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Transculturalidad y conflicto: una reflexión sobre etnocentrismo y medios de comunicación dentro de la dinámica semio/socio/comunicativa
 

Por César San Nicolás Romera
Número 27

"Cuando la esperanza se desvanece, las culturas mueren"
S.S. Juan Pablo II

Todas las sociedades se mueven a través de un imaginario colectivo. Para José María Perceval (1995:23), dicho imaginario no es otra cosa que "un cosmos de representaciones que articula las tres funciones necesarias para la continuidad de la comunidad: trabajo presente, reconstrucción del pasado y transmisión de enseñanzas a la siguiente generación. De todas maneras, para que este proceso funcione y produzca conocimiento, las imágenes deben ser ofrecidas por cada generación como un cuerpo cerrado de nociones científicas o al menos incontestables, algo intangible y eterno cuya alteración es en cierto modo una transgresión más o menos grave, según los casos, del consenso social".

Ante tal consideración, cabe advertir cómo la cultura puede entenderse al modo y manera de un ir y venir desde la producción de sentidos generacionales (diacrónicos) hacia la realización de tales sentidos dentro de una colectividad (sincrónica). Sentidos que se recordarán y que cambiarán para volver a mostrarse como nuevos trascurrido cierto tiempo. Dichos sentidos se materializarán en imágenes adoptadas o adaptadas a cada entorno colectivo y actuarán como modelos de conocimiento, ya sea de cara a su transmisión pedagógica y comunicativa al resto del colectivo o bien a los efectos de facilitar el intercambio identificador y valorativo entre los miembros de dicho entorno grupal. Estaríamos en presencia de un sistema abierto y cerrado: abierto -aparentemente- a los cambios externos y cerrado en torno a sus patrones de identificación, lo que le hará cohesionarse frente a la presión de otros sistemas ajenos. Para los teóricos de la escuela de Tartu -cuyas aproximaciones semióticas nos parecen de crucial importancia dentro del escenario disciplinar de lo que posteriormente ha dado en llamarse "estudios culturales"-, la cultura se constituye en un haz de sistemas semióticos forjados históricamente, por lo tanto una macroestructura que funciona como una jerarquía única o bien a través de una simbiosis específica de sistemas autónomos, lo que nos lleva al concepto de "intersistematicidad" entre un sistema modelizador primario que es quien modera o efectúa la mediación entre el resto de sistemas también de naturaleza modelizadora pero de carácter secundario. Entendida así, la cultura se nos muestra como un "pósito" de datos socializados, organizados tipológicamente. El problema -el conflicto- surge, pues, cuando se atisba o, de hecho, se establece el contacto con otro sistema cultural. En cierto modo, parafraseando a Edgar Morin, prisionero de una cultura, el espíritu de hombre como ser socializado sólo puede liberarse con la ayuda de SU cultura y no de otra. A lo sumo puede intentar practicar una integración formal y semántica en esa "cultura" ajena, en ese otro sistema de intercambio generacional transmisor de imágenes, pero al final nunca suplantará los preceptos incuestionables -al menos metodológicamente hablando- que su cultura de origen le ha planteado desde mucho antes de su nacimiento y que conforman su auténtica "semio-esfera" vital.

Por lo tanto, la cultura se establece como un sistema de vivencia, convivencia y connivencia vinculado réticamente a los estatutos propios de las imágenes, a los imaginarios colectivos que convergen en los planos diacrónico y sincrónico; y estos imaginarios, en tanto reinvenciones de una realidad "natural" corren el riesgo de transformarse en una dinámica de focalización (entre temas -cuestiones fundamentales- y remas -cuestiones secundarias-) construida a base de opiniones consensuadas y lugares comunes a todas luces evidenciadores de unas "verdades" ideológicas e intencionales cuyo único fin es la manipulación de los colectivos a través de la lisonja o el miedo.

