la categoría de naturaleza por la de historia, permite salir de la obligatoriedad de un destino para acceder a las opciones de la sociedad1.

Por ello, consideramos al género tal y como lo define Mary Nash, a través de dos dimensiones: aquella que permite establecer las diferencias entre los sexos y que generan relaciones sociales basadas en este principio constitutivo, y la que se expresa por medio de la articulación del poder”2.

Nos interesa resaltar para el análisis lo que se ha constituido histórica y culturalmente como femenino, y en consecuencia qué simbólicas reproducen o subvierten dicha concepción en una sujeto particular. De esta manera, nuestra investigación sobre el género femenino llevará implícito la indagación más que sobre la identidad femenina, que de entrada la asumimos como cambiante y adaptable, sobre los procesos de subjetividad -más flexibles siempre- que dan cuenta de los mundos de vida de los que hablaba Schutz (1993).

De ahí que la subjetividad, entendida a partir de lo planteado por este autor, parta de una concepción individual de la sujeto, pero al mismo tiempo esta concepción, o incluso, percepción de sí, no pueda estar desligada de la complejidad del mundo histórico y mucho menos de la multiplicidad de relaciones intersubjetivas que se tejen alrededor y al interior de éste.

Así, tomando en cuenta que el mundo social y cultural está estratificado de antemano, consideramos que si bien la subjetividad -en tanto opera en un mundo de vida concreto- puede modificarse a través de la acción individual y social (entendiendo que el mundo exterior no tiene un carácter social homogéneo3), su presencia en este mundo social y cultural predeterminado y concebido por el ser humano como un marco de referencia para sí y para sus semejantes, puede limitar la acción de dichas mujeres.

En el caso del género, la propia construcción cultural de lo femenino induce muchas veces a la proyección y a la acción predeterminada de las mujeres; de la misma manera esto influye en la forma en que se adquieren y reproducen las representaciones simbólicas que dominan el Ser y el Deber Ser femenino.

Como la perspectiva schutziana de la cual partimos nos marca esta relación dialéctica entre el sujeto (en este caso la sujeto) y el mundo social y cultural en el que se relaciona y percibe, concebimos a la identidad femenina, como ya advertimos, como un concepto que ha sido construido, de manera determinante, a partir del accidente de haber nacido mujer, es decir, por una serie de características biológicas, determinadas, específicamente, por las marcas genitales y diferenciadoras en los cuerpos con los se nace y que, sin duda, afectan el desarrollo de la situación biográfica de la persona. Por eso es imprescindible partir de ella.

Sin embargo, el concepto de subjetividad permite introducir el análisis a vidas concretas, es decir, a formas representativas de autopercepción que a pesar de su relación insoslayable con el entorno, permite re-construir los procesos por los que un individuo, en este caso, una mujer “vive” de manera individual, concreta, para sí, una experiencia determinada. Este concepto, precisamente, impide el acercamiento a hablar de “la persona” y lo desplaza al sujeto (Schutz: 1993), como figura en constante relación con los “otros”. Pero al mismo tiempo, amplía el marco de referencia en la conformación de campos de acción donde dichas subjetividades se gestan y viven.

Esta ampliación de los marcos de referencia del campo de acción resultan altamente significativos para esta investigación en tanto pueden visualizarse como prácticas discursivas individuales que suelen incidir en la realidad del mundo, en tanto el ser humano “comparte” porque “vive” (y comunica en la propia interacción lingüística con los demás) parte de su realidad, de su mundo con los otros.

Que este “compartir” sea armónico, o como lo plantea el propio Schutz “intersubjetivo” a secas, demanda atención. La intersubjetividad, entendida por el autor, no es más que el proceso por el cual se comparten conocimientos sobre el mundo de la vida con los otros (Schutz: 1993). Pero para nosotras, la intersubjetividad no se circunscribe solamente a “compartir” conocimientos y acciones, sino a la manera en que estos conocimientos son compartidos, es decir, indagar en la intersubjetividad desde el punto de vista discursivo es voltear la mirada a la experiencia subjetiva que se gesta a través del lenguaje (que es intersubjetivo), al proceso mismo en el que dichos conocimientos se comparten casi siempre de forma inequitativa.

