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Por Luis Sandoval
Número 27
Apocalípticos e integrados
como variantes de la perplejidad1
El título de este trabajo, antes que establecer claramente
un tema a abordar, define más bien un campo de problemas,
un espacio conceptual necesitado de clarificación, de delimitación
y de mapeo. Moderemos las ambiciones, pues: en vez de intentar alcanzar
acuerdos y precisiones, contentémonos con realizar un relevamiento
topográfico de este terreno.
Medios de comunicación hubo
siempre y son inherentes a la misma condición humana, empezando
por el lenguaje, medio por excelencia para expresarnos y comunicar
nuestras ideas y nuestros sentimientos. Los medios tradicionales
fueron, también tradicionalmente, el ámbito propio
de (a veces incluso restringido a) los intelectuales. Son intelectuales
quienes hacen uso especial del habla, mediante la retórica,
son intelectuales los que dominan la lectura y la escritura y los
que producen composiciones musicales o plásticas.
Pero es cuando los medios de comunicación
se vuelven masivos, es decir cuando se transforman en medios de
comunicación de masas, cuando aparece el conflicto que hoy
nos permite hablar de un campo problemático, cuando los intelectuales
aparecen separados (desplazados) de un lugar de producción
cultural nuevo. Como veremos, se puede cuestionar la novedad de
este lugar de producción cultural, ya que sus raíces
se afincan nítidamente en las tradiciones de la cultura popular.
En todo caso, es a comienzos del siglo XX cuando la situación
alcanza un grado de visibilidad tal que lo vuelve un problema.
Lo que han intentado hacer los intelectuales
frente al desafío que suponen los medios de masas es variado
y complejo. De cualquier manera, la taxonomía que Umberto
Eco propuso con éxito en los sesenta sigue siendo clarificadora.
Eco hablaba de dos grandes actitudes frente a la cultura de masas:
apocalípticos e integrados.
Apocalípticos son aquellos
intelectuales que -espantados frente al fenómeno de los medios
de masas y de la cultura de masas subsiguiente- se inclinan por
pensar en un retorno a la barbarie para la civilización occidental.
La cultura de masas no puede sino constituir una amenaza a la tradición
de la gran cultura (los museos, la música "clásica",
el teatro y las obras de arte), es decir el canon de la Cultura,
con mayúsculas. Este patrimonio cultural es banalizado y
pervertido por los medios que, para la consternación de todo
buen apocalíptico, tienen asegurado su éxito en virtud
de su poderío industrial y comercial.
Si la cultura es un hecho aristocrático,
cultivo celoso, asiduo y solitario de una interioridad refinada
que se opone a la vulgaridad de la muchedumbre, la mera idea de
una cultura compartida por todos, producida de modo que se adapte
a todos, y elaborada a medida de todos, es un contrasentido monstruoso.
La cultura de masas es la anticultura. (Eco, 1968: pp. 27-28)
En el otro extremo, los integrados,
que opinan casi lo contrario. Lejos de destruir a la cultura, los
medios la han democratizado y extendido: lo que era patrimonio de
unos pocos, ahora es conocido y disfrutado por multitudes. Nunca
hubo tanta gente que acudiera a los museos o a la ópera,
tantos buenos libros vendidos, etc.