El conflicto -como reflejo socializado de la condición violenta del ser- se materializa en una manifestación "natural" siempre provocada, no creada en sentido literal, esto es, no surge de la nada, sino que se desencadena como respuesta dirigida ante determinadas situaciones de quebranto (económico, social, político, justicial), mediante la puesta en marcha de diferentes resortes que, de una u otra manera, ejercen un poder de contagio al conjunto de los "situs" y "status" de la organización del colectivo, es decir, tanto de naturaleza vertical como horizontal. Es entonces cuando el conflicto se muestra como la ejemplificación más arquetípica del homo homini lupus hobbesiano y da el salto a los media bajo el aspecto de noticia/suceso, generando en torno a sí todo un cúmulo de reacciones sociales de rebato que no hacen sino estrechar aún más los confines entre los fenómenos y las respuestas, ambas manifestaciones siempre sistemáticas y por lo tanto integradas.

Los medios de comunicación -en particular la televisión en su papel de líder informacional/persuasivo/recreativo- nos muestran siempre la misma cara de una realidad incuestionable: esas imágenes negativas ancladas en los imaginarios colectivos que caen del lado de la cultura que los sustenta o, por contra, esas otras imágenes positivas altamente ritualizadas del hipercapitalismo lúdico donde lo que aparece mercantilizado es precisamente todos aquellos sistemas modelizadores secundarios de la cultura. Una "cultura del simulacro" en el sentido marcado por Baudrillard que ha experimentado un cambio genético hacia una cultura del "acceso", con todas las implicaciones y restricciones selectivas que la palabra acceso comporta. Para Jeremy Rifkin (2000:17-18), "estamos contribuyendo a un movimiento a largo plazo que lleva desde la producción industrial a la producción cultural. En el futuro un número cada vez mayor de parcelas del comercio estarán relacionadas con la comercialización de una amplia gama de experiencias culturales en vez de con los bienes y servicios basados en la industria tradicional. El turismo y todo tipo de viajes, los parques y las ciudades temáticas, los lugares dedicados al ocio dirigido, la moda y la cocina, los juegos y deportes profesionales, el juego, la música, el cine, la televisión y los mundos virtuales del ciberespacio, todo tipo de diversión mediada electrónicamente se convierte rápidamente en el centro de un nuevo hipercapitalismo que comercia con el acceso a las experiencias culturales. La metamorfosis que se produce al pasar de la producción industrial al capitalismo cultural viene acompañada de un cambio igualmente significativo que va de la ética del trabajo a la ética del juego. Mientras que la era industrial se caracterizaba por la mercantilización del trabajo, en la era del acceso destaca sobre todo la mercantilización del juego, es decir la comercialización de los recursos culturales incluyendo los ritos, el arte, los festivales, los movimientos sociales, la actividad espiritual y de solidaridad y el compromiso cívico, todo adopta la forma de pago por el entretenimiento y la diversión personal. Uno de los elementos que define la era que se avecina es la batalla entre las esferas cultural y comercial por controlar el acceso y el contenido de las actividades recreativas". En cierto modo las palabras de Rifkin nos sirven útilmente para refutar la idea de que todo el sistema de valores axiológicos de carácter ascético, ético y estético empieza a perder existencia per se y comienza a ser integrado dentro de un nuevo "tecno-rito" comercial, un ceremonial fenomenológico mediado por los medios de comunicación donde la noción de transculturalidad comienza a descabalgar la noción de cultura anclada en la transmisión de imaginarios. La transculturalidad plantea un intercambio, un ir y venir de un sistema cultural a otro. Ahora bien ¿qué sentido tiene en este contexto -donde la ideología ha sido sustituida por la mercantilización- el contacto intercultural? Hay un trasfondo de esperanza en todo fenómeno de contacto, incluso nos atreveríamos a afirmar que hay un factor de libertad inducida por lo que el encuentro tiene de elemento no regulado, sobre todo teniendo en cuenta el producto o el resultado que pueda surgir de dicho "enfrentamiento". Toda la lógica de la mixtura, del mestizaje, de la migración y la navegación entraña un componente de "fusión" humana intercolectiva, no obstante, qué sentido tiene plantear una transculturalidad dentro de un contexto comercial como el que parece ya estamos plenamente inmersos. Plantear el trasvase cultural implica, hoy por hoy, aceptar la sustitución de las relaciones basadas en la puesta en común (comunicación) de la experiencia por el trueque de objetos de cambio (compra-venta). A esta cuestión deberíamos añadir otra: hasta qué punto los fenómenos transculturales llevados a cabo en un escenario etnocéntrico comportan un factor de riesgo, mucho más si a ello unimos los factores conflictivos que impone el cambio del capitalismo industrial al cultural, donde -como advierte Rifkin- "la absorción de la esfera cultural por parte de la esfera comercial apunta a un cambio fundamental en las relaciones humanas con consecuencias preocupantes para el futuro de la sociedad".

