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Signos, Cuerpos. La Clasificación de los Signose en Ch. S. Peirce
 
Por Raymundo Mier
Número 21

El 23 de diciembre de 1908, Peirce escribe una carta a Lady Welby donde le comunica su nueva-propuesta para la clasificación de los signos[1]. Las diez clases originalmente elaboradas por Peirce ceden entonces su lugar a otras 729 clases de signos, a medida que Peirce añade sus recientes distinciones a cada una de las tres instancias que definen el signo. La categoría original de objeto, se bifurca: Peirce construye un objeto dinámico y otro inmediato; la instancia del interpretante suscita a su vez una posterior ramificación que da lugar a tres categorías distintas: interpretante inmediato (o destinado o afectivo), interpretante dinámico (o efectivo o energético) e interpretante final (o explícito o lógico). Las combinaciones de estos nuevos órdenes de signos según la arraigada visión de Peirce, aquellos concebidos en su calidad de primeros (en su primeridad), en su calidad de segundos (secundariedad) o en su calidad de terceros (terceridad) nos da una combinación de 729. Peirce se entrega a una imaginación, a una meticulosidad exacerbada. A estas divisiones añade otras más. Si, como opino con firmeza, (para no decir que casi demuestro) existen otras cuatro tricotomías adicionales de signos del mismo orden de importancia, en lugar de generar 59, 049 clases, éstas quedarán reducidas a sesenta y seis.

No obstante, esta multiplicación de las categorías es la huella de un excedente: de 59, 049 ennumerables, reconocibles, Peirce admite solamente la primacía de algunas decenas. Las clases se encuentran, aunque proliferantes, sometidas a un criterio de exclusión. Sólo muy pocas categorías se abrirán paso en esa multitud creciente de clases de signos. Peirce traza los linderos de núcleo admisible de órdenes sobre la base del concepto de determinación. Esos órdenes sígnicos aparentemente periféricos, redundantes, órdenes velados, exhiben la existencia de juegos de determinación cualitativamente distintos, incluso encontrados. Estos signos, sometidos a otras determinaciones (no a la lineal), no se hallan radicalmente excluidos, sino eclipsados. Se trata de lo que –tomando el término de Gilles Deleuze, a su vez referido a la lectura de Bergson –llamaremos una curvatura del espacio en torno de estas categorías lineales, que nos ofrecen todo su peso en la figura culminante de lo que Peirce denominó el interpretante final, el interpretante lógico[2], esa otra figura del acto. La dinámica compleja de las determinaciones del signo en Peirce se funde con la sustancia multivalente del acto. El acto para Peirce engendra una cualidad móvil en el cuerpo, en los cuerpos. Sólo que el concepto de determinación instaura, cuando menos, un juego serial, un juego de correspondencias, de resonancias entre signos heterogéneos. Es posible reconocer dos momentos en la determinación, entre las instancias del signo triádico de Peirce: una serie articulada en una secuencia temporal, discontinua, entre las modalidades ontológicas comprometidas en los procesos semióticos y una serie lógica intrínseca a la condición triádica del proceso de la semiosis. Así, por una parte, la relación entre los órdenes de signos aparece como una linearidad. La primeridad precede a la secundariedad y ésta a la terceridad. Se trata a un tiempo de una precedencia lógica y, tal vez más radicalmente aún, ontológica. Se trata de modos de ser (Peirce) que aparecen articulados secuencialmente en el proceso de semiosis. Sólo que esta linearidad, en la determinación[3] parece actuar simultáneamente con la otra determinación: aquella que establece la complejidad triádica, la “triangularidad” inherente al modelo triádico, nunca susceptible de descomponerse analíticamente en díadas sino que interviene en su desplazamiento a lo largo de las tres calidades ontológicas de la semiosis. En efecto, Peirce parece hablar siempre de semiosis en términos de este orden de relaciones triangulares que es en sí mismo un juego multívoco de determinaciones de calidades distintas que conjuga las diversas instancias constitutivas de la semiosis: "toda acción dinámica o acción de la fuerza brutal, física o psíquica –escribe Peirce– o bien se ejerce entre dos sujetos ... o bien es en todo caso la resultante de acción entre pares.