De ahí que situemos a los procesos de construcción de la subjetividad femenina en los ámbitos donde la intersubjetividad como proceso tiene lugar al interior de un campo de batalla (González: 1987) en el que se negocian, se rinden y se asimilan capitales culturales -simbólicos- económicos y sociales desiguales y desnivelados. En este sentido, la experiencia de vida en la construcción de la subjetividad, a partir de la intersubjetividad –vista tanto como experiencia individual, como desde el punto de vista del lenguaje-, resulta altamente valuable.

Las relaciones interculturales como procesos de comunicación social
Al concebir al mundo de vida como un mundo intersubjetivo, consideramos que el mismo está circunscrito a un campo de interacción donde se despliega la comunicación, es decir, la puesta en común de un complejo entramado de informaciones, saberes y relaciones ideológicas, sociales y culturales que muchas veces vienen “dadas” por el marco de referencia que nos conforma la realidad misma. Es así que coincidimos con la definición de comunicación dada por Martín Serrano (1986), quien la entiende como una práctica social que se gesta a través de un proceso que permite la producción de sentido en común, de acuerdo con reglas más o menos convencionales y en un contexto sociocultural concreto.

De esta manera, hablar de intersubjetividad es hablar necesariamente de comunicación como interacción, o sea, de los múltiples y yuxtapuestos procesos comunicativos que se dan al interior de los procesos de interacción, en la medida en que es justamente a través de dichos procesos que se “comparten” las informaciones que dan vida a los procesos de intersubjetividad.

Pero como ya advertimos, las interacciones no comportan relaciones simétricas, sino más bien, procesos comunicativos que ocurren de manera desnivelada y en ocasiones a través de configuraciones simbólicas diferentes, es decir, no compartidas, mismas que entran en contradicción, y en consecuencia se compite por la imposición o dominio de significados culturales concretos.

La lucha o combate por la legitimación de estos significados culturales provoca la gestación de un espacio interactivo donde la comunicación resulta plagada por asimetrías de tipo cognitivo, de tipo social, de tipo cultural y también de corte político-institucional y económico; de ahí que lo que se geste sea una comunicación conflictiva, donde los significados culturales que constituyen los sentidos de vida compiten, negocian, se rinden o asimilan a favor de una u otra postura. De no ser así, la comunicación quedaría truncada.

Por todo lo anterior, definimos a la interacción comunicativa, siempre que se dé en situaciones de conflicto por la dominación y/o legitimación de los significados culturales puestos en juego dentro de la interacción, como comunicación intercultural. La interculturalidad entonces pasa de manera indefectible por la comunicación o para ser más exactas, es comunicación intercultural. La comunicación, comprendida como interacción, es vínculo entre sujetos, es relación antes que cualquier otra cosa.

En la medida en que una comunidad de vida sea mayormente compartida –en términos schutizianos-, la posibilidad de incrementar la eficacia de la comunicación y en particular de la comunicación intercultural será también mayor, y en consecuencia mayor posibilidad habrá que emisor y receptor entiendan, asuman y aprehendan recíprocamente el sentido que tienen las cosas para cada uno de ellos.

Por ello, como proceso interactivo, la comunicación permite poner en juego una situación comunicativa de tipo intercultural, pero esta situación en el caso del género, en particular cuando hablamos de las relaciones entre el género femenino y el masculino, es mayormente conflictiva. Comprender, por tanto, las relaciones de género como relaciones interculturales supone comprender también la cultura de los dos mundos en contacto.

Si definimos a la cultura como la malla de significados o sentidos que dan sentido a la vida misma (Weber) en la forma de “programas” computacionales (Geertz) que en la práctica se convierten en sistemas de valores y normas que rigen la acción (Giddens), vemos que la cultura es un resultado, pero también una mediación (Lamas). En este sentido, la comunicación intercultural se realiza donde hay contacto entre dos o más de esos entramados de significados y sentidos, y también cuando un grupo comienza a entender, en el sentido de asumir, el significado y el valor de las cosas y objetos para los “otros”.

Es en esa doble acepción que este proyecto de manera general trabajaría; lo que aquí se expone sólo implica la primera parte, es decir, la exposición de información acerca de la naturaleza del conflicto, no la búsqueda de competencias que permitan generar una asunción efectiva en términos de asimilación y aprendizaje por ambas géneros. Esto formaría parte de otro proyecto de mayores alcances que permita complementar el presente.

