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CREENCIA NARRATIVA Y CIENCIA POSITIVA

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Por Jesús Becerra
Número 66

Resumen. La legitimación social opera a partir de creencias que, al modo de narrativas, derivan su eficacia de la capacidad que tienen para ofrecerse como homologías del orden a cuya satisfacción se deben. El rasgo distintivo de la mala divulgación audiovisual de la ciencia es su organización del mundo en un sistema de explicaciones y pronósticos bajo narraciones que al describir/mostrar, aparentan objetividad y ocultan una doxa de legitimación. Adicionalmente, la lógica posmoderna de la divulgación impone la demanda estético – epistemológica de un saber espectacular, banal, serial y efímero. Estas características emergentes del mercado académico definen la ciencia neopositivizada.

Palabras clave. Divulgación de la ciencia, Creencia social, Positivismo, Posmodernidad.

La tradición reciente de diversos estudios latinoamericanos de comunicación ha enfatizado el carácter de los medios masivos como estructuras sociales de mediación, pero también mediadas, ya que su consumo supone además un ejercicio activo de recepción sujeto a multimediaciones (Orozco, 2001). En la configuración de las instancias de significación social, la presencia de los medios –sus productos, sus estéticas– se establece no sólo como emergencia de las lógicas económico políticas, sino como instrumentación de mediaciones expresivas (Sánchez Ruiz, 1992: 100). Una estética es funcional a la lógica que la produce si se desempeña como un operador de las normas y reglas que definen la producción y el entrecruzamiento de sus espacios que, para el interés de este caso, se traduce en los campos culturales del arte, de las industrias mediáticas y de la producción y circulación del conocimiento. Precisamente, la atención a la dimensión estética introduce el problema de la constitución de la verdad como acontecimiento. Como dice García Leal:

Si la condición mínima de todo símbolo era el estar en lugar de, el símbolo artístico requiere la condición de estar proyectado al conocimiento. Además, la simbolización artística tiende a la innovación cognitiva, al descubrimiento de lo no sabido. No busca el simple reconocimiento de lo simbolizado, sino mostrarlo a una nueva luz (2002: 276).

En vecindad con lo citado, el presente documento argumenta que la estetización de la ciencia en los casos de malas prácticas de divulgación del conocimiento descansa en la producción y compra de la creencia en una levedad cándida, de la que deriva una nueva forma de positivización posmoderna de la ciencia, más probable cuando ésta es adaptada a los formatos televisivos comprometidos con su propio éxito.

 

Legitimidad y creencia

Cualquier forma de legitimación, sea para establecer el orden social, para institucionalizar una idea o simplemente para ejercer la facultad de nominar, supone la capacidad de producir el contexto que la hace legible y dirigir los mecanismos de recepción de el sentido. Se trata de un proceso de participación en el que la parte entrega su lógica a la contraparte, que la retoma sin notarlo: quien ejerce el poder con legitimidad, lo hace investido por la ley de la aceptación. Gracias a ésta, llega a apreciarse aquello que se retoma como si proviniese del fuero propio, es decir, como si se tratase del despliegue de un orden en espera de una figura personal o institucional adecuada, investida de fe común. Una apropiación así, que confunde dar reconocimiento con adscribirse, es la mejor de las avenidas para la circulación de las doxas como órdenes hechos mundo. En ellas, la inexistencia de ideas opuestas o alternativas, o de resemantizaciones, no plantea por sí misma ningún problema. A la adopción consensuada y preferentemente tácita de los esquemas funcionales que prescriben una cierta propuesta para operar el mundo, y que es asumida como realidad, la llamaremos creencia social. Este término –según se argumentará aquí mismo más adelante– enfatiza la dimensión del imaginario sobre el ejercicio del poder, mismo que desde el plano de lo simbólico comparece como legitimidad.

Por ser realidad asumida, es propio de una creencia ser una estructura: sistema de relaciones precodificadas y proceso de generación de razones y proporciones. De ello debe desprenderse que una creencia se define por su relación con otras creencias presentes o potenciales en virtud de su contenido posible según la historia de sus procesos, pero lo más importante es que debe reconocerse que una creencia es ya un hipercódigo: estando todo aquello que es significativo en función de ella, no hay nada en una cultura que escape a la creencia que la produce y articula. Venidas de la práctica y hechas para la práctica, las creencias funcionan como claves de cifrado del mundo y de los consiguientes posicionamientos en él; son la forma en que se subjetiva el mundo y resultan por ello actos de poder, de poner en función de algo. Quien tiene la capacidad de imponer sus cifras, de hacer subsumir en las suyas las de aquellos que creen haber producido las creencias que los arrastran, tiene el principio de la legitimidad, es decir de imponer la ley fundacional para trazar la topografía de los sentidos, que no es otra cosa que conducir la cultura por apropiación.

Una creencia, incluso no siendo notada, sirve para leer el mundo y ajustarlo, para volverlo un relato y darle elocuencia. Aun más: especialmente al no ser notada, la creencia funciona como medio económico para producir resultados previstos y de algún modo preconstatados. Puede decirse que se trata del dispositivo para generar las tautologías sociales. En un mundo de incertidumbres donde los objetos deberían ser colocados del lado de las preguntas, una creencia sirve para hacer según una tasa de transferencia en la cual aquello que verifica al postulado es creíble y, por tanto, legítimo antes de ser legitimador: una creencia satisfecha por la constatación que ella misma ya antes ha producido, es una creencia que en su ratificación ha ganado en anchura porque ha dado una respuesta. Tales son los mecanismos del poder, dado que el poder como representación es un ejercicio de ida y vuelta, propuesta hecha presencia.

   Creer es provenir de un esquema para regresar a él, transitar del orden de las ideas al orden de los hechos y hacer el viaje de retorno, ver allá lo que se previó acá y producir entre el mundo pensado y el mundo constatado, la equivalencia que los estructuralistas llaman homología.