Esta nueva y tupida esfera de interrelaciones sociales basadas en el intercambio crematístico/pecuniario de supuestos valores "culturales" evidencia y potencia el hecho mismo de la individualidad personal frente a la vivencia colectiva, toda vez que se cancelan los valores de transmisión cultural, esto es, los sentidos generacionales tradicionales, para abrigar nuevas formas de vida y contacto regidas por la ausencia de comunicación, o mejor dicho, basadas en la negación de la comunicación gracias a la saturación de los contextos comunicativos ("información ilimitada = información cero"), sin embargo esa dualidad individuo/colectivo se mantiene perfectamente vinculada, teniendo en cuenta una relación simbólica que engarza doblemente a la persona consigo y con el colectivo que le confiere los sentidos, ya sea éste de referencia o de pertenencia. De alguna manera, como afirma R. Dawkins (1988), el ser humano es una "máquina de superviviencia programada con el único fin de perpetuar la existencia de unos egoístas genes albergados en sus células". Esa función de superviviencia integrada en la propia esencia fisiológica del hombre se transfiere al concepto de ser social, para adoptar una postura de actuación que le permita precisamente sobrevivir. "Las personas del siglo XXI se perciben a sí mismas tanto como nodos insertos en una red de intereses compartidos como agentes autónomos en un mundo darwiniano de supervivencia competitiva. Para ellas la libertad personal tiene menos que ver con el derecho de posesión y la capacidad para excluir a otros y más con el derecho a estar incluido en las redes de interrelación" (Rifkin, J. 2000:23). Si hablamos de sociedad interconectada o cibersociedad, conectividad, etc. entenderemos esta última idea de Rifkin, si por el contrario hablamos de sociedad sin contemplar su grado de interrelación con la esfera tecnológica efectiva (acceso a redes de intercambio) -entre otras cosas porque, desde nuestra modesta opinión, aún es demasiado pronto para considerar que el lugar hacia el que supuestamente caminamos esté más o menos visualizable en nuestro mermado horizonte inmediato-, disentiremos de dicha reflexión e introduciremos la cuestión de por qué no suponer que la dualidad aislacionismo individual/vs/cooperación colectiva genera en sí misma lógicas de riesgo y conflicto materializadas en políticas colectivas -consensuadas no institucionalmente y sí a través de los imaginarios comunes- de integración y exclusión. Estas políticas colectivas no se generarían desde el ámbito del "miedo a la libertad" endógeno sino más bien desde la lógica exógena del miedo a lo "de fuera", sea esa condición exterior asociable al concepto de territorio físico, lingüístico o a la noción de confín económico o social. En consecuencia, pensamos que los nuevos sujetos que se configuran a través de la mediación del acceso a las redes de intercambio navegan literalmente por una esfera puramente virtual donde se neutralizan las implicaciones culturales y únicamente tendría cabida el hecho totalmente alienable de la "experimentación lúdica" por unos derroteros tecnológicos regidos por la suspensión de la "identidad imaginaria colectiva", donde el único pacto o contrato pragmático posible es de naturaleza modelizante y lúdica. Suponer, por tanto, una transculturalidad en el fenómeno de la navegación sería tanto como suponer la extracción de una experiencia interna vivida o revivida -una erlebnis, en la dimensión establecida por W. Dilthey- únicamente a partir de la contemplación de imágenes de "paraísos perdidos" y no del contacto directo con el correlato físico/real de esos mismos paraísos ficcionales. Entre otras cosas, porque el vivir a base de imaginarios implica de alguna forma que nos ahorramos el maltrago de reconocer que la realidad nunca llegará a la misma altura evocadora que los distintos imaginarios que la suplantan. En el plano de la comunicación reglada y mediada de nuestra propia cotidianeidad, pensamos, ocurre un tanto de lo mismo. Recordemos las palabras de Chesterton cuando afirmaba que "la vida es un mundo y la vida vista en los diarios es otra".