Dado que la televisión,
los periódicos, la radio, el cine, las historietas, la
novela popular y el Reader's Digest ponen hoy en día los
bienes culturales a disposición de todos, haciendo amable
y liviana la absorción de nociones y la recepción
de información, estamos viviendo una época de ampliación
del campo cultural, en que se realiza finalmente a un nivel extenso,
con el concurso de los mejores, la circulación de un arte
y una cultura "popular". (Eco, 1968: pp. 28)
Entre los apocalípticos,
un clásico es Theodor Adorno, quien afirmaba:
La televisión comercial
deforma la conciencia, pero no por empeoramiento del contenido
de las trasmisiones en comparación con el cine y la radio
[...]: la situación misma es la que idiotiza, aunque el
contenido trasmitido por las imágenes no sea más
tonto que el que generalmente se propina a estos consumidores
compulsivos. (Adorno, 1983: pp. 59-60)
mientras que, desde el bando de
los integrados, Daniel Bell le contestaba:
Los medios de comunicación
de masas comienzan a elevar el gusto, y el nuevo público,
sediento de cultura, halla una variada serie de agencias especializadas
dispuestas a servirlo. [...] En Estados Unidos, la sed de cultura
es asombrosa, y las estadísticas de consumo de cultura
son en verdad imponentes (Bell, : 16-17)
La dicotomía apocalípticos/integrados
ha tratado de zanjarse en numerosas oportunidades, empezando por
el libro de Eco. Pero, cual hidra mitológica, reaparece permanentemente
en los lugares más inesperados. Como veremos más adelante,
el populismo celebratorio de cierta versión de los estudios
culturales recupera la posición integrada. En tanto, los
apocalípticos también mantienen su vigencia:
Pienso, en efecto, que la televisión,
a través de los diferentes mecanismos que intento describir
de forma sucinta, pone en muy serio peligro las diferentes esferas
de la producción cultural: arte, literatura, ciencia, filosofía,
derecho; creo, incluso, al contrario de lo que piensan y lo que
dicen, sin duda con la mayor buena fe, los periodistas más
concientes de sus responsabilidades, que pone en un peligro no
menor la vida política y la democracia (Bordieu, 1997:
pp. 7-8).
La cita anterior es la manera en
la que Pierre Bordieu -figura intelectual por definición
de la Francia actual (con todo lo que implica en Fracia la figura
intelectual)- comienza su reciente -y polémico- Sobre
la televisión. Bordieu no aceptaría la clasificación
de apocalíptico (concedamos que probablemente sería
injusta con su posición), pero al menos denota cierto aire
de familia.
En fin, si uno puede caracterizar
la actitud de los intelectuales frente a los medios, debería
decir que ésta ha sido de perplejidad. ¿Qué
hacer frente a esta nueva realidad (a esta realidad que siempre
es nueva o renovada)? ¿Cómo explicarla? ¿Qué
decir de ella o qué hacerle decir?
Cultura popular: el nombre del
Otro
Esta perplejidad, esta permanente inquietud o incomodidad que describíamos
en el apartado anterior, es similar (en realidad simétrica
o idéntica, o mejor la misma) a la que genera en los intelectuales
su gran Otro: la cultura popular. Dar un rodeo conceptual por la
cultura popular puede parecer a priori injustificado, pero confío
en que su necesidad sea aclarada en el desarrollo de esta argumentación.
La cultura popular, o la cultura
del pueblo o de los sectores populares, presenta siempre un desafío
al intelectual o al investigador social. Por definición,
el saber científico es parte integrante de la cultura culta,
legitimado por la academia, institución de vigilancia de
las competencias de esa cultura culta o alta. Así que la
cultura popular es la cultura del Otro, del que no es como el investigador,
del que no participa del saber legítimo.
Primera reflexión: la cuestión
problemática "intelectuales y medios" no refiere
al conjunto de la producción mediática. Sería
desajustado introducir aquí como problema la relación
de los intelectuales con los suplementos culturales de los grandes
diarios, las revistas especializadas o los programas de televisión
"culturales". En todo caso, la referencia a esta porción
de los medios se realiza bajo el interrogante ¿por qué
estos espacios son minoritarios, o su modelo no es adoptado por
la generalidad del medio? (asunto que siempre resurge al hablar,
p.e., del rol que debe cumplir una emisora televisiva del Estado).
El problema, decíamos, no surge aquí, sino en relación
a la producción masiva de los medios (los programas de mayor
audiencia, los diarios amarrillos, las revistas de chismes). Sincerémonos:
a los intelectuales no nos genera problemas "El refugio de
la cultura", sino "Videomatch".