En este último sentido, sin embargo, no sobra acotar que al lograr un grado de comprensión aceptable para los interlocutores, en la medida en que comparten suficientemente las significaciones de lo que dicen, la comunicación tendería a ser eficaz. La búsqueda, en consecuencia, de la eficacia intercultural conduce a crear competencia comunicativa y ésta a establecer pautas asertivas que orientan la experiencia comunicativa hacia una experiencia “compartida”. En este sentido, comprendemos a la competencia comunicativa intercultural no tanto como un conjunto de saberes y conocimientos, sino más bien como un conjunto de disposiciones hacia la tolerancia, respeto, convivencia y comprensión de lo otro, de lo ajeno. La competencia intercultural es indispensable para el desarrollo de una interculturalidad eficaz, real.

El género como conflicto de intercultural
El género como categoría cultural construida en las lindes de una comunidad sociocultural del sentido, permite ser pensado como un conflicto intercultural si tenemos en cuenta dos aspectos. El primero, aquel que entiende la diferencia entre los géneros como una categoría que permite agrupar a un conjunto de creencias, acciones y comportamientos diferentes entre ellos; el segundo, como el que, a partir del hecho de que las relaciones de género están marcadas por un complejo entramado de significaciones culturales, donde un género posee, cultural y simbólicamente hablando, desventajas competitivas respecto al otro, permite articular una relación de tensión, generalmente conflictiva que franquea la entrada a la interacción entre ellos desde una perspectiva asimétrica y por consecuencia desigual. Estos aspectos coinciden con lo señalado por Mary Nash páginas más arriba.

Al decir de Martínez y Bonilla (2000), el género no está en la diferencia sexual, que en un final de cuentas se sostiene sobre una diferencia biológica, el género se halla en los factores psicosociales que afectan y atraviesan dicha diferencia. Por ello, indagar sobre el género implica necesariamente otear el horizonte de la intersubjetividad y las normas sociales mediante una revisión detallada de la historia, tanto social como individual, y la pluralidad de acontecimientos y normativas que lo atraviesan significándola, y significando con ello también al propio accidente sexual (la posesión de un cuerpo sexuado) en un sujeto concreto. En ese sentido hablamos de género desde una perspectiva diferencial, mas no excluyente.

En Microfísica del poder, Foucault (1979) habla extensamente de la relación cuerpo-poder, es decir, de las relaciones diferenciales entre los procesos de inscripción y los procesos de despliegue del poder sobre el cuerpo. Por la primera, el autor entiende el uso del poder a partir de la inscripción política del poder sobre los cuerpos: la categoría género, da un buen ejemplo de ello; la segunda constituye la mirada biológica, las características biológicas que hacen que se use el poder a través del cuerpo.
Resulta evidente que este proyecto se enmarca en la primera, aunque no descarta la segunda; de hecho, uno de los argumentos históricos que fundamentan la relación desigual entre el género femenino y el masculino, lo constituye justamente la supuesta “debilidad biológica” del primero, o para ser exactas, la supremacía de la fuerza masculina.

La inscripción de este proyecto en la tendencia de la somatografía política permitirá reconocer cuáles son los mecanismos que articulan la relación de poder inscrita discursivamente sobre el cuerpo, en particular la escritura política sobre el cuerpo femenino.

Como plantea el propio Foucault (1979: 140):

No hay ejercicio de poder posible sin una cierta economía de los discursos de verdad que funcionan en, y a partir, de esta pareja4. Estamos sometidos a la producción de verdad desde el poder y no podemos ejercitar el poder más que a través de la producción de la verdad5.

Entendiendo pues que las relaciones entre cuerpo y poder responden a mecanismos de producción de verdad, no es de extrañar que las relaciones diferenciales y desiguales entre los géneros también respondan a prácticas discursivas que, inscritas desde los ámbitos políticos (públicos, mayoritarios), permitan y aseguren desde el punto de vista institucional no sólo la transmisión de poder, sino la acumulación y coagulación de los capitales sociales, culturales/simbólicos, políticos y económicos que dan paso a los procesos de circulación y funcionamiento de las mismas.

De ahí que como bien corrigiera Bourdieu (1991: 237), el problema está en el reconocimiento, es decir: “…las diferencias socialmente conocidas y reconocidas existen sólo para un sujeto capaz no solamente de percibir esas diferencias, sino de reconocerlas como significativas e interesantes”.