   Una creencia narrativa, orden prescrito, es una facultad de prelectura con la cual el creyente, poseído de presencias, se enfrenta a colonizar de sentido los textos de los que ya es poseedor porque posee una historia lectora, es decir, un capital puesto en juego. Una vez que se ha leído a Bourdieu, por ejemplo, los siguientes contactos con sus objetos son hechos desde él –como se hace aquí–, sea con él o contra él; leer a Bourdieu es hacerlo entrar en los capitales de lecturas hechas y por hacer. Conforme se avanza en él, se le va cediendo plaza para conquistarlo. En adelante, como autor asumido se constituye en el fiel de la balanza para dirimir los márgenes de legitimidad de sus lecturas posibles. Leer a Bourdieu desde Bourdieu no es otra cosa que acceder a sus creencias para creer en él, aun dado el caso de discrepar una y otra vez.

   Todo acto de exposición de ideas, como acto de producción de un sistema de posibilidades por expansión de una lógica, presenta la misma tautología antes referida o, si se quiere, una especie de autoparasitación estructural, retórica. Las líneas argumentales de una ficción o de una tesis tienen en común exigir esa referencia interna que habrán de exhibir de acuerdo con los géneros y los estilos a los que se deban, a fin de ganar la legitimidad – legibilidad necesarias: de una obra de ficción se esperan contenidos y tratamientos distintos a los que se le piden a un ensayo. Puesto que a su modo, cada texto debe arreglárselas para parecer creíble, no hay producción cultural que no sea una propuesta de sí y del contexto al que alude para resultar aludido. Dicho sea de paso, la creencia del lector es tanto competencia lectora como producción de gusto que entrega a cambio de alusión y adscripción. Esta propiedad ratifica la naturaleza estructural de las creencias: sistemas y procesos, es decir, posibilidades y realizaciones.

La existencia de un efecto subyacente de placer en el efecto de homología, es decir, la satisfacción que trae adscribirse a un modo establecido de estructurar la relación con las relaciones del mundo, se nutre de la disminución de la incertidumbre que una creencia brinda al trocar dudas por posibilidades de sorpresa. Se trata de una de las acepciones de la estética para el mortal. Desde el sutil sentido de propiedad antes aludido, y expresado por el desarrollo del sense of one´s place (Goffman: 2001) hasta la construcción de las apremiantes razones para existir (Bourdieu, 1999: 317), lo social, como transacción de sentidos muestra que si no hay prácticas humanas sin posibles efectos simbólicos es porque tampoco hay nada en una sociedad que escape a sus propios usos.

Los planteamientos previos, recorrido en redondo por las ideas inicialmente expuestas a propósito de la implicación legitimidad - creencia, sólo pretenden poner de manifiesto que lo que soporta su perspectiva es la producción de la homología entre las reglas del sistema de pensamiento y aquella parte del mundo que, constituida así en sistema, se ofrece atrapada en su estatuto de calca y ratificación. Puesto que la homología más eficiente es aquella que pasa sin ser advertida, toda dominación que pretenda ser económica y por tanto perdurable, busca –aun sin entenderlo– la cooperación de su clientela en la conformación de aquellas homologías que en su invisibilidad histórica habrán de regir las relaciones de dicha clientela con las relaciones que son del interés del sector dominante sostener. Tal es la acepción de lo simbólico hecho carne pero no conciencia, que impregna el concepto de violencia simbólica de Bourdieu (1999, 2000 y, en coautoría con Jean-Claude Passeron, 1998).

 

Creencia científica, creencia pública

Así como no existe el método en la ciencia, y la historia de ésta suele reducirse a los saldos de los enfrentamientos de los distintos modos posibles de pensar, es decir, de constituir lo pensable, a la distancia no se ve más ciencia que una tradición específica que se abre paso entre las resistencias más que del objeto, las de su historia misma. La ruptura más radical de la ciencia no es, pues, la del objeto o aun la del método, sino la que la ciencia debe hacer respecto a sí misma: reconocimiento de su estatuto cultural y, con ello, de la posibilidad de haber sido de otro modo. Así, conviene a las ciencias preguntarse si alguna de sus pretensiones de legitimidad es, en el fondo, ahistórica, determinista u objetualista. Por lo menos, con ello no olvidará cuánto en su desarrollo es subjetivación, recuperación simbólica de lo concreto.

La primera de las creencias científicas –especialmente para los positivismos– es la de que no son creencias, sino conquistas arrancadas al mundo –objetivo o subjetivo– con el tesón del trabajo metódico del que deriva la legitimidad de su derecho de hacer creer, describiendo como si explicara, explicando como si constatara, constatando como si estuviera libre de creencias. Ya decía Bourdieu (1990: 137) a propósito de las reglas de cada campo: se imponen a sus agentes al margen de su conciencia, son las reglas del juego que ante todo presentan al juego como digno de ser jugado. Un científico hace ciencia en la misma medida en que se hace a sí mismo científico.

Más notorio es el sistema de creencias del divulgador de la ciencia: situado a medio camino entre el productor del conocimiento y el consumidor de la epopeya del método, el divulgador debe conquistar el asombro para el engrandecimiento de aquél –y el suyo propio en su carácter de heraldo–, jugando a la mera ratificación por notificación. Heredero cruzado de una intrincada tradición científica y una competida contienda espectacularizadora, el agente de la divulgación se adscribe a un campo que no es el propio para construir su agencia, es decir, para hacerse de su público con una oferta de la que quiere ser propietario.

Es sabido que el discurso de hechos de la ciencia suele asumir la forma de la descripción a fin de dar paso a una objetividad que se supone más distanciada de la narración, forma por excelencia de la ficción. Tratándose de extremos, en la ciencia hacer creer es describir, exponer; en la ficción es narrar, poner en escena. Es creencia común que quien describe se hace a un lado para dejar al interlocutor en contacto vicario con el objeto y, quien narra, asume para subjetivar el objeto, darle una perspectiva, su sentido. Así, es caso de una retórica específica fingir una distancia donde la objetividad aparenta estar articulada en tercera persona, a resguardo de las hechuras del incómodo punto de vista. De esa fórmula está hecha la creencia del razonamiento científico y la exposición científica.