Frente a esta producción
cultural masiva, el intelectual se planta en similar actitud que
el antropólogo frente a la cultura nativa que es su objeto
de estudio. Los "medios", así delimitados, son
el Otro, son diferentes, no hablan el mismo lenguaje y no persiguen
los mismos fines. Y esto no es un escapismo elitista: el juego de
lenguaje de la cultura popular y masiva es un juego diferente del
propio del saber académico e intelectual.
La cuestión del pueblo,
de la cultura popular, es casi siempre un discurso pronunciado
sobre el pueblo, para el pueblo, hacia él, por personas
instruidas. Pero es también un discurso que no se pronunciaría
si no estuviera puesto ante un sujeto, lo cual pon a quien lo
enuncia en una curiosa situación: él habla para
tender un puente hacia este sujeto que su misma palabra ha separado
(Bollème, 1990: pp. 66).
Como cultura del Otro, la primera
reacción del intelectual (de nosotros mismos como intelectuales,
eso lo veremos con algún detenimiento más adelante)
es el etnocentrismo. Así como lo primero que hace el colonizador
frente a los rasgos culturales del aborigen es horrorizarse (el
remanido origen del vocablo "bárbaro" -aquél
que no habla el griego- es un cabal ejemplo, lo mismo que el establecimiento
de etapas evolutivas en donde se juzga el atraso o adelanto de una
cultura en orden a su similitud con la propia), así el espanto
es la primera reacción del investigador frente a la cultura
popular. Cultura del pobre que se visualiza como cultura pobre,
carente, atrasada, en la cual señalar los déficits
(menos sofisticada, elegante, compleja), incluso hasta el pseudoelogio
("más cercana a la naturaleza"). Etnocentrismo
que reafirma la propia pauta colocándola por encima o más
adelante de la pauta diferente, y que -a diferencia del que caracterizó
a la visión imperialista del siglo XIX, que se ponía
en relación a otros pueblos, a otras sociedades- es ahora
aplicado a una fracción de la propia sociedad; etnocentrismo
de clase, por tanto.
El segundo momento, la segunda reacción,
que viene a sobreponerse al etnocentrismo, es el relativismo. Gran
aporte de la antropología, el relativismo pregona el derecho
a la autonomía de cualquier cultura, la imposibilidad de
juzgar con los criterios de una cultura a otra. Ya basta de organizar
escalas entre barbarie y civilización, o de mirar al otro
como carente. De lo que se trata ahora es de valorizar la riqueza
de cada sistema cultural, organizado autónomamente. En su
aplicación a la cultura popular, dará entrada y legitimará
todo un campo de estudio antes defenestrado: las culturas y consumos
populares, los géneros literarios menores, los productos
de la cultura de masas2.
Ahora bien, cuando el relativismo
se lleva al extremo, se cae en el vicio del populismo. Este surge
cuando, en la consideración de la cultura popular, se provoca
una lisa inversión hasta caer en un "etnocentrismo al
revés": la cultura popular no es ya vista como igualmente
auténtica o valiosa, sino como más auténtica,
más valiosa, mejor. La aplicación exacerbada del relativismo
cultural lleva a considerar la culturas populares como si existieran
en soledad, sin ninguna relación con otras clases sociales,
con otros simbolismos y otras culturas:
el relativismo cultural que hace
justicia a los contrasentidos sobre el sentido de culturas colonizadas
o lejanas inspirados al colonizador o "civilizador"
por su ignorancia de la realidad de las sociedades extranjeras,
cometería en este caso una injusticia interpretativa respecto
de las clases populares si optara por ignorar en la descripción
de su cultura algo que no puede ser nunca relativizado o relativizable:
la existencia siempre próxima, íntima, de la relación
social de dominación, que, incluso cuando no opera de continuo
sobre todos los actos de simbolización efectuados en posición
dominada, los marca culturalmente, aunque más no sea mediante
el estatuto que una sociedad estratificada reserva para las producciones
de un simbolismo dominado (Grignol y Passeron, 1991: pp. 20).
De esto último existen evidencias:
aún cuando se conceda a las culturas populares cierta innegable
autonomía simbólica, no por ello deja de estar presente
el estigma con que la cultura alta marca a sus producciones. Al
respecto, como veremos, epítetos como "géneros
menores" aplicados a los productos de la cultura popular son
los más leves indicadores de esta suerte de marginación.
