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Por Álvaro de Gasperín
Número 39
“Si los conceptos
no son correctos, las palabras no son correctas; si las palabras
no son correctas, los asuntos no se realizan; si los asuntos no
se realizan, no prosperan ni la moral ni el arte; si no prosperan
la moral y el arte, la justicia no acierta; si la justicia no acierta,
la nación no sabe cómo obrar. En consecuencia, en
las palabras no debe haber nada incorrecto. Esto es lo que importa”
Confucio
Introducción
Considerado como uno de los discursos
menos vinculados a la ética dado su eminente carácter
persuasivo y de convencimiento -cuyos límites con la manipulación
son prácticamente imperceptibles- el discurso político
se ha planteado actualmente en los diversos sectores del análisis
académico, intelectual y del quehacer político mismo,
como uno de los objetos de estudio más importantes, ya que
su construcción, emisión y decodificación por
parte de los receptores (audiencias en el caso de los medios de
comunicación) parece descubrir y detectar los resortes del
comportamiento ciudadano como respuesta a esos estímulos
construidos con frases, palabras, imágenes, fotografías,
dibujos, etc.
Así, los estudios semióticos,
lingüísticos y de análisis de contenido en los
últimos años acerca del discurso político,
se han multiplicado tratando de desentrañar los usos abiertos
o soterrados del lenguaje en el contexto de la confrontación
política que se da tanto en el marco de una campaña
electoral como en el ejercicio de una acción de gobierno,
determinadas ambas por un espacio temporal de intercambio de mensajes.
De esta manera, diversos estudios
acerca del discurso político (muchos de ellos desde marcos
teórico-metodológicos tan amplios como la lingüística,
teorías de la comunicación e incluso desde modelos
matemáticos) han aportado diversas conclusiones e interpretaciones
sobre los “resortes” que mueven al actor político
a estructurar un discurso ya sea para influir, manipular, distorsionar,
confundir, persuadir, convencer, animar, motivar y de ahí
generar conclusiones acerca de la intención, ideología
e interés implícito o explícito de diversos
actores: líderes políticos, partidos políticos,
estructuras de gobierno, entre otros.
Lo cierto es que hasta ahora no
hay definiciones concluyentes y generalizables, porque el discurso
político está insertado en una dinámica social
que continuamente lo transforma y adapta a nuevas circunstancias;
sin embargo y ubicados en un espacio temporal determinado, sí
es posible generar algunas consideraciones sobre cómo el
lenguaje en general y un concepto- palabra en lo particular, pueden
desencadenar, en este preciso orden, una asimilación en el
nivel cognoscitivo para formar paulatinamente una serie de actitudes
y ejecutar conductas, que en el plano que nos ocupa se relacionará
directamente con una actividad política básica en
un sistema democrático: la participación ciudadana
en un proceso de elección a través del sufragio.
Para efectos de este ensayo, el
concepto- palabra de análisis será “cambio”
y las diversas interpretaciones que haré se relacionarán
directamente con su disputa primero y posterior uso de ella, en
el marco de la campaña electoral en México para elegir
Presidente de la República en el año 2000 y que terminó,
como todos sabemos, con el triunfo precisamente de la “Alianza
por el Cambio” que postuló al Lic. Vicente Fox.
También es importante recalcar
que entenderemos por discurso
al conjunto de mensajes que circulan
al interior y al exterior de la opinión pública
y que el discurso se encuentra compuesto por un componente lingüístico
acompañado de un componente retórico, donde el componente
lingüístico propiamente dicho asigna un sentido “literal”
a los enunciados fuera de cualquier contexto enunciativo y el
componente retórico interpreta ese enunciado1.
No será punto de partido
y mucho menos de llegada en este ensayo decir cuál es el
concepto correcto de “cambio”, sino tratar de explicar
su validez e importancia en un entramado social determinado y su
posterior falta de congruencia, inconsistencia y desamparado de
la palabra en sí, en otros circunstancias de la realidad
nacional.
Cuatro años de olvido
¿involuntario?...
Llamó sobremanera
mi atención que el pasado 30 de abril, primero y dos de mayo
del año en curso, en el marco de la Asamblea y Convención
Nacional del Partido Acción Nacional (PAN) la frase que trataba
de definir el evento fuera: “un partido en acción,
por un México en cambio”, porque precisamente a unos
meses de cumplirse cuatro de años de la alternancia, esta
palabra había sido prácticamente guardada en el “baúl
de los recuerdos”, cuando en el marco de la campaña
política del año dos mil, se convirtió prácticamente
en el botín más preciado de partidos y candidatos
que buscaban la Presidencia de la República.
En efecto, en el marco de la campaña
presidencial del año 2000, la palabra “cambio”
tenía para el ciudadano común y corriente una connotación
que mas que un reclamo, era como un “grito de guerra”.
En ese año, el imaginario colectivo en su mayoría
quería cambiar, sin saber a ciencia qué y hacia dónde,
y los estrategas no tardaron demasiado en darse cuenta que sería
la palabra clave para construir un discurso político que
se tradujera finalmente en votos para el partido y candidato que
la enarbolaran.