Con todo el pesimismo de nuestro discurso -un discurso por otra parte anclado en una determinada orientación cultural etnocéntrica-, debemos dejar la puerta abierta a la opinión de quienes ven transparencia donde aparentemente se percibe opacidad. Autores como M. A. Vázquez Medel (1999:66) abogan por una nueva humanización, por la necesidad de un cambio en la organización económico-social y política, pasando de un imaginario de oposición y confrontación (en el que predominan valores tradicionalmente considerados como masculinos), a un imaginario de alianza, "flexible y cooperante, con una presencia importante de rasgos y valores considerados tradicionalmente como femeninos". Para Vázquez Medel, la tarea de construcción de un humanismo nuevo adaptado a nuestra propia circunstancia histórica pasaría por la asunción de tres patrones axiológicos: "la relacionalidad, la responsabilidad, la belleza, son tres valores fundamentales en la construcción de la nueva humanidad. Nos llevan a una acción fundada y responsable, amorosa, cooperante y abierta a los demás; nos conducen también a la reflexión, a la contemplación del mundo en el que estamos insertos" (1999:86).

Sin embargo este enfoque humanista se ubicaría dentro del contexto cultural de la misma teoría de los imaginarios planteada con anterioridad. En suma estaríamos tratando con imágenes transmitidas y propuestas de configuración de nuevas imágenes que vendrían a sustituir a esas otras consideradas como negativas. "No hay imagen más real que otra, hay simplemente imágenes [...] ¿Significa eso que debemos abandonar toda pretensión de alcanzar la verdad? todo lo contrario, porque quedaríamos abandonados a la magia de las imágenes implícitas cuando no a la inercia vulgar de los tópicos, las ideas adquiridas. Hay que poner en cuestión cotidianamente la realidad y la imagen forma parte de esa realidad que percibimos. Pero, esta posición crítica debe siempre tener en cuenta que no se alcanza la verdad absoluta en el campo de las ciencias sociales sino la verdad consensuada, la verdad democráticamente oportuna en cada momento. Mañana será repensada esta imagen, reinterpretada, colocada de nuevo en otro decorado y formando parte de otro collage" (Perceval, 1995:124).

Podemos afirmar a estas alturas que la cultura cotidiana, aquella con que nos desayunamos, comemos y cenamos diariamente, es una "cultura de riesgo". Es un sistema aparentemente abierto a la transculturalidad, pero atado desde el punto de vista de los sentidos a imágenes negativas que construyen y destruyen. Un sistema de imágenes integradas que ponen de manifiesto los problemas de los excluidos ajenos al sistema cultural, navegando por el plano superficial y mostrativo sin interrogarse por las causas remotas del conflicto. Alain Touraine en su certera Crítica a la Modernidad (1993:378-380) establecía que cuando el espíritu moderno se preocupa ante todo de agitar el orden tradicional, la razón y la voluntad de libertad individual parecen asociadas la una a la otra, pero cuanto más sustituye la organización de la producción y los aparatos de gestión al orden heredado, más se deshace esa asociación, mientras se refuerza la de las dos caras del Sujeto, la cara defensiva y la cara liberadora, la referencia a la comunidad y la apelación a la libertad personal. Desde ese prisma el Sujeto se construye socialmente como proyecto y memoria. "De ahí la dificultad y la importancia de la integración de los recién venidos a la nación. Porque no basta que adquieran por integración social, asimilación cultural y naturalización las normas, los géneros de vida y los derechos de los ciudadanos; también es preciso que participen en una memoria que su presencia debe, a su vez, transformar. Es tan falso exigirles que adquieran una memoria en la que no tienen sitio como contentarse con un multiculturalismo carente de sentido real. Es necesario que la memoria colectiva esté viva, que se transforme constantemente para desempeñar su papel de integración en lugar de imponer a los recién venidos una lección de historia intangible y convertida en mitología nacionalista".