Divulgar el conocimiento, es decir, pasarlo de un campo especializado a otro de consumo más vasto y ligero, supone una doble estrategia: narrar preferentemente en un tono de descripción y objetivar mostrando. En un medio adecuado, mientras que el enunciado visual declara “El objeto X (en la condición Y) es así, helo aquí”, la voz puede aguardar o hacer una declaración Z al amparo de la ratificación que ostensivamente el otro código hace. Con ello, una imagen y su calificación se vuelven funtivos de la misma relación (Eco, 1976: 99) apoyados en una creencia primigenia: la imagen ratifica la palabra al tiempo que se legitima de ella. Tal es la mecánica de la espectacularización de la ciencia; en adelante, se es pensable si se es visible y, si se es ambos, se es verdadero. Además, lo que vale para cierta X en condiciones Y, vale para toda X en cualquier condición, salvo que Z prevea lo contrario, porque lo propio de una mala divulgación es ocultar Y.

La remisión al caso concreto para lograr la postulación de un conocimiento que lo explique como ejemplar de una especie que está en él desplegada y manifiesta, es, por una parte, lo propio de toda experiencia vicaria –según el oximoron con el que llama Moles al contacto mediado (Moles y Romer, 1986)–, pero no puede dejar de lado su postulación como inducción, de donde en general las experiencias mediáticas, y privilegiadamente las de la divulgación de la ciencia son inductivas. La ciencia espectacular produce conocimiento desde el caso particular, economiza esfuerzos y cautelas en la construcción de leyes: ante la labilidad del espécimen, instituye la constancia de la especie. Más que presentarse cuando corresponda como un mero caso, la ciencia derivada de las creencias narrativas se despliega como una experiencia ejemplar, ofrecida para el testimonio en primera persona, como oportunidad de apropiación frecuentemente al precio de la verdad: ignorante de su extensión, el conocimiento sensualizado conforma sus mapas con lo que tiene a su alcance, que es aquello que cree haber experimentado, mientras más intenso, más extensible; mientras más generalizable, más adquiere la naturaleza de un proverbio o de un modelo para armar la relación con los objetos.

Finalmente, en tanto el trabajo de divulgación se asimila en muchos sentidos al periodismo científico (Calvo, 1977), no debe resultar extraño que el desplazamiento de la divisa del periodismo, de objetividad a credibilidad defina también el trabajo de la divulgación. Este movimiento obedece, como se sabe, no sólo a la necesidad de asumir responsablemente la condición subjetiva de toda reseña del mundo, renunciando a la objetividad como signatura idealizada de los resultados, sino además, el movimiento obedece a la necesidad de establecer con el receptor una relación de empatía y, con ello de clientela. De modo que por razones epistemológicas y de mercado, mucha de la exhibición de la ciencia tiene ahora como propuesta la credibilidad. Volver creíble debería consistir principalmente en atender los mecanismos históricamente disponibles en el campo para dirigir los resguardos y estabilizar las garantías hasta un punto socialmente razonable. En cambio, en su mala acepción, sólo se trata de  establecer las afinidades necesarias que, a la manera del milagro del gusto como coincidencia entre una oferta y una demanda producida por aquélla (Bourdieu, 2002: 238), prodigan un verdadero milagro de la credibilidad dado por la concurrencia entre dos capitales de consumo facilista del mundo (uno como propuesta y otro como disposición) que si se buscan es porque ya se representan.

 

La candidización del consumidor

Cada época es estado de su propia historia. Tiene una tarea de la que pocas veces es consciente: configurar las escalas y las necesidades de representación de sí misma y de lo real (o lo fantasmagórico, que la época realiza al rodearse de él). De modo tal que podría resultar válido preguntarse si, al final un tiempo tiene otro derecho a ser llamado presente que el de ser un mero modo de articular las posibilidades y las realizaciones –temidas o anheladas– en el tránsito de las ideas. Razón, en un sentido que recuerda a la matemática, como escala de proporción, puede resultar, por ello, un indicador fiel de lo que es una época comparada con otra: sistema de diferencias hechas de historia. La razón de una era no es un simple modo de procurarse referentes; hija de procesos, en la práctica la razón es el referente. De ella emergen y a ella apuntan las ideas. Lo impensable, según ha mostrado Foucault (1968) no tiene menos inscripción en el tiempo que lo pensable. Tampoco tienen en calidad de par –pensable/impensable– su adscripción cada una a su propia época. Por el contrario, las imposibilidades bien pueden constituirse en parámetro para la periodización de la historia creída en cada época. De ser así, se vuelve plausible la hipótesis de una relación estructural entre las configuraciones de los tiempos y el sistema de las ausencias que los definen (la homología siempre supone algún grado de relación con el vacío porque sólo es visible cuando se invoca lo paradigmático).

No existe el método en la ciencia, se ha dicho, pero existen tradiciones de pensamiento y de procedimiento. Esto es porque ella misma es razón, es decir, tradición en un doble sentido: producto de sus creencias y productora de creencias. Probablemente entre ellas la que mejor las defina a todas es la de que la ciencia es la razón y es el referente. En otras palabras, hay creencia científica de época cuando las prácticas con las que los científicos se hacen a sí mismos, consisten en darle al curso de los acontecimientos el sentido de constataciones de las leyes que el estado de la ciencia ofrece. Es decir, también las homologías son cruzadas por la historia. En efecto, el que podamos hablar de épocas no es ajeno a nuestro reconocimiento de los distintos modos de leer y, por tanto, de rehacer los viejos principios.