Reconocer pues la diferencia es subrayar su carácter significativo, es enfatizar su poder simbólico, su capacidad para producir significados que luchan por legitimarse como verdaderos. En este sentido, el género es una categoría que en tanto “habla” de luchas por la desmitificación del discurso de la Verdad políticamente reconocida y legitimada por el dominio masculino, supone un choque cultural donde las diferencias de significados -incluso más que ello, la deslegitimización de los significados dominantes- se concreta en asimetrías simbólicas y sociales que generan conflictos que pueden ser descritos como conflictos interculturales.

La identidad como construcción activa de la diferencia
El término “identidad” tiene su origen etimológico en el latín “identitas”, de la raíz “idem”, “lo mismo”, aunque tiene dos significados básicos: de similitud total y de particularidad que permanece consistentemente a lo largo del tiempo. Así, la noción de identidad hacer referencia a dos posibilidades: similitud y diferencia. Aún más, el verbo “identificar” que se asocia al concepto, implica una función activa: la identidad debe establecerse pues no es algo dado por la naturaleza, sino que supone la asociación de uno mismo a algo o alguien a quien parecerse, a través del cual uno va construyéndose diferente (Hernando, 2000).

Hasta aquí puede quedar claro que la identidad se construye y que la conciencia reflexiva, que es la subjetividad, corresponde a un modo cultural de estar en el mundo; sin embargo, siempre que se habla de identidad se cae en un lugar común, el del esencialismo, en el determinismo.

Hablar de identidad plantea una dificultad siempre latente entre lo que somos de manera indefectible e irrenunciable y lo que vamos siendo en el devenir histórico y experiencial de nuestras vidas; por lo tanto, la identidad así entendida es un concepto dialéctico que no puede formularse de una manera única y establecida, sino que parte de coordenadas más o menos específicas para construirse en sentidos muchas veces bastante diferentes, a partir del momento concreto en el que se inscribe.

La identidad, así entendida, resulta de los postulados teóricos de Paul Ricœur y la distinción y relación simbiótica entre la ipseidad y la mismidad en el sí mismo, donde la ipseidad constituye la posibilidad de cambio en el sí mismo a partir de un núcleo de relación con el yo y con el otro que también soy yo; en cambio la mismidad se plantea como el proceso de ser uno y distinto al mismo tiempo, o a pesar de las diferencias seguir siendo, de alguna manera, el/la mismo/a.

Obviamente, la definición de identidad que da Ricœur se maneja en las lindes filosóficas del pensamiento sobre el ser; sin embargo, resulta altamente aplicable a nuestra investigación en tanto constituye significativamente una forma completa de asumir la complejidad de la construcción del ser humano, en particular la construcción del ser femenino ya que el núcleo de mismidad sobre el que gira el ser mujer, se define fundamentalmente a partir del sexo con el que se nace, lo cual lleva a una serie de formaciones simbólicas que “legitiman” casi antológicamente, por no decir de forma esencial, el ser mujer, aunque es necesario señalar también que a pesar de lo anterior la vivencia de esta identidad suele ser variada y diversa.

Es en este punto donde entran a jugar consideraciones del tipo ipse que plantea Ricœur; es decir, hablar de mismidad en el ser femenino nos remite a sus condicionantes sexuales, y hablar de ipseidad nos remite a la relación dialéctica que establecen las sujetos con su propia condición de mujer a partir de sus experiencias de vida en un momento histórico-social concreto y de la reflexión que entablan con ellas mismas en función de saber quiénes son.

Esta filiación conceptual del concepto de identidad con el concepto de ipseidad /mismidad nos permite además describir los desplazamientos que en el orden de los significados y la puesta en marcha o uso de los mismos pueden generar o no factores de cambio en esa identidad; aspecto éste que sólo sería explicable en función de un concepto de identidad flexible, cambiante, dialéctico y adaptativo como el concepto de ipseidad propuesto por Ricœur y de la noción de construcción activa propuesto por Hernando.

La autopercepción como discurso sobre la identidad y la subjetividad
La autopercepción en cambio es el proceso por medio del cual la sujeto se constituye a sí misma como mujer, a partir de una serie de factores que condicionan su comportamiento, como pueden ser el ámbito familiar, la relación social, las experiencias de vida individuales, y las maneras en que todo lo anterior incide en la construcción de su subjetividad como mujer concreta y única que es, en un proceso de autoidentificación y autorreflexión en constante movimiento.