Pero por 'semiosis' entiendo, por el contrario, una acción o influencia que es o implica la cooperación de tres sujetos, tales como un objeto, un signo y un interpretante, esta influencia tri-rrelativa no podría de ninguna manera reducirse a acciones entre pares."[4]

La determinación en esta conjugación discordante de condiciones y de sentidos, organizados según esa condición dual de la determinación, a la vez una progresión y una circularidad, a la vez un movimiento irreversible de la primeridad a la secundaridad a la terceridad, y un impulso que revierte esa dirección, que la anula: un triángulo cuyos lados ofrecen cualidades distintas, nunca entregado a un movimiento de progresión, sino a una trayectoria quebrantada, intempestiva, cuyas inflexiones exhiben siempre la huella de.la diferencia, ese juego heterogéneo de tensiones en la metáfora triádica del signo abre la posibilidad de derivación infinita, serial, heterogénea del proceso de semiosis. Esa derivación, no obstante, no es sin embargo una disipación del sentido o una extinción de los signos. Los signos se fijan, se arraigan de una manera singular en un régimen duradero de la significación, hacen posible una memoria marcada también por la impronta de lo incalculable. Este arraigo particular, esta fijeza precaria del horizonte de los signos parece aludir a aquella misma noción de curvatura desarrollada por Deleuze. En efecto, Deleuze habla de esa curvatura como la instauración de un horizonte, como el engendramiento de una topografía, o más exactamente, de una morfología. Las determinaciones se hacen visibles y adquieren cierto carácter que las diferencia entre sí: la curvatura de este universo hace pensable la idea de centro y de periferia. Sólo que se trata, en Deleuze, de un centro indeterminado, móvil, a la deriva, sometido a una fuerza que lo disloca, que lo desplaza de su lugar, que lo lleva a un engendramiento incesante de esas morfologías que se rehacen y se recomponen de manera infinitesimal. En Peirce podríamos encontrar esa misma inflexión del espacio de la semiosis. A partir de ciertas categorías y de un núcleo de relaciones triádicas, el universo de los signos se curva, se organiza en torno de ese centro; esas relaciones privilegiadas en el proceso de semiosis admiten cierta disposición, dan lugar a formas, a figuras reconocibles, estables. De ahí la permanente vacilación que se advierte en la escritura de Peirce cuando elige las imágenes que habrían de iluminar la naturaleza de los constituyentes del modelo triádico: existe un modo de ser del objeto, el objeto dinámico, y un rostro del interpretante cuyas definiciones respectivas parecen desbordar el postulado de inmanencia de los signos, enclave que vertebra el trabajo teórico de Peirce. En este punto de vacilación, Peirce parece en ocasiones volverse a la imagen inquietante pero reconocible de la cosa en sí kantiana. No para reivindicar su vacuidad, su invencible renuencia a ser objeto de aprehensión cognitiva, sino para reconocerla como fuente y origen del proceso último de la semiosis, como horizonte íntimo de la significación. Pero acaso ese repliegue de Peirce sobre la cosa en sí es sólo es un breve desfallecimiento que, sin embargo, domina profundamente su propia concepción del carácter de su empresa filosófica. Peirce sin duda admite la “progresión” de la semiosis, su movimiento fatal hacia un centro de gravedad que no es otro que el objeto mismo. Instaura ese correlato entre signo y objeto como centro, pero no deja de admitir que ese centro es esencialmente inaccesible: es el interpretante lógico, hipotético, final. Es un estado final, el reposo y la extinción de la semiosis, el momento de la significación lógica plena de los signos, el destino absoluto del proceso de semiosis, el momento de extenuación, no de estabilidad sino de una quietud irreversible de la verdad, un lugar donde se resuelve el impulso incesante e irresuelto del proceso de semiosis, ahí donde se conjuran todas las determinaciones. El interpretante final –habría de escribir Peirce– es el único resultado interpretativo en que cada interpretante está destinado a desembocar si considera al signo suficientemente.[5]

Ese punto ejerce una fuerza gravitatoria sobre todo el proceso de semiosis. Un centro carente de presencia o de sustancia, una mera irradiación diferencial, pero cuya existencia virtual, como punto de referencia para la fuerza afectiva de los signos basta para infundir al proceso un vértice, casi un espejismo donde se dibujan nítidamente las regiones: donde se hace posible hablar, respecto del proceso de semiosis, de un centro y una periferia. Esa circularidad traza un lindero, señala un adentro y un afuera, inciertos pero eficaces. Este centro del proceso de semiosis, engendrado por la propia curvatura, revela su vacuidad, su ausencia, precisamente al vertirse sobre el orden corporal. Ese punto opaco donde culmina el proceso de semiosis es precisamente la radical heterogeneidad del cuerpo y de los actos. Es el hábito, punto equívoco de sofocación del impulso de la semiosis, punto donde surge una heterogeneidad absoluta respecto de la derivación infinita que ha configurado la naturaleza de los signos. En distintos momentos de su escritura Peirce vuelve sobre el tema del hábito.