En España estamos asistiendo a un fenómeno, cuando menos, peculiar en lo que a migraciones se refiere. Este país de "frutos tardíos" como lo definiera Menéndez Pidal afronta el "reto" de la recepción de población inmigrante, intentando racionalizar desde el tamiz político y sobre todo discursivo (tomemos como muestra todas las implicaciones dialécticas político-mediáticas en torno a la categorización de inmigrantes "con papeles" frente a los "sin papeles") un fenómeno literalmente irrefrenable desde el punto de vista socio-demográfico: la migración de gentes provenientes de, entre otros, dos ámbitos distintos religiosa y culturalmente hablando, musulmanes del norte africano e iberoamericanos. El conflicto de la inmigración en España surge desde el preciso instante que las imágenes tradicionales hacen su aparición para mediar a través de ellas estos dos estadios de inmigración. Sabemos por la antropología que "la sociedad crea imágenes negativas que afectan desde a los elementos familiares como la mujer o el niño, hasta a los recién llegados desconocidos como son los inmigrantes. Son protecciones contra el caos" (Perceval, 1995:44). El criterio de análisis surge de la idea clásica de que tendemos a valorar al de fuera a través de los patrones de nuestra cultura etnocéntrica, construida a base de sentidos generacionales; en ese sentido la cultura es inequívoca y considera al extranjero sometido a categorías de inferioridad o subyugación, propias de la tradición ancestral de considerar "inferior" a la mujer, el niño y los animales, tal y como señala Perceval, arquetipos adyacentes y perfectamente identificables, imágenes negativas por tanto unidas a la explotación, la necesidad de exclusión o eliminación del contrario, mediante su anulación o la suspensión de su estatuto de igual. En las relaciones de los miembros de una cultura y los de otra se establece un rango cancelador que discrimina paradigmáticamente al otro porque automáticamente es adscrito a una categoría de "universales operativos de producción" que tiene que ver con la condición de siervo, esclavo u obrero. De esta suerte, el inmigrante musulmán -barnizado con el término eufemístico/disfraz "magrebí" por "moro" (del lat. maurus 'moreno en cuanto a la piel') simboliza palpablemente el "miedo" o la "fobia" al extranjero cultural -etnocéntricamente hablando- y sobre su imagen se aplica el intento de contrarrestar apriorísticamente su "incapacidad" de integración cultural y religiosa mediante los patrones de "esclavitud"; frente a él el inmigrante iberoamericano es sentido como una astilla de la propia cultura y los mecanismos de respuesta xenófoba se le aplican en un grado distinto, los patrones de "servidumbre" intentan discriminarle incluso del magrebí en un gesto condescendiente de reconocimiento cultural e incluso "consanguíneo", por mor de los avatares de la controvertida colonización del "Nuevo Mundo". De alguna manera, en términos relativos, al magrebí se le teme, al ecuatoriano, por el contrario, no; lo cual indica en parte la diferente categorización del problema. Si a ello añadimos, a su vez, la doble tipologización que citábamos anteriormente ("con papeles" vs. "sin papeles") obtenemos de nuevo otra fórmula de conflicto sobre el que se pretende ejercer una política de control en un movimiento vertical, de arriba hacia abajo, cuyo reflejo más inmediato lo encontrará el lector en la construcción de los discursos cotidianos en el correlato social de la opinión pública.

Dicha situación real evidencia, pues, la construcción de grados de integración y exclusión dentro de la misma manifestación endógena de la "extranjería", sin embargo se trata de una integración aparente y siempre supeditada a unos niveles de refrendo de carácter popular, lo que implica que existe un consenso social y también político ansioso por categorizar los distintos grados de la "inmigración" aunque su manifestación sea de naturaleza tácita, ya que reconocerlo a través de la verbalización explícita sería suponer una especie de "discriminación a-democrática" latente dentro de la comunicación de dicha realidad. Como quiera que el "ser" y el "parecer" se disocian en el plano activo de las relaciones sociales y culturales, incluso en las relaciones políticas, es justo pensar que en el plano práctico del consenso hay un conflicto obvio entre los componentes éticos y estéticos de reconocimiento de los problemas de identidad, problemas que descienden casi siempre a la esfera de la defensa de la tradición cultural como círculo protector que no necesita ser modificado, sino que por definición es válido -histórica y jurídicamente- para acoger bajo su manto el fenómeno de la inmigración y todas sus implicaciones culturales y sociales. Desde esta óptica, suscribimos las palabras de A. Touraine al afirmar que "esta defensa de una tradición cultural está lo más lejos posible de la afirmación de una identidad que sólo se definiría por la oposición a una amenaza extranjera y la fidelidad a un orden social. Semejante afirmación se encuentra más a menudo entre los dominados que entre los dominantes, inclinados por el contrario a identificarse con lo universal. Los que se sienten amenazados, los que han fracasado en su esfuerzo de ascensión individual o colectiva, los que se sienten invadidos por una cultura o intereses económicos llegados de fuera, se fijan en la defensa de una identidad transmitida de la que son depositarios antes que creadores. Pero esta afirmación de identidad es artificial. Los dominados son atraídos por el mundo dominante, lo mismo que los trabajadores de los países pobres emigran hacia los países ricos que pueden procurarles empleos y rentas superiores, incluso aunque tengan que aceptar convertirse, en la sociedad en que entran, en desarraigados, pobres, explotados y a menudo rechazados (1993:385).