Para romper con los peligros que
entraña el populismo no queda otro camino que introducir
en el análisis la posición legitimista, es decir considerar
las consecuencias que trae a la propia cultura popular su funcionamiento
como cultura dominada, subalterna respecto a otra.
La posición legitimisma,
a su vez es susceptible de caer en un error de análisis de
similar gravedad: la asimilación de la relación de
dominación social con la de dominación simbólica.
En este sentido son clásicas las simplificaciones del marxismo
vulgar, para quien debe tomarse de manera literal la famosa frase
de Marx en La ideología alemana: "las ideas de
la clase dominante son también las ideas dominantes de cada
época".
Notable simplificación en
el análisis: ni siquiera es necesario analizar lo que pasa
con las culturas populares, puede argüirse a priori que su
característica fundamental será la alienación,
ya que "una vez que se conocen las relaciones entre los grupos
que son los soportes de las culturas, uno se ve dispensado de describir
las relaciones entre las culturas" (Grignol y Passeron, 1991:
pp. 22).
Esta última postura, conocida
como miserabilismo, imperó durante la década del '70
en gran parte de los estudiosos europeos y latinoamericanos, en
conjunto con el estructuralismo semiótico, por el cual se
deducían del análisis de los mensajes los efectos
sociales que "seguramente" producirían3.
Relativismos y desconciertos
Pero los '80 nos traen otra problemática, bajo el rótulo
del "posmodernismo". La asimilación de la crisis
de la razón occidental, de los grandes relatos (al decir
de Lyotard) trae aparejada, cuando no el disfrute llano de los productos
de la cultura popular, al menos el exilio de toda posición
crítica frente a ellos.
No nos es posible ahondar aquí
en esta cuestión. Contentémonos con decir que el trabajo
deconstructivo del saber occidental de los últimos treinta
años nos lleva a que se vuelva imposible respaldar algún
tipo de parámetro que tenga pretensiones absolutas de universal.
Consideremos solamente los postulados de la sociología de
la cultura. ¿Qué es lo que hace que un objeto cualquiera
se convierta en una obra de arte? ¿Por qué un mingitorio
en un baño no es un objeto artístico y sí lo
es cuando Duchamp lo coloca sobre un pedestal, en una galería?
Por más vueltas que se le
dé a esta cuestión (y se le han dado muchas vueltas),
la única explicación atendible es una explicación
sociológica: un objeto se convierte en una obra de arte cuando
está señalada socialmente como tal. Estas señales
abarcan el lugar en que se encuentra, su contexto físico,
su creador, etc. Cuando estos elementos nos indican que estamos
frente a una obra de arte la tratamos como tal, y cuando son inexistentes,
o nos indican lo contrario, le brindamos otro tratamiento, el de
objetos comunes.
Efectivamente, la primera forma
profunda de organización social del arte es, en este sentido,
la percepción social del arte mismo. Esta percepción
es siempre práctica, sea o no seguida por un razonamiento
teórico. Un área amplia, y por lo general desconocida,
de la historia de las artes es el desarrollo de sistemas de señales
sociales que indican que lo que ahora se va a hacer accesible
debe ser considerado como arte. Estos sistemas son muy diversos,
pero entre ellos constituyen la organización social práctica
de la primera forma cultural profunda en la cual determinadas
artes son agrupadas, destacadas y diferenciadas (Williams, 1982:
pp. 121).
De esta manera, como ha demostrado
acabadamente el arte contemporáneo, no existe alguna cualidad
inmanente o esencial que haga que un objeto particular sea una obra
de arte, o una pauta cultural elevada. El disfrute de la ópera,
el arte de vanguardia o la literatura de experimentación
requieren saberes y competencias específicos y de ardua adquisición;
pero no son -bajo ningún criterio sociológicamente
válido- mejores que la cumbia o la telenovela. A lo más
-y no es precisamente poco- se trata de objetos, saberes y competencias
legitimados por una sociedad históricamente situada.