El hábito –escribe Peirce– está formado por el análisis deliberado de él mismo, es la definición viva, el interpretante lógico verdadero y final.

También habla escrito poco antes: No queda más que el hábito como la esencia del interpretante lógico.

Sólo que el hábito, según el énfasis de Peirce, es asimismo un signo que es también una síntesis de signos, un signo marcado entonces por otra calidad ontológica que las propias de los otros signos, la naturaleza de sus vínculos con el objeto se han trastrocado.

El hábito por sí solo –insiste Peirce– aunque pueda ser un signo de cierta manera, no lo es a la manera del signo del cual él es el interpretante lógico.

Situado al mismo tiempo en el centro, punto de culminación del proceso de semiosis, su heterogeneidad le ofrece un lugar desplazado, lo somete a una diferencia, pero una diferencia cuya calidad excluye al hábito del universo de la semiosis. El hábito es en consecuencia un orden equívoco, un signo que se despliega para exhibir una doble faz ontológica. Es precisamente un trabajo negativo, aparece como un borde intemporal. No es sólo el término de un proceso, es también la señal que encierra la clave de sus destino, la orientación y el punto de extenuación de su impulso. Conforma las condiciones de existencia de la semiosis, de su estabilidad y es, al mismo tiempo, su destino. La semiosis se encuentra sometida a la aparente intransitividad del tiempo que se exhibe con el hábito, esa condición aparente de los linderos inertes que circunscriben la acción y la espera, sólo que también ese borde instaura la diferencia, es precisamente el trabajo negativo que engendrará la deriva de los signos. El hábito parece imponer otra circularidad inherente a la reiteración del sentido. El hábito, para poder configurarse como un punto donde se apaga la semiosis, tiene que haberla antecedido, señalado, circunscrito, determinado en su identidad. Esa identidad se ofrece entonces como un trayecto pre-escrito ante la figura de una significacion librada a la deriva. Al mismo tiempo, Peirce muestra el carácter terminal del hábito. El hábito parece capturar, someter el impulso diferencial de la semiosis. El hábito aparece así como el límite infranqueable que marca los umbrales de la instancia dinámica del interpretante. En la última clasificación de los signos, inconclusa, Peirce ya enfrentando la proximidad de su muerte, logra esbozar aquellas clases de signos que para él se ofrecen como una evidencia: aparece lo que podríamos llamar una posible sintaxis de este punto terminal. En esa sintaxis se hace evidente la inscripción múltiple del cuerpo, de sus cualidades como punto virtual de extinción de la semiosis. Peirce menciona los términos de la descripción de esa sintaxis: el interpretante explícito, que es el interpretante lógico, el final, puede clasificarse, en su relación consigo mismo (en lo que Morris ha llamado, quizá impropiamente, su sintaxis):

1. Gratificante .

2. Para producir la acción.

3. Para autocontrol.

En realidad, el punto terminal de la semiosis no puede dejar de ser un cuerpo, pero un cuerpo obligado a modelarse a sí mismo según un conjunto de regularidades, según un orden de sentido, una argumentación, es decir, una disciplina. Pero hay también una historicidad que emerge de la conjugación de esos signos, que está implicada en estas estabilidades, en estos puntos de convergencia. La curvatura que se imprime a la semiosis no se resuelve siempre en los mismos límites, no queda siempre sometida a las mismas extensiones. Hay una historicidad en la sucesión de estas morfologías de sentido, de estas curvaturas que circunscriben vaga, potencialmente, la trayectoria de la significación, como si fueran líneas de fuerza que acotan el espacio potencial de los desplazamientos de la significación. No obstante, el punto culminante es siempre este punto, este 'cuasi-espíritu' en la mirada peirciana que es el interpretante. En efecto, Peirce inscribe su pensamiento en una de las encrucijadas propias de la fenomenología: su lucha contra la psicologismo no puede sino derivar, como sugiere Deledalle, en una afirmación que restaura lo psíquico, la condición ontológica del sujeto, pero como una dimensión antagónica del psicologismo. La semiótica surge como tal, en su resonancia antropológica, al recobrarse como una meditación sobre los actos, sometida de manera inevitable a las tensiones de esa encrucijada. Es ahí donde encuentra todo su espesor equívoco la dimensión del cuerpo. El cuerpo se revela como una región imaginaria, surgido de la convergencia colectiva del sentido, admisible, y, al mismo tiempo único, singular, cuyo sentido será siempre un anclaje enigmático para la propia semiosis. En esa finitud de su régimen de existencia, o en ese recorte a su vez arbitrario, comienza ya la función estabilizadora del cuerpo, su papel de lastre semiótico, su arraigo tenso sobre el enramado de los horizontes de signos. La circularidad, había ya sugerido Deleuze, compromete enteramente la noción de cuerpo, pero no como entidad biológica ni como identidad simbólica, sino como el lugar virtual donde se ejerce la potencia que da su impulso a la significación. El cuerpo aparece entonces como centro y como su disolución, es lo que hace posible la estabilidad en movimiento, precipitada, de los órdenes semióticos. Es al mismo tiempo aquello que sustenta el eclipse, la lateralidad de los otros órdenes de signos, aquello que impone una presencia atenuada de los signos periféricos, aquellos que se han sustraído casi por entero a la fascinación que ejerce ese centro: el hábito.