Dicho concepto tiene sus anclajes en lo planteado por Gergen (1992) y Dennett (1995); el primero concibe al Yo como entidad atravesada por múltiples relaciones que se relacionan con el otro (los otros), de manera que el Yo no es algo aislado, sino algo que se concibe y comprende necesariamente en y a partir de la realidad exterior. Esto permite entender la identidad como plural y, en consecuencia, en grandes aprietos a la hora de unificar la personalidad; el segundo entiende al Yo como una construcción de la conciencia y en ese sentido como algo no fiable del todo (al menos no más que otras percepciones) que evoca no sólo a la pluralidad que maneja Gergen, sino a la multiplicidad de versiones que pueden existir de ella.

En ese sentido, el concepto de autopercepción, en este trabajo, permitirá develar los factores que condicionan la construcción del Yo de la sujeto, su definición como sujeto femenino y la vinculación que esto tiene con las aristas sociales e individuales con las que necesariamente interactúa para poder asumirse, reconocerse y conducirse en su identidad y su subjetividad propia, dadas las situaciones concretas y particulares donde esto ocurre.

Aterrizando lo anterior en el topos cuerpo que es el que nos ocupa, no debemos pasar por alto uno de los mecanismos más importantes de la identidad asociado al cuerpo: la propiocepción, en la medida en que este mecanismo permite sentir al cuerpo como propio, como nuestro, de ahí que se geste la aceptación del cuerpo como primer paso a la identidad. Una mujer, a pesar de haber nacido mujer, si no siente su propio cuerpo como parte de sí misma, no sólo será difícil que se autoperciba mujer, sino que se defina discursivamente como tal.

La autopercepción implica, en consecuencia, una serie de estrategias y/o argumentos que se hallan inmersos en el ámbito de las significaciones subjetivas de cada mujer y que parten fundamentalmente de las redes del discurso social en la que se insertan en su relación con los otros; de ahí que la autopercepción vaya vinculada de una manera muy estrecha con la noción de identidad, puesto que es un proceso que se da en la praxis social a partir de los mecanismos de socialización, tanto del cuerpo como del Yo, en las que esta identidad se define, si bien no de una forma inamovible, sí de una manera en que se formalizan ciertos núcleos de sentido constitutivos de lo que se debe ser y hacer, y lo que no.

No sobra decir, sin embargo, que la constitutividad de estas significaciones está lejos de considerarse parte de los discursos esencialistas sobre la mujer, sino que lo entendemos más bien como factores que pueden ser o no irrenunciables (en términos de lo que se ES), pero nunca estáticos y uniformes.

Es decir, en la trayectoria inacabada de una vida que “vive” y “se vive” de una manera particular la percepción que cada mujer tiene de sí misma, así como la que puede tener de otras mujeres, ocurren acontecimientos y eventos que pueden contribuir con la “fijación” de dichos significaciones, de la misma manera que puede originarse el proceso inverso, o sea, el “cambio” o potencial desplazamiento de dichas significaciones en el plano de la identidad y la autopercepción, mediante un proceso de autorreflexión o reconstrucción autorreflexiva de la identidad de la sujeto.

Si tenemos en cuenta que mediante la autopercepción la sujeto no sólo tiene una idea de quién es y cómo actúa, sino que constituye parte esencial en la construcción de su subjetividad, la manera en que se define su vida y su comportamiento individual y social, lo anterior pasa indefectiblemente por la manera en que asume su proyección de futuro a partir del presente y de la información del pasado, así como por la forma en que esto incide en su calidad de vida.

Desde esta perspectiva factores como la salud, integración social, habilidades funcionales, ingresos, tiempo libre, grado de satisfacción con la vida, educación, toma de decisiones y posibilidad de opinar6, entre otros, son fundamentales para establecer una escala de medición de cómo la autopercepción de las sujetos genera una subjetividad positiva en ellas que pueda traducirse en calidad de vida.

En nuestra investigación estos indicadores serán tomados en cuenta para sondear la situación concreta de las subjetividades en juego, mismas que informan sobre un mundo de vida concreto, particular e individual que se relaciona con el pasado y el presente familiar, los espacios y prácticas sociales y culturales donde se gestan, producen y re-producen las estrategias rituales y simbólicas por medio de las cuales construyen y/o reconstruyen su identidad y su subjetividad, a la manera de factores de mediación.

Sin embargo, haremos especial énfasis en la salud, habilidades funcionales, ingresos, recreación y/o tiempo libre, educación y grado de satisfacción con la vida, por ser estos los indicadores que más se relacionan con nuestro topos: el cuerpo, y que pueden ser poseedores de altos índices de información respecto a la manera concreta en que cada una de las sujetos se percibe y se representa a través de él.