Así que lo que ha hecho la
sociología de la cultura es desarmar a quienes pretendían
establecer criterios de validez y juzgar la virtud o la falta de
ella de los productos culturales en general, también de los
medios de comunicación de masas.
Perplejidad, primero; ahora desconcierto.
Desde la preocupación de que los canones valorativos del
arte sean reemplazados sin más por el imperio del mercado,
Beatriz Sarlo constataba esta situación:
El debate estético ha perdido
su fundamento probablemente para siempre. No hay dios ni fuera
ni dentro dele espacio artístico que nos entregue el libro
donde están escritos los valores del arte. El proceso de
desacralización ha concluido. Uno de sus resultados es
la institución del relativismo estético. También
una de sus consecuencias más perturbadoras. (Sarlo, 1994:
pp. 28-29)4
El momento de consolidación
plena del relativismo es coincidente -en la mirada intelectual progresista
sobre los medios de comunicación y la cultura popular- con
el predominio de los estudios culturales. Especialmente en
su variante norteamericana, los estudios culturales, que nacieron
con una intencionalidad política progresista explícita,
viraron hacia un franco populismo5.
El razonamiento es simple: ya que no es posible establecer un criterio
de validez apriorístico, el valor estará dado por
la apreciación de quienes son sujetos y objetos de las preferencias
políticas del intelectual. Como dice con ironía Todd
Gitlin "si las personas están en el lado correcto, entonces
lo que les gusta es bueno" (Gitlin, 1997: pp.84-85).
Es cierto que resultaba imprescindible
superar las perspectivas simplistas que negaban a las audiencias
populares cualquier tipo de rol activo. El pasaje del concepto de
recepción al de lectura implicó ubicar claramente
en la audiencia el eslabón crítico al analizar la
construcción del sentido en un texto mediático.
No se trata de negar la productividad
del modelo de codificación/decodificación (especialmente
en los trabajos de Morley) ni tampoco la riqueza de aportes de la
investigación que sigue la matriz de la etnografía
de audiencias. Pero resulta claro que la combinación de un
relativismo estético acentuado, con una toma de partido por
los consumos culturales realmente existentes, lleva a una peligrosa
pasividad política.
En su crítica al populismo
cultural, Jim McGuigan ha denunciado las consecuencias de esta pasividad.
El populismo cultural tiene una
estrecha afinidad con el ideal del consumidor soberano de la economía
neoclásica, la filosofía del libre mercado, la ideología
actualmente dominante en casi todo el mundo (McGuigan, 1997: pp.
240)
y más adelante:
Hay que leer lo que hay atrás
de la retórica izquierdista, a la que Fiske es especialmente
proclive, para percibir su convergencia teórica de un populismo
cultural exclusivamente consumista con la economía política
de la derecha (McGuigan, 1997: pp. 245).
Resulta claro: el problema más
evidente del populismo es que deja libre al mercado para que sea
quien establezca el criterio de valor, con lo cual se escabulle
cualquier posibilidad, aún en clave hipotética, de
un sistema de medios mejor6.
El espacio de la decisión
Así y todo, creo posible proclamar la necesidad, por parte
de los intelectuales, del ejercicio de la crítica frente
a la cultura de masas. ¿Cómo puede darse la crítica,
cuando ya no hay criterios seguros para el juzgamiento?
De lo que se trata, creo, es de
la necesidad de tener conciencia de nuestros límites y de
nuestra falta de certezas finales. Se trata de tomar decisiones.
La decisión, en la maravillosa definición de Derrida,
interrumpe la deliberación. Nunca encontraremos una
razón última que justifique nuestras opciones éticas
y estéticas, pero se trata de no inmovilizarse por ello,
sino de reconocer el trabajo del deseo.
Cuando aún existían
cánones y criterios valorativos, o cuando hoy enjuiciamos
como si los hubiera, haciendo de cuenta que el huracán postmetafísico
y antiesencialista no ha arrasado nuestros territorios (como efectivamente
lo hizo)7, era posible deslindar
sin problemas lo bueno de lo malo, la calidad de la vulgaridad,
lo bello y lo feo. Eran tiempos seguros. Pero también eran
tiempos en los que la decisión no tenía lugar.