En el cuerpo se congrega la imagen de lo conmensurable propio del objeto, de su entrega a los impulsos de la voluntad, pero también el cuerpo es la referencia inequívoca de lo inconmensurable, de la potencia de acción, la calidad insondable de los afectos, el origen imaginario del deseo, el destino de la semiosis colectiva, es el punto evanescente del sentido: a partir de esa condición al mismo tiempo finita e infinita, explícita y silenciosa, aprehensible y enigmática del cuerpo se hace patente la imposibilidad de atribuir generalidad a los cuerpos, a los impulsos, a la acción misma. No hay acción general: toda accion es aquí y ahora, el momento del impulso, de la calidad de la potencia y de los afectos, la conjugaciómil de una trama de figuras: responde a los otros, es fundado, originado como una superficie que, sin embargo, exhibe algo más que un cuerpo visible, las condiciones singulares, evanescentes y no obstante determinadas de un “modo de ver”, el cuerpo es también el recurso que funda la certidumbre. En efecto, si para Peirce, el proceso de semiosis tiene un punto terminal, un punto de fijación provisoria de la identidad; los signos, las palabras cobran la textura de una certidumbre, o cuando menos, de un núcleo que nos ofrece la garantía imaginaria sobre la que se han levantado las ficciones de la comunicación. Ese punto nos ofrece la imaginación inusitada del cuerpo habitual. Pero no se trata de la infinidad de cuerpos configurados en el proceso de la semiosis colectiva. Se privilegia una dimensión del cuerpo, se trata de esa fisonomía del cuerpo que Barthes ha denominado efigie.

Llamo efigie –escribió Barthes– a todo lo que concierne a la reproducción del cuerpo como imagen. Y, evidenternente ... en ella se vuelve a encontrar la oposición entre las sociedades tradicionales o antiguas y nuestra sociedad, nuestra civilización.

En una sociedad tradicional, hacer reproducir el propio cuerpo, por ejemplo, en una pintura o un dibujo, era extremadamente costoso, era un lujo que sólo la clase superior podía permitirse... Lo que hoy además nos hace siempre pensar que, a todo lo largo de la historia de la humanidad, millones de seres humanos han vivido sin ver sus cuerpos... Hoy, por el advenimiento de la fotografía, la reproductibilidad infinita de la efigie cambia toda la conciencia colectiva que tenemos de nuestros cuerpos y, en particular, reintroduce en nuestra relación con nuestro cuerpo y con el cuerpo del otro, un narcisismo, y por consiguiente, un erotismo.5