En este contexto, si recordamos
fue la campaña y la alianza que lo llevó al triunfo
del actual Presidente de la República, la que se apoderó
del concepto, le dio un sentido, la rodeó de futuras acciones
y la mostró como su carta de presentación ante la
ciudadanía en general y los votantes en particular.
Así pues, cambiar significaba
muchas cosas: atreverse, retar, decidirse, votar, “echar al
PRI de Los Pinos”, acabar con el régimen viejo y caduco,
pensar en una vida mejor, entre muchos otros, y aunque el esquema
propuesto sobre la responsabilidad de la palabra no era realmente
explicado y comprendido, la palabra cambio, por
sí sola, llenó el lenguaje del discurso político,
generó expectativas, creó ilusiones, multiplicó
simpatías (y antipatías para quienes se atrevían
a criticarla), creó otros lenguajes (por ejemplo el de la
“V” de la victoria se asoció con todo aquel que
quería cambiar, etc.).
La palabra también fue visualizada
a través de slogan de campaña, carteles, colores,
frases que la tenían como eje discursivo, arengas y el nivel
propositivo del término no daba pie a malas interpretaciones,
regresiones y mucho menos burlas por parte de quienes la escuchaban
y pronunciaban.
La palabra “cambio”
en el marco de la campaña del año dos mil fue monopolizada
y encarnada a través de una alianza de dos partidos y un
candidato presidencial que la irradió a todas las demás
candidaturas que se construyeron a lo largo y ancho de la República
Mexicana, y quizás el primer triunfo que fue previo a la
victoria electoral, fue el triunfo del lenguaje, el triunfo de la
palabra, que atrapada y con dueños ya identificados, sólo
necesitó que pasaran los días para que trajera los
resultados.
Para entender un poco mejor la importancia
y el manejo del discurso, hay que tomar en cuenta sus condiciones
de emisión y sus condiciones de recepción, en este
sentido, desde el punto de vista de las condiciones sociales, culturales,
económicos y por supuesto políticas del momento, la
palabra cambio encarnó (textualmente hablando)
el anhelo de muchas personas, donde “el ethos -entendido como
la confianza que inspira el sujeto discursivo, basado en la imaginación
y la emoción- superó al logos que aporta la argumentación
razonable de una verdad para convencer al auditorio”3.
Pero ¿no es precisamente
una campaña política emoción e imaginación,
entretenimiento en alto grado?. Toda campaña política,
por definición está llena del discurso político,
que se convierte en el arma principal de quien la utiliza. Sin embargo,
no todas las palabras toman la importancia y trascendencia en el
discurso, tal como sucedió con la que analizamos, así
como tampoco toda palabra puede en un momento determinado ser definida
por cualquier sujeto discursivo.
Me explico: en el marco de la campaña
electoral del año dos mil, ni el PRI y su candidato, ni la
alianza de partidos de izquierda y su candidato podían arropar
la palabra cambio. Para el primero, la palabra en sí resultaba
la antítesis de lo que 71 años de gobierno habían
realizado, entonces la palabra cambio para alguien
que no había cambiado se entendía como un gran sin
sentido, y el segundo no podía ofrecer una oferta de cambio
si él como el sujeto principal del discurso llevaba tres
intentos por buscar la Presidencia de la República.
Para el ciudadano de ese año
electoral, el cambio no se materializaba en indicadores externos,
sino la repetición multisexenal de las mismas siglas, de
los mismos gobernantes pero encarnados en otros personajes, del
mismo discurso, así que quien no tuviera una relación
con estas interpretaciones del lenguaje sería quien pudiera
arropar el concepto y “venderlo” en el marco de una
campaña político-electoral.
El cambio se convirtió en
un estandarte y en una esperanza, en una ilusión y en una
meta, y bajo esta lógica de uso, los resultados electorales
una consecuencia, junto con otros factores, impulsaron la llegada
al poder de un partido y un candidato diferentes.
Y el gobierno ¿del
cambio?...
Sin embargo, las
circunstancias que rigen un proceso electoral (que pueden ser emotivas,
lúdicas, competitivas, de promesas, etc.) terminan cuando
existe una decisión ciudadana acerca de los competidores.
En pocas palabras, las campañas terminan y comienzan los
gobiernos, con las transformaciones subsecuentes en las relaciones
que todo sujeto político establece. La opinión pública
toma otra distancia con quien eligió y en el caso mexicano
que nos ocupa, la promesa de campaña (consentidora, amable)
se comienza a convertir poco a poco en un reclamo que conforme pasa
el tiempo subirá de tono sino se cumple.
El discurso político se transforma
y el político-en-campaña sufre la metamorfosis al
político-en-el-gobierno y aquí, como en todo sistema
democrático, no fue la excepción. Con el paso de los
días y los meses, incluso con el paso de los años,
las circunstancias comenzaron a cambiar para quien ya ejercía
el gobierno, como para quienes lo habían electo.