La autorrepresentación como un acto de conciencia
Hemos definido autorrepresentación como la manifestación concreta de una toma de posturas sobre la identidad y la autopercepción; es decir, como las formas específicas en las que tanto la noción de identidad femenina como los factores que intervienen en la percepción que las mujeres tienen de sí mismas, se conjugan para dar forma concreta a la manera en que ambas salen a la palestra pública y se ubican como detonadora de un “estoy aquí”.

La existencia, pues, de la subjetividad femenina, cobra vida a través de la autorrepresentación, por lo que ésta es el resultado de una compleja urdimbre de significaciones yuxtapuestas que marca y legitima la mirada específica de cada mujer sobre sí misma y sobre su relación con el entorno genérico, familiar, social, institucional, político y existencial en el que se inscribe.

De ahí que el concepto de autorrepresentación tomado en este trabajo, pretenda superar el marco estrictamente estético en el que se ha venido utilizando para proponer un punto de partida más amplio, a saber: toda aquella manifestación pública que contenga, de una manera u otra, una trayectoria de vida de la sujeto (manifestada en la manera en que vive su propia subjetividad femenina) y que la sitúe para sí y para los otros en unas precisas coordenadas de género autorreferentes.
El “estoy aquí” que empleamos más arriba tiene por finalidad no únicamente detentar la presencia, sino “marcarla” a través de un sello propio, de un Yo concreto y personal, íntimo que “dice” de quien lo expresa quién es, cómo se ve y entiende, y cómo quiere ser vista y entendida.

El cuerpo
El estudio del cuerpo con perspectiva de género ha sido abordado en México por diversos(as) autores(as) como Reneé de la Torre y Patricia Fourtuny (1991)7; Lorena Zamora (2000)8 y Margarita Baz (1994)9. Estas investigaciones presentan resultados de cada uno de sus estudios de caso, investigación sobre la incidencia de la religión en los acercamientos subjetivos al cuerpo; la introspección y el desnudo como tendencias femeninas en el arte y la experiencia del cuerpo en bailarinas y su influencia en la subjetividad, respectivamente. Desde el punto de vista teórico, son de destacar los trabajo de Marta Lamas (1994)10, Juan Soto (2004)11 y Katya Mandoki (2003)12, el primero, es un texto fundamental que nos introduce a las categorías de género y diferencia sexual; el segundo, aborda el papel del cuerpo en las interacciones humanas, y el tercero trata las relaciones entre el poder, el discurso y el género.

Partimos del cuerpo como categoría de análisis para indagar en los ámbitos de significaciones que los conceptos anteriores pueden aportarnos ya que consideramos que la creencia en la posesión del cuerpo es prácticamente el punto de partida de la existencia, sobre todo en el caso de las mujeres.

En una atmósfera mayormente plagada de discriminaciones, vejaciones, usurpaciones y hábitos de sumisión por medio de la cual las mujeres han sido históricamente dominadas y sometidas al arbitrio masculino, la confusión sobre quién se es se torna difícil y hasta muchas veces escéptica. Sin embargo, la existencia, a pesar de lo anterior, no se pone en duda y permite establecer claros deslindes entre el Yo y el Tú.

La posesión del cuerpo, la convicción de la mujer de que posee un cuerpo, otorga sin dudas la creencia de la existencia, aunque la existencia misma pueda o no ser una existencia miserable. El cuerpo es el lugar de los confines entre el Yo y los Otros, pero también es el lugar de la intimidad, los placeres y los sufrimientos. No en balde el feminismo tomó como slogan el “yo soy mi cuerpo”13, para de manera paulatina pero segura, colocar el cuerpo en el ámbito político. Así, “lo personal es político” se convirtió en el lema del movimiento feminista mexicano.

El cuerpo resulta así la categoría prístina de la existencia humana, el derecho esencial a la existencia y la capacidad para decir, en una primera instancia, yo soy mi cuerpo.

El uso coloquial del cuerpo alude a la idea de materia orgánica, perceptible y mesurable, noción extensible a toda sustancia que ocupa un espacio (Baz, 1996: 27) Pero, si el cuerpo es la caja/casa donde habitamos, es sin duda el lugar de la experiencia del ser. El cuerpo visto desde esta perspectiva existencial, fue retomado por el feminismo de los escritos del filósofo Gabriel Marcel, a quien se le ha adjudicado la incorporación de la corporeidad fuera de toda reflexión cientificista, es decir, fuera de las discusiones biologicistas, médicas y fenomenológicas14.