Barthes descubre en la mimesis corporal, en el cuerpo convertido en el espejo imaginario de la identidad el centro de un dispositivo que trastoca el sentido y la historia de la mirada, ofrece a la conciencia la evidencia de la propia fisonomía que condensa la forma de mirar, pero también el régimen que señala al cuerpo sus territorios, que lo aparta de sus intensidades, lo convierte en un paisaje próximo. Pero al mismo tiempo el dispositivo del espejo suspende la generalidad, suspende también el orden conceptual del cuerpo: cuando pone en juego la identidad, la ofrece brutalmente: el cuerpo que se enfrenta al juego óptico, especular, no puede ser un cuerpo abstracto, las latitudes y los tiempos del cuerpo, sus ritmos se exacerban para fecharse, para adquirir una edad, son la identidad en acto. El espejo es esa metáfora que incide en el sobresalto imprevisto e irreversible de la experiencia que hemos aprendido a llamar erotismo. En él se funde la dimensión actuante del cuerpo y su naturaleza icónica. El cuerpo suscita y se somete a la fuerza metafórica de la analogía: la similitud de los cuerpos como fundamento de la identidad. Es el punto donde se enlazan el hábito, el cuerpo disciplinado, y el cuerpo actuante, el cuerpo icónico revelado en el espejo. La metáfora del cuerpo se confina al dominio óptico, icónico, del cuerpo especular es la afirmación positiva, la cualidad que excede las convenciones y la oscuridad del símbolo, que se yergue ante el interpretante final, ante esa otra violencia, a esa irrupción del espejo vuelto sobre el cuerpo para convertirlo en un nuevo mapa de destinos, en una calma oracular, una nueva textura de los cuerpos disciplinados. La iconicidad en acto de la imagen del cuerpo en el espejo es la metáfora donde se congrega toda la iconicidad del cuerpo, el espectro disperso de sus cualidades, es el polo donde emerge la interpretación irrecuperable de los actos singulares. Es ahí donde emerge la metáfora de los otros órdenes de significación, en esa iconicidad revelada en el acto. La imagen en el espejo, espectro a la vez fascinante e imagen donde se funde el terror, lugar de los fidelides abruptas, imaginarias del narcisismo, ahonda su carácter icónico: su sentido es siempre virtual, por lo tanto abierto, el cuerpo edifica un universo informe, una identidad difusa, es la confirmación de la singularidad, pero esta apertura es también la del terror del cuerpo y sus eventos. El cuerpo especular es, sin embargo, no sólo una mimesis sino más radicalmente un acontecimiento: la minuciosa respuesta de la imagen especular es siempre única, responde a la fisonomía y la oportunidad, la interrogación irrepetible de una mirada, es entonces también y únicamente la imagen aprehendida en un tiempo singular, inevitablemente ahondada en el aquí y ahora, fruto de una disposición afectiva presente, irreproductible, capaz de encarnar el pasado en su totalidad y, sin embargo, despojada de historia por la interrogación singular de la mirada, que explora el cuerpo para sorprender en él la densidad temporal de su devenir objeto de sentido y de deseo. Paradigma paradójico de la captación imaginaria, la dimensión icónica instaurada por el espejo, por esa superficie de metal sublimado o por los dispositivos ópticos del cine, la fotografía, la televisión, nos devuelve fundamentalmente otra cara de la exterioridad de los signos: el cuerpo cobra todo el peso. El universo de los signos se curva violentamente sobre lo metafórico del cuerpo. Esta curvatura no se hace patente sin un sobresalto, la sorpresa ante un cuerpo cada instante ajeno e idéntica es lo que hemos llamado extravío ante la imagen de los cuerpos, ante la figura revelada de la identidad, esa cualidad privilegiada exhibida por el cuerpo icónico, el cuerpo especular. Hemos dicho que este juego, este sobresalto engendrado por las calidades divergentes, por la identidad del cuerpo, la imagen del espejo se despliega como un acto de metaforización. En efecto, para Peirce, la metáfora no es otra cosa que una modalidad del icono. Pero la metáfora, como toda metáfora es no es sólo un icono, es también el lugar de la extrañeza y el sobresalto de la significación, el índice de un lindero, de la irrupción de la diferencia, señala un vacío, una materia que exacerba y extingue la significación, que disloca los hábitos y que entrega la percepción de los objetos a la primacía de lo imaginario, a la invención de lo intangible. Parece revocar por completo la imagen inmanente de los signos. La metáfora, entonces, esencialmente se erige como un cuerpo irrepresentable, es una pura irrupción. En su calidad de acto, en la singularidad de su semejanza icónica, la metáfora pone en .juego el objeto dinámico, el cuerpo productor, ese cuerpo inadvertido pero activo, reactivo. Cuerpo exterior, sustraído a la fascinación por ese centro indeterminado que es el hábito, la metáfora del cuerpo icónico instaura otro centro, otro punto en torno del cual los signos dibujan territorios. Es a la vez un desplome y un arraigo, es a un tiempo el primado de la identidad como calidad primordial, como afección, como impulso intrínseco a la semiosis, como destino de los signos y su radical dispersión. Cada imagen es otra, nunca la misma: de ahí la sustancia inadmisible que la imagen del cuerpo en el espejo opone al cuerpo como hábito.