A medida que nos acercamos a nuestra época encontramos que, a escala del individuo, voluntad de ser es cada vez menos voluntad de hacer que de pretender. En correspondencia, hacer para conocer, más que lo contrario, es la cifra de una parte del programa actual de las ciencias, y de casi toda la espectacularización de los medios y de la divulgación científica. Puesto que la imaginación es la envoltura de los objetos, creer que se sabe es sentir que se posee.

Presumir estar por lo menos un poco más al margen de los efectos de las lógicas del mundo porque se las conoce como porque se las ignora es sobresimplificar el problema que supone la existencia. Optimismo desenfrenado y pesimismo fatalista la amenazan por igual (extremos de una misma ingenuidad, no lo sospechan). De este modo, un falso creer saber es peligroso porque hace creer poder. Instituciones de la creencia, en especial las industrias culturales muestran que la razón de ser de todo orden social, lejos de consistir en la mera puesta en circulación de reglas, es la de generar una oferta para apropiarse el mundo y sus ofertas (reglas incluidas). Como lo ha mostrado Flaubert con sus cándidos Bouvard y Pécuchet (1993), ninguna clientela compra por encima de sus creencias en lo que se puede llegar a ser: una vez instituido el mercado de bienes simbólicos, no hay adquisiciones por fuera de la cultura.

Sin detrimento de ello, las industrias culturales, como suele sostenerse desde alguna teoría comunicacional de la narcotización, pueden ser disfuncionales a la homeostasis del sistema social al vender sin garantía una sensación de dominio del entorno por el mero contacto cognitivo con él. La falsa ilusión de poder que da cierto saber para consumo instantáneo, se sustenta en el acto de intercambio asimétrico en el que una parte entrega representación al tiempo que su clientela ejerce apropiación, en la reedición del ver para creer de nuestra época de culturas de pantalla. Se trata de un acto paradigmático de legitimación como producción de creencia en un nomos u orden (Bourdieu, 1995) del cual se es cliente más o menos satisfecho si con él se ha adquirido una cuadrícula más fina para el mundo. En especial, es en la divulgación positivizada y espectacularizada de la ciencia donde se constata mejor la naturaleza de la posesión en oferta: poder de hacer creer que se tiene el poder. Habrá que preguntarse si, como para el Bouvard y el Pécuchet originales, parte del desencanto del mundo masificado de hoy no proviene de ciertas compulsiones, entre ellas al consumo de un saber light, libre de rebabas epistemológicas tras un proceso de refinación y puesta a tono con los estándares del entretenimiento. Con la asunción de éstos como mediación de género (como se dijo, expositivo para vestirse de objetivo y ser creíble), la narcotización del consumidor de pantalla puede mudar a un remanso más peligroso por su aparente seguridad, que es el de una divulgación de la ciencia convenientemente desprovista de sus mecanismos de reserva y, en esa medida, capaz de avalar e incluso promover lecturas simplistas de los objetos espectacularizados: ver un tema es “asistir” a su acontecimiento, percibirlo expuesto y explicado. Puede definirse entonces con mayor precisión la legitimidad como la capacidad de constituir las narrativas posibles e impulsar las lecturas necesarias desde la narrativa que le es funcional al campo de poder, el cual se define como aquél a cuya competencia cabe producir las homologías entre el mundo y sus sistemas de representación, es decir las condiciones de su asunción a las que llamamos credibilidad.

Si lo anterior es válido en términos generales, lo es más cuando se trata de bienes simbólicos de alta producción y de firmas de exposición reputadas como serias. La credibilidad de la ciencia se traduce en capacidad de movilizar ideas en el sector social expuesto a su oferta. Sin ser éste el más extenso, cualitativamente es el dotado de una mejor composición orgánica, cuya acepción en el presente encuadre es la de relación funcionalmente equilibrada entre altos capitales de reconocimiento (es decir, simbólicos por provenir de la credibilidad: Bourdieu, 1999) y altas disposiciones hacia la adquisición de los mismos (inversión derivada de la disponibilidad de recursos y de la creencia en el valor de la posesión).

Uno de los problemas epistemológicos que ofrece la adquisición por transmisión de los saberes científicos (a través del dato proveniente ya no del mundo vivo, sino de un informe, una fórmula, una teoría) es la exposición aparentemente no mediada por sus formas de representación, exposición que finge ser el acceso directo a los contenidos. En el caso de la divulgación descuidada no ocurre otra cosa: el que se realice bajo poca precaución se debe a la doble credibilidad de que goza el medio, serio y espectacular a la vez, sea por la buena disposición en su favor o por la escasez de mecanismos de mediación que en términos de duda puedan oponérsele. En cualquier caso, muchas de las mediaciones entre el vehículo divulgador y sus públicos obran a favor de aquél. Cabe decir entonces, que la posesión de capital por reconocimiento es la posesión general de las mediaciones, respecto a las cuales habría cabido esperar el establecimiento de una densidad más hecha para proteger al receptor que para acotar sus márgenes de pensamiento. En breve, mediar el mundo es ejercer el capital reconocido, puesto que –en palabras que recuerdan las ecuaciones de García Canclini sobre consumo y pensamiento (1995)– el capital sirve para pensar.