El cuerpo resulta así la categoría prístina de la existencia humana, el derecho esencial a la existencia y la capacidad para decir, en una primera instancia, SOY. El cuerpo es único, personal, íntimo; resguarda a mi Yo y al mismo tiempo lo expone al entorno, a la relación con los Otros, con el Otro, con lo ajeno.

El cuerpo es el receptáculo de una serie de influencias que vienen del medio ambiente y simultáneamente es también el lugar donde se articula la interacción. El cuerpo es el límite y el recipiente del Yo. Ahí se comienza, SIENDO y en él se acaba la intimidad. Todo lo que tenga que ver con el Yo pasa por el cuerpo porque es precisamente el punto de contacto tangible, mostrable y al mismo tiempo, reconocible.

Es un hecho que el cuerpo femenino específicamente es un cuerpo que está “dotado” para la reproducción, lo que no significa que esté esencialmente conminado a este tipo de función. Decir que está “dotado” para la reproducción considera fundamentalmente el hecho de que puede “gestar” vidas, o sea, fisiológicamente, el cuerpo femenino es “dador de vida”; el del hombre no.

En el sistema reproductor femenino, la presencia natural del útero como órgano receptor del feto es un indicador de esta capacidad de “gestar” vida a la que hemos aludido y que asegura la trascendencia de la especie en el tiempo. Por lo que la sexualidad femenina, en una primera pero no única instancia, se ocupa desde el punto de vista fisiológico de la reproducción. Es decir, nacer mujer u hombre es un accidente natural en el que no intervienen causas de índole simbólica. Si se nace mujer, la capacidad de gestar y asegurar con ello el ciclo reproductivo de la especie está garantizada al menos en potencia. Si se nace hombre, de esta capacidad, insistimos, en términos fisiológicos, se carece.

En este sentido, la sexualidad se inscribe, hasta el momento, en el ámbito de una serie de accidentes naturales que implican potencialmente la reproducción. En el caso de la sexualidad femenina, esta se tiende a igualar con la maternidad, siendo el concepto de maternidad una construcción simbólica que los esencialistas —como algunas feministas radicales, aunque en otra dirección— arguyen como rol femenino, pero que en realidad obedece primero a una decisión, y en segundo lugar a una serie de configuraciones simbólicas que el discurso hegemónico (masculino por excelencia) le ha hecho corresponder.

De ahí que sólo en el sentido fisiológico, de la condición de mujer, en tanto selección accidental de la naturaleza, pueda concebirse la sexualidad vinculada a la posibilidad de ser madre. Sin embargo, la sexualidad posee otras aristas y es la posibilidad o no de hacer efectiva esa condición.

La sexualidad femenina
La sexualidad en la mujer aparece así como una condición potencial, pero no necesaria, sino como mera posibilidad de ejercerla. No obstante, la sexualidad femenina trasciende esa condición potencial y se instaura en los ámbitos del género, es decir, en la manera en cómo se vive o entiende el hecho de ser mujer desde el punto de vista sexual.

De ahí que se haga necesario separar en dos el topos CUERPO: el cuerpo femenino en la relación potencial que establece con la reproducción (lo que llamaremos simplificadamente por ahora, maternidad) y el cuerpo femenino en su relación con el entorno (a lo que llamaremos cuerpo como lugar del deseo).

La maternidad
Sin lugar a dudas la maternidad encarna de manera innegable la diferencia sexual. Ser madre es y ha sido el rasgo determinante del ser femenino, pues aunque en la reproducción biológica están implícitos ambos sexos, es sobre la mujer que recae toda la responsabilidad de la reproducción social. La maternidad es experiencia subjetiva a la vez que una práctica social cargada de significados que la definen como una cuestión determinante que no pondera el deseo de ser madre ni los efectos que sobre la subjetividad misma tiene el hecho mismo de la maternidad. La maternidad socialmente hablando, es la idealización de la mujer a partir del mito del “amor materno” que toda mujer debe cumplir.