Aclaremos esto brevemente: cuando
existe una regla aplicable a la cuestión en deliberación,
no puedo decir propiamente que decido. No decido que los objetos
son atraídos a la tierra por la fuerza de gravedad (lo que
hago es calcular su velocidad) ni tampoco el juez decide
que un homicida debe ir a la cárcel. La decisión se
toma cuando no existe una regla que me permita ahorrármela.
Ya que la estructura es indecidible,
ya que no hay posibilidad de cierre algorítmico, la decisión
no puede estar en última instancia basada en nada
externo a ella misma (Laclau, 1998: 108-109).
Laclau realiza esta discusión
en el contexto de la definición de lo político. Nosotros
podemos partir de allí para dar cuenta del porqué
de nuestras propias decisiones en el plano estético y en
el plano del valor cultural. Decisiones que -por supuesto- son también
propiamente políticas.
Creo que debemos bregar por una
televisión menos chabacana y grosera, por tratamientos periodísticos
que busquen la simplicidad sin caer en el simplismo, por la recuperación
de las voces minoritarias y el pluralismo. Creo que debemos trabajar
para construir sistemas de recogida de la opinión ciudadana
que no sean la aplicación de matrices prefabricadas como
el televoto, que nos permitan avanzar en el proyecto de la democracia
deliberativa. Estoy convencido de que hay buenos y malos programas
infantiles y quiero potenciar los que estimulan la creatividad y
no los que preparan futuros hiperconsumidores.
En fin, creo que hay un modelo mejor
de medios posible. Pero sé también que hay otros -que
tienen la misma legitimidad que la mía- que postulan y apoyan
otros modelos mediáticos, y sé que no puedo escudarme
en alguna razón trascendental, en la tradición nacional
o en el patrimonio cultural de Occidente. Carezco, tanto como ellos,
de un argumento último mejor, superior o definitivo. Lo que
me queda es el trabajo permanente de articulación y construcción
social, cívico y político para defender lo que considero
bueno, limitar lo que creo perjudicial y generar aquello que aún
no es, pero estimo necesario.
Y de eso se trata, justamente, el
trabajo del intelectual. Pero no estamos hablando meramente del
intelectual académico. Como proponía hace años
Martín-Barbero, con su habitual lucidez
se hace más nítida
la demanda social de un comunicador capaz de enfrentar la envergadura
de lo que su trabajo pone en juego y las contradicciones que atraviesan
su práctica. Y eso es lo que constituye la tarea básica
del intelectual: la de luchar contra el acoso del inmediatismo
y el fetiche de la actualidad poniendo contexto histórico,
"profundidad" y una distancia crítica que le
permita comprender y hacer comprender a los demás el sentido
y el valor de las transformaciones que estamos viviendo. Frente
a la crisis de la conciencia pública y la pérdida
de relieve social de ciertas figuras tradicionales del intelectual
es necesario que los comunicadores hagan relevo y conciencia de
que en la comunicación se juega de manera decisiva
la suerte de lo público, la supervivencia de la sociedad
civil y de la democracia (Martín-Barbero, 1990).
De esto se trataba finalmente el
juego. Cuando hablábamos de los intelectuales no estábamos
hablando de otros, sino de nosotros.
Notas:
1
Este artículo tiene su origen en una conferencia dada en
el marco del I° Encuentro de Periodistas Mujeres de la Patagonia,
Trelew, marzo de 2001.
2 Los textos fundadores de los estudios culturales
británicos darán la impronta a esta entrada de lo
popular como objeto de análisis. Especialmente Hoggart (1990)
con su trabajo sobre la cultura popular, desde su propia experiencia
de clase. Desde otra perspectiva, el ya mencionado clásico
de Eco (1968) recibió en el momento de su aparición,
y desde las huestes del conservadurismo cultural, no pocas críticas
por su utilización del aparato conceptual erudito al estudio
de historietas y canciones de moda, tal como recoge la introducción
de 1977. Entre nosotros, y al amparo ideológico del peronismo,
las producciones y consumos culturales ya fueron objeto de una línea
importante de análisis durante la década del '70.