Es evidente que no todo lo que sucede
en torno a un ejercicio de gobierno puede reducirse al lenguaje
expresado en el discurso político y simplificar así
de tal manera la realidad nacional, sin embargo el “lenguaje
no es inocente”, y todo lo que se concibió como promesa
es entendido como algo a cumplirse, máxime cuando la experiencia
histórica previa a la alternancia había estado salpicada
precisamente de lo que jerga popular decía de la mayoría
de los políticos (priístas): “nunca cumplen
lo que prometen” (verbalmente) o simple y llanamente los hechos
sin palabras y las palabras sin hechos.
Sin tomar en consideración
el normal ejercicio de desgaste que todo líder político
tiene al ejercer el gobierno, en el contexto de nuestra palabra
a analizar llamó la atención como el “cambio”
comenzó a ser criticado, despedazado, y a convertirse ya
no en una afirmación alegre, retadora, ilusoria, sino un
reclamo y hasta una burla...este es el gobierno ¿del cambio?.
De pronto la palabra comenzó
a ser desplazada e incluso olvidada por quienes la enarbolaron porque
empezó a perder su sentido y su validez en un nuevo contexto
nacional y la fuerza que la soportaba y rodeaba ya no tenía
los mismos matices que antaño: el cambio
comenzó a salir del diccionario y del discurso político
gubernamental y partidista a medida en que el tiempo avanzaba.
Frases como: ¿cuál
cambio? ¿en dónde está el cambio? ¿hacia
dónde cambiaremos? ¿se decía el gobierno del
cambio? empezaron a construir el nuevo lenguaje sobre todo de los
adversarios políticos que incluyeron esta nueva connotación
a la palabra y cuya asimilación social avanzó con
una rapidez sorprendente.
Por eso, decía el principio
que llamó sobremanera mi atención que el pasado 30
de abril, primero y dos de mayo de este 2004, en el marco de la
Asamblea y Convención Nacional del Partido Acción
Nacional (PAN) la frase que trataba de definir el evento fuera:
“un partido en acción, por un México en cambio”,
porque percibí un nuevo intento por parte del partido que
ejerce el gobierno a nivel ejecutivo, por reestablecer el significado
del término que tantos éxitos trajo consigo en la
campaña electoral y que hoy se visualiza, desde el discurso
político partidista, como la oportunidad de relanzarlo y
volverle a dar el sentido que podría catapultar una visión
político-electoral rumbo a las elecciones del 2006.
Si en el 2000 la palabra que prometió
y ofertó fue el cambio, ahora será el 2006 donde la
misma palabra tendrá que tomar una significación diferente
que sin romper con su significado inicial, se perciba como la posibilidad
de ahora sí consolidar ese cambio, quizás solamente
postergado, en sus grandes transformaciones.
Consideraciones finales:
Es evidente que el
discurso político suele estar expuesto, por sobre otros juegos
lingüísticos, a un desgaste mayor y más acelerado.
Si a eso le sumamos que la política, los políticos,
los parlamentos, no están en su mejor momento y que gozan
de una baja credibilidad entre el ciudadano común y corriente,
la situación empeora de manera preocupante.
Pero no hay que ser alarmistas,
porque así como la política está en crisis,
así lo ha estado en su momento la educación, el teatro,
la literatura, entre otros, y se han encontrado formas de recomponerlas.
Sin embargo en la medida en que
el discurso político esté cada vez más lleno
de demagogia y se aleje de la verdadera confrontación de
ideas, estaremos postergando el proceso de credibilidad en quienes
lo enarbolan y la política retardará la reconstrucción
de su maltratado desprestigio.
En el caso que me ocupó en
este escrito, queda muy claro que un concepto-palabra como “cambio”
ha sufrido en los últimos casi cuatro años una metamorfosis
en su interpretación y análisis por lo que considero
que el lenguaje necesita finalmente en todos los órdenes
una realidad que lo legitime y eso solamente lo logra el binomio
decir-hacer.
Finalmente no creo que sólo
el discurso político esté en un terreno peligroso,
me parece que la palabra, en todos sus órdenes lo está,
entonces quizá lo que ahora necesitamos, y lo digo citando
a Octavio Paz y a su Laberinto, es “aprender a mirar
cara a cara a la realidad”, e “inventar palabras e ideas
nuevas para estas nuevas y extrañas realidades que nos han
salido al paso”.
Notas:
1
Apuntes del Seminario-Taller “Comunicación Política”.
Fundación Manuel Buendía-ITESM-CCV. Córdoba,
Ver. 2002.
2 Apuntes de la clase “Análisis
del Discurso: Ética y Poética”. Dra. Laura
A. Hernández M. ITESM-CCM. México. 2004.
Referencias:
Hernández,
M. Laura, A. Apuntes de la clase “Análisis del Discurso:
Ética y Poética”. ITESM-CCM. Enero-Mayo, 2004.
Paz, Octavio. El
Laberinto de la soledad. F.C.E. 1950.
Mtro.
Álvaro de Gasperín Sampieri
Catedrático del Departamento de Comunicación y Humanidades
del ITESM Campus Central de Veracruz,
Ver., México. |