El cuerpo habitual y el cuerpo especular, icónico, son dos polos, dos momentos de hundimiento, dos ausencias donde la semiosis se precipita. No nos parece del todo casual que sea precisamente ahí donde el juego de la metáfora exhibe más abiertamente su doble cara: su cara de contornos vagos e inaprehensibles que ha admitido, sin embargo, la frase: "la metáfora bien vale que se muera por ella", que hace patente esa alianza de la metáfora con la muerte como lugar y como destino. El carácter mortal de la metáfora, su imagen subversiva, irritante, surge de ese impulso de un sentido a la deriva siempre, pero su rostro dócil, su valor, surgen del recurso insustituible a la metáfora como vehículo pedagógico privilegiado, como instauradora de una disciplina, como reductora de toda diferencia, como recurso privilegiado para reducir a magnitudes habituales lo desmesurado. La metáfora parece instaurar los vasos comunicantes que van del cuerpo en acto y su metáfora especular, al cuerpo habitual, a la mimesis y a la certeza donde se construye el cuerpo bajo los convenciones, las creencias y los despotismos, el cuerpo sometido a la verdad, bajo el peso de la convencionalidad y el hábito. El cuerpo especular, metafórico, el cuerpo que instaura para Barthes ese centro insostenible del erotismo es en Peirce, como en una tradición milenaria también el signo de la muerte: "o se trata de la muerte –admitida como representación colectiva, normal, sometida a la gestión y a los cultos indiferentes—“. La muerte es, en el orden estable de los signos, en el seno de los hábitos, siempre un juego que hace patente el sentido de la trascendencia. El cuerpo metafórico, especular, icónico, habla de otra muerte. El erotismo muestra el mismo rostro, parece surgerir Peirce, que la muerte concebida como una experiencia primaria de la identidad, como la evidencia de su presencia inmediata. Resiste entonces a la interpretación de los códigos. Ahí se enlaza con la emergencia de la escritura, esa otra materia legible como un cuerpo metafórico, desde un objeto irrecuperable en el circuito de la significación.

Escribo porque yo, un día, adolescente, me incliné ante el espejo y no habla nadie.

ha podido escribir Rosario Castellanos.

La urgencia, el impulso a veces delirante de Peirce por construir una tipología cada vez más exhaustiva, exuberante de los signos se haya tal vez conectada con este lugar metafórico de la escritura, de su corporalidad. Si la actividad teórica es una restauración del acto como metáfora, la actividad de Peirce, su escritura febril que se agolpa y se impacienta a medida que enfrenta la muerte próxima, es la huella misma de este cuerpo actuante, singular. Es también posiblemente el signo del gesto contradictorio de toda empresa semiótica: exhibe en su cuerpo esos vacíos, esas oscuridades vertiginosas, sólo como un índice, como una metáfora, como una vocación a la extrañeza.

México, D.F., septiembre de 1985


[1] Ch. S. Peirce, "Letters to Lady Welby", en Selected Writings of Charles Sanders Peirce N.Y., Dover, p. 407.

[2] El concepto de curvatura es empleado por Deleuze en los siguientes términos. "Cuando el universo de las imágenes-movimiento se remite a una de esas imágenes especiales que forman un centro en él, el universo se curva y se organiza al rodearlo". Deleuze no obstante, no habla de un centro específico, sino especialmente de un centro que es la sede de una potencia en acto, de un impulso arrastrado a la indeterminación. (cfr. G.Deleuze, L=Image-mouvement, París, Miinuit, 1983, p. 94).

[3] Claramente atestiguado por numerosos fragmentos en la obra de Peirce. En la ya citada carta a Lady Welby, aparece una mención explicita a esta determinación lineal: “Se sigue de la definición de signo que, puesto que el Objeto Dinámico determina el Objeto Inmediato, que determina al propio signo que determina al Interpretante Destinado, que determina el Interpretante Efectivo, que determina el Interpretante Explícito, las seis tricotomías en lugar de determinar las 729 clases de signos, como sería si fueran independientes, sólo genera 28 clases.”

[4] Ch.S. Peirce, Écrits sur le signe, Seuil, París, p.133. Ch.S.Peirce, Cartas a Lady Welby, 14 de marzo de 1909.

[5] Roland Barthes, "Encore le corps", en Critique, nos. 423-424, agosto-septiembre de 1982, pp. 649-650.


Raymundo Mier
Universidad Autónoma Metropolitana
Escuela Nacional de Antropología e Historia
México

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