Cuál es el papel de los medios de comunicación como parte activa en la "visualización" de todas estas imágenes, en su camino hacia la confección de la realidad. Como afirmaba E. Morin (1992:249), "seguimos necesitando recurrir a lo real, pero ¿qué es precisamente lo real, sino aquello que la idea nos designa como tal?". En el resumen que encabeza este trabajo nos habíamos interrogado acerca de si nuestro sistema de vivencias sociales no es precisamente un vivir a base de imaginarios. Hemos podido apreciar cómo los imaginarios constituyen los nexos de vinculación con lo real. Más que de nexos nos gusta hablar de "istmos", por utilizar el referente metafórico de la porción de tierra conectada con dos territorios continentales más amplios que le dan vida y sentido, y con dicho término nos queremos referir precisamente a esos "lugares imaginarios comunes" que tienen la capacidad de ser "cédulas de carga informativa/persuasiva/lúdica", porciones de sentidos generacionales trasvasados a imágenes que sirven para identificar y estructurar posiciones, ideas o estructuras organizativas de "consensos sociales". La recursividad del concepto de "istmo" o "lugar imaginario común" permite estructurar el tejido social en retículas de encrucijadas de sentido interconectadas entre sí, porque todas ellas participan de unos principios básicos de articulación común, tanto de referencia como de pertenencia, de lucha como de cooperación, que cohesionan de una u otra forma la articulación armónico/conflictiva del conjunto. Todas esas concentraciones de imaginarios comunes vinculados entre sí terminarán por vertere in unum: la sociedad como sistema cultural -ya lo hemos venido indicando- de vivencia, convivencia y connivencia. Precisamente son esos mismos "istmos" los que reivindicamos para identificar los fenómenos sociales que los medios de comunicación nos hacen visibles a través de la tipificación informativa dentro del ámbito del conflicto cotidiano; en suma fenomenología diaria de una cultura de riesgo incorporada a los medios de información, persuasión y entretenimiento interconectada entre sí (y susceptible de provocar un efecto dominó en la propagación de los consensos), cuyo anclaje cultural se fundamenta en la presentación de la dinámica entre excluidos e integrados, siempre desde el lado de los integrados, a través del jucio y pre-juicio de una serie de valores sociales incontestables e incluso axiomáticos.