 

Las formas posmodernas de la ciencia positiva

La advertencia inaugural de Maffesoli (1993: 35) “Acaso el positivismo es, propiamente hablando, un mito: En el mundo sociológico que nos interesa, uno se refiere a él y lo impugna sin prudencia y a veces sin matices”, impone la entereza epistemológica de adelantar que todo lo que contiene esta sección –aunque no más que lo que se ha avanzado– está marcado por una visión estereotipada del positivismo, a pesar de todo justa si resulta útil para calificar no tanto ciertos haceres efectivos en las ciencias sociales, sino un conjunto de debilidades que abren disposiciones a las que probablemente éstas se ven arrastradas a medida que el despliegue de la época exhibe:

  • La subyugación del espacio de la producción por la lógica del consumo, especialmente en materia de los saberes. La absorción funcional de ciertos límites que separan saber y hacer saber que, habiendo podido instaurar alguna democratización del conocimiento y de otros productos de la cultura a la manera de las derogaciones de la propiedad privada, por el contrario, hace sucumbir el proyecto liberador de la circulación del saber. El grado en que esta lógica se abre paso, es aproximadamente la medida en que la producción de la ciencia encuentra su racionalidad en el consumo. En tanto forma de subjetivación para el cliente, el consumo –incluido el del saber como toma de posición y distancia– impone y resuelve al sujeto la necesidad de ser en un mundo donde, como dice Bourdieu (1995: 355), “existir es diferir”. Para el caso de una parte del saber científico, es la rentabilidad de la demanda –obediente a su vez a las apuestas de inserción de los sujetos–, lo que arrastra desde el exterior al campo, a contracorriente de sus propios procesos de constitución, obligándolo a renunciar al usufructo de sus historias: la que lo hizo y la que lo espera. Esta heteronomía de la ciencia –y del arte, la política, la religión–, como insuficiencia del campo para autodeterminarse ha ido de la mano con la institucionalización de la cultura, sólo que las formas del patronazgo ceden en la posmodernidad su rostro a una figura impersonal: la lógica del saber/querer/tener como operadora de un vacío que se abre paso en las conciencias y en las aspiraciones.
  • La desnaturalización de las complejidades en favor tanto de los procesos de empaquetado y consumo, como de la sustituibilidad de los insumos. Una especie de nuevo taylorismo en el área de la cultura establece modos desarrollados de significación, a partir del cálculo de los beneficios esperados contra el gasto invertido en su producción y consumo, es decir, gasto material y simbólico. Un mundo cada vez mejor parametrizado y monocromático es un mundo más simplificado dentro de la creciente sobreoferta que a cambio de su fe en el proceso de llegar a ser, se presenta a los consumidores. Llega el momento feliz para el sistema en que éstos pueden ser computados como insumos de la maquinaria social y, como tales, movilizados con alguna libertad en el diagrama de afluentes según la tasa de circulación que las luchas intra e interseccionales arrojen. Bajo vestiduras probadas –géneros, modelos, fórmulas: empaques–, nuevas remesas del mismo sentido vuelven caducas las entregas y consumos anteriores, imponiendo una sustitución primero mercantil ­y luego social, juego del vacío a recorrer y ocupar las casillas que deberían ser los asientos del proyecto humano. Las modalidades de este vaciamiento en redondo bien pueden usarse para leer los tiempos y, con ello, periodizar la historia. Una época es un modo de fabulación: se distingue tanto por sus creencias como por sus renuncias.
  • La fragmentación paradigmática y el preensamblado, que permiten la ilusión interactiva de los bienes simbólicos con la lógica del simulador. En añadidura a los procesos establecidos en el párrafo anterior, el repertorio de lo  posible es acometido por prácticas de desagregación –reconstitución, para hacer efectiva la oferta de la historia y ratificar a ésta en su estatuto de concreción. Con esto se establecen ciertos modos de consumo donde el usuario final participa en las actividades y los costos de producción de alguna manera –por lo menos en la entrega fideísta, absorción eufemística de la rendición a la violencia de la seducción. Ahora bien, si ya una abstracción capaz de hacer ver la historia de lo dispuesto como concreción de lo históricamente disponible, supone un gasto que ha comprometido los altos capitales de lectura entre sus iluminados observadores, la facultad que los sectores privilegiados en cada época tienen de trazar los mapas sutiles de las alusiones, denuncia el despliegue de un capital aun mayor, que hace ver como esquemas propios de percepción, valoración y acción lo que no es sino una creencia adquirida al fiado. Legitimarse es volver legible habiéndose vuelto la forma, constituirse sentido de lo articulable y ejercicio de lo significativo: violentar y simular. En la justa acepción de los términos, simular es, precisamente, ofrecer una versión operable de la realidad sin el pago de las consecuencias. En consonancia, un simulador es la encarnación del paradigma que bajo la figura cándida de un dispositivo o empaque, agente o clase, hace creer que se opera orgánicamente un mundo por fin leve pero que, en los hechos, se ofrece preensamblado y mediado por una fragmentación de la sensibilidad (Jameson, 1991: 25) en formas discontinuas de conocimiento y cultura, como respuestas desesperadas por volverle manejable al individuo la abrumadora totalidad (McGowan, 1994: 157). Esta modalidad de la historia como realización de la incompletud, se traduce en el tribalismo posmoderno  (Maffesoli, 2004: 17) que hoy padecen el proyecto de la sociedad global y los signos con los que éste forcejea en los imaginarios.
  • La desintegración de los órdenes de escritura en un pastiche cuyos rasgos discernibles van pareciendo cada vez más un eclecticismo de contenidos y tratamientos. Identificable más claramente en ciertos movimientos pop y en ciertos productos como los vídeos musicales y contiendas espectáculo como las olimpiadas (Real, 1996) o los procesos electorales, el pastiche constituye no sólo una irrupción en las continuas rupturas que la sucesión de movimientos estéticos siempre supone, sino una modalidad “sistémica” de la fragmentación y reensamblado. Como dice Jameson:
  •  

    El colapso de la ideología modernista del estilo –tan único e inequívoco como las huellas dactilares, tan incomparable como el propio cuerpo (fuente auténtica de la invención estilística, según el primer Roland Barthes)– ha provocado que los productores de la cultura no tengan ya otro lugar al que volverse que no sea el pasado: la imitación de estilos caducos, el discurso de todas las máscaras y voces almacenadas en el museo imaginario de una cultura hoy global (1991: 44).