Hoy sabemos que la maternidad no ha tenido el mismo orden en todas las culturas y que desde hace siglos cada sociedad ha desarrollado formas peculiares de control natal, como el aborto, el infanticidio o el uso de métodos anticonceptivos. En las sociedades contemporáneas, en donde el pensamiento feminista ha permeado, la maternidad es considerada como una imposición cultural a partir de la cual se han tejido formas sutiles de opresión personal y social de las mujeres, y contra la que se ha vindicado “la maternidad elegida”.

El deseo o erotismo
El ámbito erótico de las mujeres no se puede entender fuera del contexto de la sexualidad, en donde lo erótico guarda un vínculo inexpugnable con lo afectivo. Así, el deseo, que es el campo de la realización ególatra del yo, no puede entenderse alejado del amor, que no es otra cosa más que el lugar ideológico donde se remiten los deseos de relaciones interpersonales sexuadas y sublimadas.

El ámbito de lo erótico es, sin duda, el ámbito de lo corpóreo que valga decir, en el caso de lo femenino, va muy de la mano con la sexualidad y la maternidad y por tal, de la llamada subjetividad femenina engarzada en una concepción hegemónica, en donde el deseo se piensa siempre en un activo masculino.

Desde la perspectiva feminista la propuesta es pensar la subjetividad en una dimensión material en sentido amplio, donde la sexualidad es el nudo central, el lugar en donde lo corpóreo, lo psíquico y lo social se entrecruzan para construir la subjetividad y los límites del yo. El feminismo, sin duda, ha otorgado una valoración reivindicativa de la sexualidad femenina a través del deseo: a partir de volver a pensar la subjetividad femenina teniendo en cuenta qué prácticas comporta y qué necesidades sostiene el deseo cuando obra desde un cuerpo de mujer.


Notas:

1 Tuñón, J. (1998) Mujeres de luz y sombra en el cine mexicano. La construcción de una imagen 1939-1952. México: El Colegio de México, programa Interdisciplinario de Estudios de la Mujer y el Instituto Mexicano de Cinematografía, p. 24.
2 Scott, Joan.(1990). Género, una categoría útil para el análisis histórico, en James Arnelang y Mary Nash, Historia y género, Barcelona, Ed. Alfons el Magnanim.
3 Schutz, A. (1993). La construcción significativa del mundo social. Barcelona: Paidós.
4 Foucault se refiere con ello a las relaciones entre poder y discurso, entendiendo por éste no sólo su producción de la verdad, sino los mecanismos de acumulación, circulación y funcionamiento de la verdad.
5 Foucault, M. (1979). Microfísica del poder. Madrid: La Piqueta.
6 Para una mayor información, consúltense los resultados de la investigación realizada por Castellón, A. y Romero, Victorina. “Autopercepción de la calidad de vida”, artículo disponible en línea en www.nexusediciones.com/pdf/gero2004-3/g-14-3-002.pdf
7
De la Torre Reneé y Fourtuny, Patricia. (1991). “La mujer en La Luz del Mundo. Participación y reorientación simbólica”, en Estudios sobre las Culturas Contemporáneas No. 12, Universidad de Colima.
8 Zamora B., Lorena, (2000), El desnudo femenino, una visión de lo propio. México: CENIDIAP, CONACULTA, INBA.
9 Baz, Margarita (1994). “Enigmas de la subjetividad. Un análisis del discurso”, en Versión Estudios de Comunicación y Política No. 4. UAM Xochimilco, México, D.F.
10 Lamas, Marta. “Cuerpo: diferencia sexual y género”, en Debate Feminista, en Vol. 10, Año 5, México, septiembre de 1994.
11 Soto, Juan. (2004). “De la cabeza a los pies: las formas sociales del tacto y el contacto corporal”, en Texto Abierto No. 3 Año 5. Universidad Iberoamericana de León, Guanajuato, México.
12 Mandoki, Katya. (2003). “Cuerpo, lugar y discurso; reflexiones en torno a la producción del poder”, en Versión Estudios de Comunicación y Política No. 13, UAM Xochimilco. México, D.F.
13 Tomado del existencialismo francés.
14 Ver Pech, Cynthia, “La presencia del cuerpo en el discurso feminista”, en García, N.; Millán, M. y Pech, C. (coeds.), Cartografías del feminismo mexicano, 1970-2000. México: Universidad Autónoma de la Ciudad de México, pp. 271-281. (En prensa)


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Mtra. Cynthia Pech
Academia de Comunicación y Cultura de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México, México.

Mtra. Vivian Romeu
Academia de Comunicación y Cultura de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México, México.