Muchas veces, en nuestro afán de establecer categorías de interpretación cultural ejecutamos la tarea de iniciar nuestra prospección in medias res, esto es, ciñendo nuestra visión a las manifestaciones de las imágenes y no a la manifestación de las realidades que sustentan dichas imágenes. Cuando hablamos de mediasferas y utilizamos como criterios las técnicas de transmisión desde el homo sapiens al homo noeticus o al homo oeconomicus, casi nunca caemos en la cuenta de que detrás de cada edad de la mirada hay todo un cúmulo de cubículos de sentidos, representaciones e identidades integradas y excluidas que dejan entrever la incapacidad humana por trascender su ansia selectiva y englobar en su afán de proyección al conjunto de los "otros" hombres. Así, con la división clásica de Régis Debray (1994:178-179) entre logosfera (ídolos), grafosfera (arte) y videosfera (simulación) se intenta simbolizar cada uno de los "ecosistemas [etnocéntricos] de la visión" occidental. "Cada una de estas eras dibuja un medio de vida y pensamiento, con estrechas conexiones internas, un ecosistema de la visión y, por lo tanto, un horizonte de expectativas de la mirada (que no espera lo mismo de un Pantócrator, de un autorretrato y de un clip). Ya sabemos que ninguna mediasfera despide bruscamente la otra sino que se superponen y se imbrican. Se producen situaciones de dominio sucesivo por relevo de la hegemonía; y más que cortes, habría que esbozar fronteras a la antigua, como las que existían antes de los Estados-nación. Zonas tapón, franjas de contacto, amplios cursos cronológicos que abarcaban ayer siglos, hoy decenios. Como la impronta no ha borrado de nuestra cultura los proverbios y los refranes medievales, esos procedimientos mnemotécnicos propios de las sociedades orales, la televisión no nos impide ir al Louvre -sino todo lo contrario- y el departamento de antigüedades egipcias no está cerrado al ojo formado por la pantalla" (1994:176). Encontramos ciertas cuestiones concomitantes entre la formulación simultánea de las mediasferas de Debray y la noción de "semiosfera" de Lotman: "imaginemos una sala de museo en la que están expuestos objetos pertenecientes a siglos diversos, inscripciones en lenguas notas e ignotas, instrucciones para descifrarlas, un texto explicativo redactado por los organizadores, los esquemas de itinerarios para la visita de la exposición, las reglas de comportamiento para los visitantes. Si colocamos también a los visitantes con sus mundos semióticos, tendremos algo que recordará el cuadro de la semiosfera" (citado por J. Lozano, 1998). Si existe un proceso de hegemonía por relevo entre las distintas edades de la mirada, qué ocurre cuando esas edades se neutralizan dentro del ámbito de la semiosfera. La clave en cierto modo la ofrece Debray a la hora de plantear la noción de videosfera. Para Correa, Guzmán y Aguaded (2000:46-47), "en la cresta de la ola de la videosfera, las nuevas tecnologías de la información y de la comunicación han revolucionado el concepto de imagen, su producción y manipulación, distribución y derechos de autor. La imagen virtual es una imagen que, por definición no existe. En la historia de la imagen, el paso de los códigos analógicos a los digitales abre una brecha cualitativa como la que supuso la aplicación de la energía nuclear para el armamento o las posibilidades de manipulación genética para la experimentación biológica. La imagen informatizada se vuelve inmaterial, algoritmo, matriz de un número modificable a voluntad y lo que capta la vista no es la reproducción de un modelo de la realidad sino un modelo lógico-matemático incorporado al software del ordenador. Liberado de todo referente, la imagen del ordenador permite visitar una ciudad que aún no ha sido construida, circular en un prototipo de avión que todavía no existe no ha sido diseñado por los ingenieros aeronáuticos o circular en un coche que no existe". Reconocemos, pues, en la ampliación de las dimensiones de la videosfera un nuevo ámbito de representación que coincidimos en denominar "tecnosfera", cuya causa inmediata sería la "digitalización" de las esferas del conocimiento y de la realidad en su camino de creación de nuevos imaginarios. Tal y como afirma Fernando R. Contreras, "la digitalización de la vida es un efecto de sentido provocado por proyectar sobre las posibilidades generativas de la tecnología nuestra experiencia vital". Ante esa encrucijada nos hallamos, y surge bajo dicha tesitura la cuestión del enfrentamiento del hombre con un número ingente de posibilidades de producción de imágenes y por lo tanto de imaginarios. Para Correa, Guzmán y Aguaded, dicho planteamiento nos enfrentaría a una serie de problemas culturales, sociales y políticos: nuevamente reflota la idea de que "lo que no se ve en los medios, no tiene existencia en la lógica de un mercado global que ha hecho de la información su principal combustible (2000:47).

Hemos obviado intencionadamente en nuestra reflexión incorporar el debate nuclear crítico sobre el fenómeno de la globalización, aceptando en mayor o menor medida que éste plantea en la actualidad una determinada polémica explícita, suplantada por las tesis que concilian los escenarios globales con las actuaciones en ámbitos locales. No obstante, desde un punto de vista cultural, ciertamente se plantea complicada la conciliación global/local si no es derivando el enfoque hacia la noción de conflicto o desorden derivado de la globalización, frente a orden y cooperación vinculados a una política de cohesión social de actuación local. En cualquier caso, las lógicas del riesgo estipulan un planteamiento glocal donde tendría sentido trazar una frontera metodológica entre la noción de transculturalidad global y etnocentrismo local. La cultura, una vez más, no es ajena al caos planetario y zonal de una supuesta dialéctica de la integración frente a la exclusión.


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Dr. César San Nicolás Romera
Universidad Católica San Antonio de Murcia (UCAM), España