     

    Así, una de las manifestaciones de la perversidad a la que llega el vacío de proyectos cuando el proyecto social se contenta con la reproducción insustancial, es la confusión esencialista de contenidos y de las razones para dislocarlos mediante convocatorias inéditas pero carentes de propósito. No es inusual ver combatida tal confusión con estrategias de diferenciación en el empaquetado o en las nuevas condiciones de consumo, inscritas por cierto incluso en las formas validadas de llevar el cuerpo como recordatorio (Bourdieu, 2002: 485), de hacer saber que se está dentro, que se está dispuesto a convertir en happenings los momentos de una vida que se escurre y no deja más que constataciones de cosas que pudieron haber sido de otro modo. No lejos de ello, el tratamiento espectacular en busca desesperada de rasgos, propio de la mala divulgación de la ciencia, así como el resto del cuadro con el que puede caracterizarse la nueva positivización (descriptivismo objetivista, validación exprés, extrapolación y dogmatización, según se desarrolla más abajo), son resultados de la producción pastiche, anárquica si se confronta con la noción relativamente dura de «método». No es que asistamos a la abolición de las ortodoxias, sino a la instauración de una cepa más resistente porque más difícilmente puede ser notada: al margen del descrédito –pérdida de credibilidad y de capacidad de legitimación– de las grandes narrativas a que alude el primer Lyotard (1990: 73), fabulamos/legibilizamos hoy desde una cultura-culto al escombro y los revivals que habita nuestras percepciones sin ser reconocida como tal por constituirse –cultura al fin– en sistema de reconocimiento.

  • La desintegración de los órdenes de lectura para favorecer un nuevo despotismo ilustrado donde campea un libertinaje interpretativo acotado. Los inicios de las preocupaciones sobre los límites de la interpretación son añejos; se encuentran hoy tan lejanos como las posibilidades de acuerdo al respecto. Después de todo, lo que se encuentra en juego, son los límites de la validez, la certidumbre sobre la distancia a la que se encuentra un texto, o el mundo como texto, respecto al sujeto y a sus tradiciones interpretativas. Históricamente, pocas pérdidas pueden resultar tan dolorosas como aquellas de las doxas, sistemas de apropiación y fundamentación de las comunidades tan enraizados en ellas que han olvidado su naturaleza de lectura. Se entiende, entonces, que existan razones identitarias para que periódicamente se hayan establecido las cofradías de interpretantes y los resguardos de el sentido.Como puesta en común, el sentido es la versión de la que lo oficial se vale para ahorrar a su porción de humanidad el sufrimiento que puede traer la noticia de lo otro.En estas palabras lo asienta Maffesoli (1993: 37): “Cada época tiene su sistema de investigación e interpretación del ambiente social y natural, y siempre es difícil abstraerse de la tendencia dominante”. Y es cierto, una abstracción puede romper hasta con otras abstracciones, pero no con su turno en la historia. Lo particular de nuestro tiempo es que debe emerger de un piso en movimiento empeñado en allanar su memoria. Entre sus contradicciones, sin embargo, hay una mayor que corre en paralelo, ésta de corte estético, que supone la valoración necesaria del arte, de las formas de la cultura en general y aun de las formas de expresión de la ciencia. Más allá de que, como se ha apuntado, la esfera del consumo establezca las coordenadas de la racionalidad productora, lo cierto es que en todo consumo existe alguna fruición con la que el sujeto se articula el mundo, volviéndose él mismo su propio código: el que historia y porvenir, ambiciones y fobias sean capitales que se usan para jugar el juego convierte al sujeto en proportio faber, proportio consumatur. En efecto, ciencia y estética no están reñidas per se; es que ciertas tradiciones las oponen o establecen el orden de la subyugación, generalmente en favor de la primera. La espectacularización vacía de la ciencia comete en primer plano agravio contra el orden epistemológico, que no es otra cosa que estado de la historia de la relación entre pensamiento y objeto (lo que apuntaría a la necesidad de introducir una vigilancia de las formas consumibles de las ideas y contabilizar como un obstáculo por fin visible en nuestra época el de corte estético). Aún más, el espectáculo vacío es banalización de la estética del saber: desmedro de la economía racional de la ciencia como dispositivo de justeza y armonía. El libertinaje del receptor no sólo se funda y muestra en la confección de modelos-receta o de métodos-catecismo, sino en la imposición de criterios de entretenimiento al saber, de modo tal que la cruzada contra el aburrimiento además de generar una cierta casta de consumidores culturales, puede fundar otra aun más ansiosa de sus productores y, con ello, de una cultura cuya divisa y acotamiento es la fácil digestión. Al efecto, una suerte de ISO-light no declarado se constituye en una muda pero eficiente medida de la cultura posmoderna.
  • La virtualización y caducación de los productos y los consumos, con la consecuente resignificación del presente. Tal como ocurre a lo finito, cuyo atributo no puede ser otro que el de soportar el peso de la infinitud, dejándose recorrer por ella para ratificarla como posibilidad en el mismo acto en el que la contradice, el presente deriva su constatación de un doble ejercicio: memoria y aspiración. Ambos términos se apretujan en el cómodo interior de la palabra presente, y le dan su rumbo: vivimos el ahora según creemos haber vivido y habremos vivido. Memoria y aspiración están hechos de ausencia y por ello entroncan con el mundo de lo paradigmático o, según otras doctrinas, con el orden de las formas puras, violencia de los arquetipos a cuya eficiencia consagramos nuestra existencia. La paradoja que comporta el problema de la presencia o, si se quiere, del tiempo, es que la constancia de lo efímero termina dando consistencia a lo que hoy llamamos perdurable. Uno de los parámetros para leer las culturas sería, entonces, su voluntad para mirar hacia uno u otro lado de esta propiedad: hacia la unidad que los incansables cortes operan, tal como se ha hecho durante las revoluciones en las que las civilizaciones buscan perseverar, o hacia los abismos donde se vacían las extenuadas repeticiones, tal como se ha hecho en las hastiadas épocas que abren camino a las crisis y ya las padecen. Si la nuestra es más bien esta última, una edad histórica de olvido y de apatía (pérdida del pathos), lo que hemos perdido con la decadencia es la potencia generadora de los grandes modelos: arquetipo y paradigma dejan de ser retos en una cultura de consumo donde nuevas generaciones y culturas de simuladores deben ser capaces de “subir” el plano, expeler manifestaciones a la medida desde aparatos y arquitecturas cada vez más inclusivas y flexibles. En su fruición, el consumidor regular contribuye a que, poco a poco y sin dolor, fantoche y fantasía tomen el lugar de su identidad y de su circunstancia, que constituirá, cada vez más, el llamado “signo de los tiempos”, en este caso posmodernos. Borges, el eterno Borges, nos coloca de frente a la dimensión humana de la pérdida: en un texto de 1936, “Historia de la eternidad”, tras una copiosa pero siempre incompleta enumeración dice: “me olvidaba de otro arquetipo que los comprende a todos y los exalta: la eternidad, cuya despedazada copia es el tiempo” (1996, I: 357) del que se apropia –o se reconoce propiedad– más adelante, en “Nueva refutación del tiempo”, de 1952: “el tiempo es la sustancia de que estoy hecho” (1996, II: 148). Somos fragmentos de la eternidad, su vocación de ser, somos ahora más rupturas que continuidades, espacios donde casi nada perdura porque todo –quizá hasta las formas– quiere irse, insuficientes en memoria y en aspiración –salvo para dar trazos en punteado–, menudencias de ausencia que el consumo vicario –virtual, efímero– a pesar de sus promesas no ayuda a ser. Al saber, como a las prótesis, se le piden dos funciones contrarias, que la divulgación aspira a alcanzar: volver resistente el mundo pero sometido a nuestra escala.
  • El viraje del dato duro al reblandecido suceso atestiguado. Cada época conoce sus fobias; una de las nuestras es el aburrimiento. Instalado éste, no hay nada que le resulte más fastidioso ni menos rentable que el mundo crudo: desde el dato hasta el yo, todo debe haber sido procesado previamente por la cultura del remake. Una civilización de consumo necesita presencias, por ello, cuando no tiene acceso a lo legítimo, se construye sus fantoches como si se tratara de fabricarse una promesa; por lo menos con ella logra articular el mundo en primera persona y arrancar para sí un poco de vida. Aunque atestiguar es facultar, antes y sobre todo, es existir. Cuando la divulgación del saber pretende atacar el pseudoproblema de ajustar la ciencia al guión por la vía de a) completar, b) corregir, c) embellecer o d) articular al testimonio: a) falta al carácter holístico del objeto y el saber que lo persigue, b) transgrede la concepción bachelardiana de la verdad como error rectificado (en una forma aun menos tolerable para críticos como Vadée, 1977: 51 y ss.), c) traiciona la posibilidad de construir una estética de la razón y d) desproblematiza la asunción del saber al ofrecerlo presubjetivado “desde fuera”. Y es que, en un mundo que amenaza con derrumbarse de puro aburrido, el reblandecimiento del dato hasta lucir como suceso atestiguado y en algún modo prefabricado, es un sucedáneo adictivo y progresivo en caso de parálisis del goce de vivir. Puesto que el privilegio a la sensualización de lo residual y la apertura de la zona oscura (Maffesoli, 2004) a la lógica del espectáculo no se realiza sin un cierto cálculo de beneficios de consumo y asimilación, permite acusar de neoliberal a un neopositivismo marcado por su cruzada antiepistemológica como cultivo de una ignorancia dosificada para el individuo discontinuo y violentable.