Hay que mencionar las investigaciones pioneras de Aníbal
Ford, Jorge Rivera y Eduardo Romano (1985), recogidos posteriormente
en una compilación, así como los trabajos sobre industria
cultural (también de Rivera) publicados en Capítulo,
la historia de la literatura argentina que editara el Centro Editor
de América Latina.
3 Una crítica seria a los
análisis semióticos es la que formula en 1978 Morley
en su debate con la teoría de Screen (recogido en
Morley, 1996). Si bien en el caso de Screen el marco de análisis
tenía una impronta fuertemente psicoanalítica, creo
que los argumentos de Morley son extensivos a cualquier tipo de
análisis que sólo se limite a trabajar con el texto
mediático.
4 El abandono del establecimiento
de valores culturales a un relativismo que apenas esconde a la "mano
invisible" del mercado es una premisa actualmente en retroceso.
Un reciente trabajo sobre cultura y capital social se atreve a superar
el relativismo analizando a la cultura como factor de desarrollo
en América Latina (una perspectiva que había quedado
subsumida en el desarrollismo de los '60 y que necesitaba urgentemente
una recuperación). Uno de los autores afirma que "La
cultura puede ser un marco de integración atractivo y concreto
para los vastos contingentes de jóvenes latinoamericanos
que se hallan actualmente fuera del mercado de trabajo y que, asimismo,
no están en el sistema educativo" (Kliksberg, 2000:
pp. 51). Resulta claro que, desde esta perspectiva que consideramos
imprescindible, el relativismo a ultranza no resulta útil
ni conceptualmente productivo.
5 Este viraje populista ha sido
denunciado en reiteradas oportunidades. Véase -entre otros
y además del citado McGuigan (1997)- a Ang (1994), Morley
(1997), Jameson (1998), la introducción al libro de Barker
y Beezer (1994) y la polémica entre Garnham (1997) y Grossberg
(1997).
5 Sin embargo, abandonar el populismo
no es una tarea fácil. En su rehabilitación del concepto
de calidad cultural, Schrøder parte de una premisa a primera
vista inobjetable, si no se quiere dejar de lado in totu el aporte
de los estudios sobre recepción: "todo veredicto sobre
la calidad debe tener en cuenta la experiencia efectiva de los diferentes
segmentos de un público heterogéneo" (Schrøder,
1997: pp. 111). Sin embargo, al establecer en consecuencia tres
dimensiones para la evaluación de la calidad cultural (ética,
estética y extática) termina justificando como programas
de calidad a Dallas y Dinastía, es decir a
los productos más obvios de la industria norteamericana.
6 Resulta pertinente aclarar que
el influyente trabajo de Jürgen Habermas se orienta al establecimiento
de criterios válidos para el juicio, aún en un contexto
postmetafísico. Habermas (1987) inicia la Teoría
de la acción comunicativa con la contundente afirmación:
"Todos los intentos de fundamentación última
en que perviven las intenciones de la Filosofía Primera han
fracasado", pero aún así puede salvar la validez
de la crítica estética, ya que "en la crítica
estética las razones sirven para llevar a la percepción
de una obra y hacer tan evidente su autenticidad, que esa experiencia
pueda convertirse en un motivo racional para la aceptación
de los correspondientes estándares de valor" (Habermas,
1987: pp. 41). La posición de Ernesto Laclau (véase
especialmente Laclau, 1993 y 1996) -que retomamos con excesiva superficialidad
en el último apartado de este artículo- es claramente
contraria al proyecto habermasiano, pero no es este el lugar para
profundizar en los matices de ambos modelos teóricos.
Notas:
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Luis
Sandoval
Facultad de Humanidades y Ciencias Sociales
Universidad Nacional de la Patagonia SJB, Argentina |