A estas alturas deberá haber emergido con suficiente claridad la distancia inicial entre una práctica cientista de divulgación superficial que quiere ser espectacular y la cándidamente seria tradición positivista, fiel al registro cuantificable-experimental-contrastable e hipotético-deductivo, y encantada con el cálculo del estable input-output como acusa Lyotard (1990: 101). Sin embargo, ambas figuras son sólo en apariencia divergentes. Con la posmodernidad se rearticula la cultura de modo tal que las nuevas formas de someter la ciencia a esta “lógica cultural del capitalismo avanzado”, como la llama Jameson (1991), parecerían abrir todo menos una vía de continuidad al viejo positivismo. Por el contrario, la tarea que éste se ha echado a cuestas, de domesticar el conocimiento al precio de un saboteo epistemológico, no difiere en lo sustancial ni en sus efectos del encargo posmoderno de rendir las cuentas de los saberes a sus posibilidades de consumo. Desde esta lógica cultural, pues, la neopositivización y la posmodernización de la ciencia no son sino dos énfasis de un mismo proceso de adecuación a las demandas de operacionalización de los tiempos; si la primera alude a las funciones que del lado de la producción de los saberes obligan al campo, la segunda da la primacía a los usos del saber.

 

En síntesis, las principales características que parece asumir esta neopositivización o posmodernización de la ciencia, pueden expresarse con la siguiente sintomatología, que también puede desplegarse como itinerario de reflexiones estéticas (en la acepción emparentada al conocimiento que le da García Leal, 2002):

  • Una narrativa descriptiva (retórica argumentativa). La razón expositiva finge objetividad e imparcialidad. Se vale de tres operaciones regulares, generalmente combinadas:

- La presentación de acciones y relaciones como si fuesen historias.
- La articulación desde el punto de vista de un narrador que busca permanecer al margen y aparentar que asume la tarea de mero descriptor.
- El armado en secuencias temporales de causas y efectos presentados con recursos y figuras narrativos.
Incidentalmente, no debe perderse de vista la corrección que Lyotard propone a su inicial identificación del conocimiento con el relato: “en La condición posmoderna y en los otros libros de esta época […] exageré la importancia que se ha de atribuir al género narrativo” (2003: 31). En atención a la cautela recomendada, aquí se ha abordado el asunto de las narrativas –como se estableció desde el inicio– menos desde la legitimidad, que desde la noción bourdiana de creencia; aquélla más cercana a la constitución simbólica del poder, y ésta más inscrita en el orden de lo imaginario del mismo.

  • Una validación exprés y sin condiciones (retórica ostensiva o res-tórica). Se ofrece la presentación visual de objetos y sujetos x, que puede ir acompañada de descripciones orales z que, pasan por alto la necesaria alusión a las condiciones de validez y, para ofrecer una cómoda relación x – z no mediada por y, a la manera de una predicación (z) gratuitamente sustantivadora, sin gastar en incidentales o circunstanciales (y).
  • Una extrapolación entre casos (retórica homogeneizadora). La necesidad de acceder a la especie por el espécimen y ejercer éste por la apropiación de aquélla, se vale de diversas fórmulas que, mal llevadas, desdibujan los planos como demarcaciones del pensamiento:

- Deducciones o particularizaciones: se trata de las formas propias de la buena divulgación de la ciencia, en las que se explica lo particular a partir de lo general (X→x), nivel al que el campo ha accedido previamente.
- Inducciones o generalizaciones: son casos más propios de la tarea científica en la que se producen leyes o modelos. No se espera encontrarlas en la divulgación, salvo que se tratara precisamente de reconstruir frente al público el proceso de instauración de una ley o un modelo ya entonces establecidos. Se procede de lo particular a lo general (x→X).
- Trasducciones: se entienden como los casos en los que se transfieren las características de un elemento a otro en virtud de la existencia de rasgos parciales comunes, o bien como aquellas situaciones en las que un mismo elemento en condiciones diversas es imputado como idéntico, desdeñando el efecto del cambio de condición (x1«x2). Se esperaría que no se incurriese en estos errores en la producción del saber científico o en su divulgación.

  • Una pirotecnización del conocimiento (retórica espectacular). Los recursos propios de los medios audiovisuales son dirigidos a entretener más que a educar. No es raro que cuando la televisión persigue un objetivo educativo, busque espectacularizar sus contenidos y formas, volviendo el conocimiento:

- banal, superficial, desechable,
- serial, apegado a una fórmula o catecismo,
- efímero, intrascendente, caduco.
Bourdieu refiere el efecto de producción del medio en estos términos (2003: 28): “la televisión, que pretende ser un instrumento que refleja la realidad, acaba convirtiéndose en instrumento que crea una realidad”.

  • Una dogmatización de los saberes (retórica fundamentalista). Cada conocimiento es resultado de unas rupturas con tradiciones de conocimiento y de metodología para enfrentar al sujeto con su objeto, es decir, se produce a partir de una ruptura con sus obstáculos epistemológicos. La divulgación del nuevo conocimiento debe aludir a las rupturas hechas en su producción, así como a las que quedan por hacer, describiendo los obstáculos al conocimiento y con ello limitando la validez de aquello que se divulga. Ocultar los límites de una explicación equivale a aspirar a producir verdades absolutas, ahistóricas y al final dogmáticas.

            La colocación del objeto sólo del lado de las respuestas y no también con las preguntas y con el método supone no sólo un facilismo, sino una impostura facilista equivalente en algún grado a la que a propósito de cierto estructuralismo ahistórico, Adolfo Sánchez Vázquez califica de “toreo a toro parado” (Lefebvre, Sánchez Vázquez y Castro, 1970: 57).

 

Epílogo: La creencia positiva

Hasta aquí, el expediente sobre el ejercicio positivista de los saberes ha remitido principalmente a sus productores y difusores. No se ha insistido lo suficiente en la soberanía de la lectura que, por lo menos, duplica el escenario. Si la distancia que separa una función posible de su uso efectivo es la misma que conecta una oferta y su consumo, nada asegura que dicha oferta, aun formulada a cabalidad epistemológica, será consumida bajo la misma honradez de cuentas. Después de todo, el mundo tampoco necesitó estar cifrado en clave positiva para que se engendraran lecturas positivistas. Esta condición, o actitud como bien la llama Maffesoli (1993), no rara entre quienes producen datos a partir de los hechos, tiene todo para ser más ubicua entre quienes son los simples públicos. Así, el descriptivismo objetivista, la validación exprés, la extrapolación, la espectacularización y la dogmatización sólo requieren un ejercicio fideísta del lado del correlatario del narrador cientista para que la gratuidad positiva, penosamente puesta a raya hasta entonces, aparezca en el receptor, usuario final, con toda su bienintencionada socarronería. La ecuación que establece que el mundo, como relato, sea un ejercicio por parte de quien lo ofrece y de quien lo recibe, incluye la ciencia como doxa y ortodoxia.
            Lo apuntado parecería facultar una nueva constatación de las especificidades de los agentes a las que alude la teoría de los campos de Bourdieu: la facturación de ciertos saberes, estado de la historia de su campo, no puede sino ser producto de una especialización que a diferencia de la mera especialidad es, ante todo, un proceso, una facturación ella misma. Por ello, poner a la disposición de un conjunto de usuarios un producto especializado es un acto de transcampalización en la que tanto puede resultar fortalecido el campo de producción, como bien puede perder autonomía en la medida en que comprometa su capacidad de circulación por lo menos.

            La creencia, con lo dicho, es producto y condición. En su naturaleza y complexión se encierran, como marcas de que aquello que es, lo que podría haber sido de otro modo, es decir, las cifras de la cultura: las razones de lo que no somos porque no lo fuimos. Creencia positiva es, entonces, forma de afiliación y tributación a una época que, seducida de permanencia, se niega a serlo mediante el golpe de estado a la historia. Ciencia positiva como ficción autocontemplativa que, sin verlo, es arrastrada con sus sueños en el río de los tiempos al que, oppure, perturba.

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Jesús Becerra Villegas

Doctor en Ciencias de la Educación, maestro en metodología de la ciencia y licenciado en ciencias de la comunicación social. Es coordinador del Doctorado en Ciencia Política de la Universidad Autónoma de Zacatecas. Es miembro del Sistema Nacional de Investigadores.

 

 

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